domingo, 10 de diciembre de 2017

Pequeñas cosas









  Dicen que la felicidad está hecha de pequeñas cosas, detalles aparentemente insignificantes que nos recuerdan que en la más absoluta oscuridad se puede encender de repente una candela que nos ilumine el camino. 

  Sí. Ya sé que este párrafo no contiene más que un puñado de tópicos que dice la gente cuando alguien sufre una desgracia. «Disfruta de la belleza de una puesta de sol, deléitate con el aroma del café recién hecho, saborea el dulzor de una ciruela recién cogida del árbol, estremécete con la suave caricia de un amante, déjate envolver por la melodía de una suite de Bach…». ¿Cuántas veces habré repetido frases como ésta creyendo que así llevaba consuelo a amigas que sufrían la ruptura de su matrimonio, el alejamiento de un hijo o para quienes simplemente la vida había perdido para ellas el sabor a miel? «Cierra los ojos, extiende los brazos y llena tus pulmones de la brisa de la tarde, les decía, como si la felicidad fuera cosa de recetas». «La felicidad está hecha de pequeños detalles», era la divisa que llevaba cincelada en el alma.

 Dicen que la felicidad está hecha de pequeñas cosas. Pero, ¿y el dolor? ¿Acaso no puede desencadenarse por un modesto detalle?

 Hace tres años murió Carlota, mi hija. No hacía mucho que había dejado de ser un bebé para convertirse en la niña más maravillosa que hubo jamás bajo el cielo. Me parece verla corretear por el jardín de la casa de mis suegros detrás de las pompas de jabón que le hacía su abuelo soplando por una pajita. Me parece oír su risa traviesa cuando escondía en los bolsillos del vestido azul las campanillas del parterre que mi cuñada cultivaba con tanto mimo. Me parece que acaricio sus piernecitas, tan regordetas que se le formaba una arruga debajo de la rodilla. Me parece sentir sus deditos sobre mis mejillas. Me parece, me parece. Me parece que está conmigo pero ya nunca mis labios besarán su frente.

  Fue a la vuelta del verano cuando empezaron los dolores. Apuntaba con el dedo el codo y me decía:

  −Mami, duele, aquí.

  Creí que eran mimos y la besé en el punto que me decía; pero solo conseguí unos lloriqueos.

  No le di importancia y me olvidé al momento de sus quejas. Pero los días siguientes llegaron acompañadas de más dolores y más lloros. 

  La oía sollozar entre sueños en mitad de la noche. Su padre la acunaba en sus brazos mientras entonaba una cancioncilla buscando sin lograrlo aliviar así su dolor. La llevamos a su pediatra que la sometió a pruebas y más pruebas. El semblante del médico iba tornándose sombrío. Sus palabras se volvieron oscuras y su voz se llenó de una preocupación contagiosa.

  No quiero ponerle nombre a la enfermedad que se llevó a mi niña. Me niego a revivir las semanas en las que estuve sin moverme de su lado, viendo como en cada suspiro volaba un trocito de su breve vida. No tengo fuerzas para evocar el momento en que cerró sus ojos y acerqué mis labios a los suyos para susurrar su nombre: Carlota. Su recuerdo es un tormento para mí. Y sin embargo, al principio no fue así.

  Dicen que no hay dolor más desgarrador que el que siente una madre cuando pierde un hijo. Que el corazón se hace añicos; que cada esquirla se clava en el alma desgarrándola. Pero nada de eso sentí cuando murió mi hija. Era como si se me hubiesen adormecido los sentimientos; como si la tristeza se hubiera agazapado en algún pliego de mi alma y no se atreviese a salir de su escondite.

  Me recuerdo en el tanatorio yendo y viniendo de aquí para allá, atendiendo a amigos y familiares, consolando a éste, enjugando las lágrimas de aquél; como si fuese yo la que debiera ofrecer mis condolencias y no la madre que había perdido a quien más quería. Mientras mi marido enloquecía de dolor, yo abrazaba a mi padre y le apretaba la mano a mi suegra. Me parecía estar muy lejos de allí, como si nada de aquello fuera real o no fuese conmigo. De vez en cuando, me llegaban voces:

  ─¡Qué entereza la de la madre! ¡Cómo soporta su dolor y esconde sus lágrimas!

 Y yo me preguntaba en medio de qué hechizo había caído que me impedía llorar: por qué no era capaz de sentir mi pena. Contemplaba con envidia a mi marido, roto de desconsuelo. Veía aquí y allá rostros afligidos y me preguntaba por qué yo no podía sentir mi pena; por qué, si miraba dentro de mí, no encontraba sino un agujero que se iba agrandado más y más. ¿Qué clase de madre insensible era yo con aquel corazón vacío? Si hasta tenía una sonrisa para los demás. ¿Qué clase de madre era yo, Dios mío?

  Esperaba que, con el paso del tiempo, saliese a la luz todo mi dolor y poder así llorar a mi niña. Pero una semana daba paso a otra y mi alma seguía igual de anestesiada. Al principio me vino bien aquel estado de nirvana en el que no cabía ni la dicha ni el sufrimiento. Podía dedicarme a consolar a mi marido y enjugar sus lágrimas cuando me decía:

  ─¿Qué va a ser de nosotros ahora?

  Me recuerdo aquellos días desplegando una actividad frenética. Resolviendo cientos de problemas sin importancia en casa, en el trabajo. Guardando los juguetes de Carlota. Sacando a mi marido a pasear. En un no parar constante. Sin que la pena me viniese a perturbar.

  Algunas veces, me perdía entre las calles buscando a mi niña, que no me parecía sino que, juguetona, se escondía de mí para hacerme rabiar. Me torturaban las lágrimas que se negaban a brotar. Me fustigaba el dolor que no sentía. ¿Qué clase de madre era yo, Dios mío?

  Aquellos que en los primeros días alababan mi fortaleza me miraban como si fuera una madre sin sentimientos. «¿Es que no querías a tu hija?», me parecía leer en sus ojos. Me convertí en una extraña para mi marido, que dejó de verme como la roca en la que apoyarse. Era, para él, una mujer desnaturalizada que seguía con su vida como si nada hubiese sucedido; como si nunca hubiese llevado en su seno a Carlota.

  ─¿Cómo puedes seguir viviendo como si tal cosa? ─me preguntaba con la voz arrasada de lágrimas y de rabia─. ¿Cómo puedes reír? ¿Cómo puedes pintarte los labios? ¿Cómo puedes, dime, si a mí me duele hasta respirar?

  ─No lo sé, amor mío ─le contestaba mientras callaba mi pena por no poder llorar con él.

  Un día, después de meses sin rozarnos, me hizo el amor. Me hizo el amor con las mismas lágrimas y la misma rabia con la que me interpelaba cada día. Era tal su desesperación que me hacía daño con sus caricias. Yo agradecía aquel dolor de la carne esperando que por fin se abrieran las compuertas del corazón y se desbordase la aflicción que escondía mi alma.

  Pero nada era capaz de liberar mi pena.

  Desperté al día siguiente acurrucada en su pecho. Él estaba velando mi sueño. Dejó un leve beso en mis labios y me dijo que se iba lejos, que me abandonaba.

  ─Ya no tengo fuerzas para vivir a tu lado y recordar que nuestra hija no está con nosotros ─me dijo mientras acariciaba mis cabellos.

  Le supliqué que se quedase conmigo, que intentáramos recomponer nuestro amor. Pero él movió la cabeza y me miró con tristeza.

  ─Déjame marchar antes de que el poco amor que siento por ti se convierta en odio.

  Con esa frase tan dura me dejó sola. Sola con mi vacío. 

  Pero tampoco entonces se me concedió el consuelo de las lágrimas. 

  Durante meses arrastré un alma muerta mientras mi cuerpo se movía y actuaba como si realmente existiese. Iba a trabajar, participaba en las fiestas familiares, salía con amigos. Hasta tuve un amante: un hombre bueno que conocí en una fiesta y que no sabía nada de mí. Espejismos de una vida que no tenía ni sentía como mía.

  Solo cuando dormía parecía sentir. Me despertaba cada mañana ahogada en lágrimas y el corazón encogido, pero no lograba recordar de mis sueños sino una imagen difusa, un sonido apenas audible. Creía que Carlota me visitaba en las noches aunque no me quedaba de ella sino un sentimiento de tristeza que se desvanecía tan pronto como la luz tocaba mis párpados. Entonces, me daba la vuelta en la cama solitaria y llamaba al sueño con la esperanza siempre frustrada de reencontrarme con mi niña. ¡Ah!, pero el sueño se negaba volver. En un último intento, cerraba los ojos y evocaba su olor cuando salía del baño, buscando envolverme por la sensación de paz que me traía mi niña cuando vivía. Pero, al abrirlos de nuevo no encontraba en torno a mí sino más soledad, más vacío.

 Hacía dos años que mi hija había muerto cuando decidí irme a vivir a otra ciudad. No quería permanecer en una casa de la que solo quedaba el esqueleto de todo el amor que había crecido entre sus cuatro paredes. Pasé semanas guardando en cajas de cartón los objetos que había atesorado cuando tenía una familia. Creí que aquella tarea sería penosa para mí pero la acometí como si fueran las pertenencias de una extraña. Ya no me decía nada el reloj de cuco que compré en un anticuario de París durante mi luna de miel. Ni me parecía oír la voz de Carlota cuando me llevaba al oído la caracola que cogimos juntas en la playa. Sobre la chimenea del salón me vigilaba el retrato al óleo que me hizo mi marido y que me parecía el rostro de una mujer muerta. Los libros guardaban entre sus páginas palabras para mí incomprensibles. Ni siquiera me sentí unida a la camita de mi niña, su corderito de trapo, la esponja con la que frotaba su piel rosada. 

  Así, como una autómata, fui empaquetando cinco años de mi vida. Cinco años que me parecían un sueño. El sueño de otra.

  El día que llegó el camión de la mudanza, di una última vuelta por la que fue mi casa. La casa de Carlota. La casa de mi marido. La casa de mi familia. Abrí y cerré ventanas. Escudriñé armarios y cajones por ver si me había dejado algo sin recoger. Subí y bajé al sótano, a la buhardilla. Y cuando ya creí que no quedaba ningún rincón del que tuviese que despedirme, me senté en la escalera del vestíbulo. Miré a mi alrededor de aquel espacio ya tan vacío como mi alma. La puerta del armario del pasillo estaba entreabierta y por ella asomaba un bulto que no reconocí al principio: una simple caja de zapatos. Me acerqué despacio y la estreché contra mi pecho. La abrí con la misma expectación con la que mi niña abría un regalo sorpresa. Levanté la tapa abollada y ante mí aparecieron un sonajero de plata, un babero con una margarita bordada y unos patucos blancos de punto que hice mientras estaba embarazada.

  Un raudal de lágrimas brotó de mis ojos mientras mi corazón gritaba:

  ─¡Carlota! ¡Carlota!

  Y todo el dolor que escondía en mi alma salió para salvarme.

 Dicen que la felicidad está hecha de pequeñas cosas. Pero, ¿y el dolor? ¿Acaso no puede desencadenarse por un modesto detalle?



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