jueves, 3 de mayo de 2018

Old Tjikko








  Aquel verano no fuimos a la playa. La salud siempre delicada de mi abuela había empeorado y mi madre no quería alejarse de su lado. Yo acababa de cumplir trece años y tenía por delante más de dos meses de aburrimiento en una pequeña ciudad de provincias que se vaciaba de jóvenes en cuanto comenzaba la temporada estival. Recuerdo los primeros días de julio como una sucesión de horas que se alargaban mientras trataba de matar el tiempo jugando al futbolín con el dueño del bar o recorriendo las calles en bicicleta.

  Precisamente en uno de estos vagabundeos me encontré con el Old Tjikko: un descapotable negro, con la silueta de un árbol dibujado en el capó. No pude resistir sus faros redondos que me miraban desafiantes, coquetos. Me aproximé atraído por sus líneas sinuosas y, como no vi a nadie cerca, salté por encima de la portezuela para apoderarme del asiento del conductor. ¡Oh, qué gozada! Desde allí cualquiera se hubiese sentido el dueño del mundo. Acaricié el volante, del color y la suavidad del marfil, el salpicadero de madera de nogal, y las letras doradas junto al cuentakilómetros que conformaban dos palabras: Old Tjikko.

  —¡Eh!, ¿qué haces ahí, chico?

  Me volví avergonzado. Una mujer corría hacia el coche desde la casa mientras me increpaba.

  —¡Baja del coche si no quieres que llame a la policía!

  Cuando llegó junto al descapotable, abrió la portezuela invitándome a bajar, pero yo no me moví. Me sentía paralizado. La mujer semejaba la protagonista de una de esas películas que ponían los sábados por la noche en el Rialto. Debía de rondar la cuarentena pero no se parecía en nada a mi madre ni a sus amigas. Ni siquiera tenía nada que ver con las jóvenes que solían pasear por la plaza los días de fiesta. Llamaban la atención sus pantalones minúsculos, que dejaban al descubierto unas piernas largas y esbeltas: unos pantalones naranjas a juego con los zuecos de charol y la diadema de seda que mantenía en orden la melena exuberante de bronce. La mujer, al hablar, esbozaba círculos en el aire con un cigarrillo extralargo que llevaba encendido en la mano izquierda. Todo un escándalo en aquellos años en los que solo fumaban los hombres y hasta las chicas más jóvenes lucían recatadas faldas que les llegaban por debajo de la rodilla.

  —¿No me oyes o eres tonto?

  El elevado tono de voz revelaba su enfado. Farfullé unas palabras a modo de disculpa, antes de salir del coche, y enfilé la avenida en la bicicleta sin atreverme a mirar hacia atrás.

  Durante tres días viví la ansiedad de los deseos insatisfechos. No podía quitarme de la cabeza el descapotable y a su dueña. Me imaginaba conduciendo el Old Tjikko y llevando a mi lado a la hermosa mujer de los zuecos naranjas: fumando yo también cigarrillos extra largos mientras la seducía con mi conversación subyugadora. No fueron menos de diez las veces que dejé que el azar o mis anhelos me condujeran hasta su casa. Medio oculto por la sombra de un kiosco, pasaba el tiempo admirando el flamante vehículo y, ¿por qué no decirlo?, esperando que apareciera la bella desconocida. Pero desde mi escondite solo podía ver cómo entraban y salían del portal unos caballeros que, al igual que ella, tampoco parecían de la ciudad. Muchas veces, en mis paseos, creía atisbar, doblando la esquina de alguna calle, el morro del flamante descapotable del árbol dibujado en el capó. Entonces el corazón emprendía el vuelo en un vano intento por salirse del pecho.

  Una tarde la bella desconocida pasó a mi lado en el Old Tjikko mientras tomaba la calle que llevaba a la autopista. Si me vio o no detrás de los cristales oscuros de sus gafas de sol todavía es un misterio para mí. La seguí pedaleando a toda velocidad hasta que un perro se cruzó en mi camino y hube de frenar mientras el descapotable se perdía a lo lejos. Estuve esperando su regreso sin moverme de mi puesto junto al kiosco hasta que, entrada la noche, me marché decepcionado. 

  Al día siguiente, mientras acechaba de nuevo la puerta de su casa, la bella desconocida vino a mi encuentro.

  —¿Cómo te llamas? —me preguntó después de tenderme un cigarrillo.

  —Daniel —contesté en voz tan baja que ni yo me oí.

  Arrojó su cigarrillo al suelo y lo pisó con unos zuecos amarillos de charol. Luego me dirigió una mirada cargada de impaciencia.

  —¿Cómo? Es igual. ¿Te gustaría ganarte unos duros? Quiero cambiar de sitio los muebles del salón y yo sola no puedo moverlos.

  No esperó mi respuesta sino que enfiló hacia la casa y, antes de entrar, se volvió hacia mí.

  —¡Venga! ¿A qué esperas? —Hizo una pausa teatral, quién sabe si para impresionarme—. ¡Ah! Me puedes llamar Ginebra.

  Así encontré mi primer empleo. A espaldas de mis padres pues la intuición me decía que no les iba a gustar la atractiva Ginebra.

  Durante una semana estuve trasladando a su capricho unos muebles que hablaban de un mundo de lujo alejado de lo que estaba acostumbrado a ver en mi pequeña ciudad. Antes del tercer día, ya me había convertido en su chico de los recados. Lo mismo la ayudaba a poner orden en la correspondencia que le traía del kiosco el último número de Sábado Gráfico. Es cierto que tenía una criada, Felisa, y un hombre que le servía a media tarde una copa de jerez; pero era a mí a quien le gustaba tener cerca para mandarme los más insólitos quehaceres. Cada mañana montaba en mi bicicleta después de decirle a mi madre que me esperaba un amigo imaginario y no regresaba hasta la hora de la cena. Supongo que los dioses estaban de mi parte; que la preocupación de mi madre por la abuela le impedía descubrir las mentiras que le contaba cuando llegaba entrada la noche.

 Mientras tanto, me desvivía por cumplir los deseos de Ginebra. Me es imposible describir la emoción que me embargaba si me pedía que la acompañase en el Old Tjikko a hacer alguna compra. Sentado a su lado en el descapotable, me dejaba arrebatar por la euforia cuando una ráfaga de viento traía el aroma a mandarina de su perfume o mis ojos caían sobre sus zuecos de charol.

  Todo en Ginebra me parecía un enigma. Cuando no me quería a su lado, buscaba cualquier excusa para estar cerca de ella al acecho de sus movimientos. Pero eran los hombres que solían visitarla los que despertaban en mayor medida mi curiosidad: unos caballeros distinguidos que olían casi tan bien como ella. Solían llegar a principio de la tarde y encerrarse con Ginebra durante horas en sus habitaciones privadas. No eran raras las veces en que aún permanecían dentro pasadas las diez de la noche cuando, cansado de esperar, finalizaba la jornada y regresaba a mi casa. Hubiese querido tener valor preguntarle a Felisa por los misteriosos invitados, pero su ceño fruncido detenía cualquier atrevimiento, de modo que espiaba la puerta cerrada con el mismo celo con que semanas antes vigilaba el Old Tikki.

  Un día permanecí en la casa más allá de medianoche olvidando a mis padres y empeñado en averiguar más de los huéspedes de Ginebra. Apagué las luces del salón menos la de una lámpara de mesa cuya luz tenue apenas iluminaba un rincón. Sentado sobre la alfombra y oculto por las sombras, seguía la línea de claridad que se colaba por debajo de la puerta mientras me venía el sonido de carcajadas. No era tan ingénuo para no intuir lo que sucedía en el dormitorio de Ginebra, pero tal conocimiento no me impedía sentirme intrigado. 

  Debí quedarme dormido y, a eso de las una, me despertó el chirrido de la puerta. El hombre y Ginebra pasaron muy cerca de mí pero no me vieron, absortos en la conversación. No moví un músculo ni respiré siquiera temiendo ser descubierto. Sabe Dios lo que hubiese hecho Ginebra de haberme encontrado allí. Atravesaron el salón y se perdieron en el vestíbulo. Yo me escondí detrás del sofá. Los minutos hasta su regreso se me hicieron horas; la espera acrecentaba mi inquietud por no poder escaparme. Hacía mucho tiempo que debía estar en casa y empezaba a temer el enfado de mi padre. 

  Por fin se recortó la silueta de Ginebra bajo el dintel de la puerta. Atravesó el salón y, cuando entró en su dormitorio, salí de mi escondite.

  —¿Te apetece jugar conmigo? —Oí a mi espalda.

  No me atreví a volverme. Tampoco la oí llegar. Me estremecí cuando su mano acarició mi nuca y bajó por la espalda hasta rozarme la pierna: una extraña sensación entre dolorosa y placentera. Luego me tomó por el brazo y me condujo hasta su habitación. Me ahorro los detalles de mi primera experiencia amorosa. Estaba tan asustado que las ganas de huir se llevaba cualquier atisbo de deseo. Un pensamiento me venía a importunar: mis padres no sabían nada de Ginebra y hacía horas que me esperaban. En varias ocasiones traté de decirle que debía irme pero mi amante no me escuchaba. Jugó a su antojo con mi cuerpo, con mi miedo, hasta las tres de la madrugada, cuando me dejó libre.

  Al llegar a casa, no encontré el coche de mi madre en el garaje. Por un instante, pensé que habían salido en mi busca, pero recordé que mis padres tenían pensado cenar fuera aquella noche. Aliviado me colé por la ventana de la sala, que nunca se cerraba en verano, y llegué a mi habitación convencido de que nadie se había percatado de mi tardanza.

  A la mañana siguiente, permanecí en la cama despierto hasta el mediodía. Mis pensamientos daban vueltas en la cabeza y me llenaban de desasosiego. Tan pronto me espoleaba el anhelo por reencontrarme con Ginebra como me acuciaba el miedo a verla de nuevo. Era tanta la ansiedad que no me hubiese movido nunca de mi habitación de no haberme sorprendido el sonido del claxon del Old Tjikko aparcado bajo mi ventana.

  Bajé las escaleras hasta el portal de dos en dos sin prestar oídos a mi madre, que me rogaba que no me fuera. Salté por encima de la portezuela del descapotable y me senté junto a Ginebra, que, volando, me condujo hasta su casa. 

  Durante dos días no salimos de su dormitorio. Cada caricia suya extraía una melodía de zonas de mi piel que hasta entonces desconocía y sus besos enardecían mis sentidos hasta embotarlos. En ese tiempo, olvidé que tenía unos padres que no sabían dónde estaba. Olvidé que la vida seguía más allá de aquellas cuatro paredes.

  El tercer día la policía se presentó en la casa. Rodearon el jardín y entraron en la habitación cuatro agentes. Uno de ellos le puso unas esposas a Ginebra; otro me ayudó a vestirme y me empujó hasta la calle, donde me esperaba mi padre. 

  Aquella fue la última vez que vi a Ginebra. 

  En septiembre mis padres me internaron en un colegio. A mi encierro no llegaban más que alguna noticia desperdigada del exterior y, hasta años después, no supe del juicio que condenó a Ginebra, una prostituta de lujo, por perversión de menores. Ni supe del escándalo que armó la prensa cuando se descubrió que no había sido el primero al que inició en las artes amatorias.

  Han transcurrido casi cincuenta años desde entonces. Mis padres hace tiempo que fallecieron. Yo vivo lejos de la ciudad con Jimena, mi esposa. Debo decir que nunca he sido tan feliz como ahora que mis hijos ya son mayores y tenemos todo el tiempo para nosotros. Sin embargo algunas veces creo vislumbrar la silueta de un descapotable. Entonces el corazón palpita a toda prisa y a mí se me escapa un susurro: Old Tjikko, Old Tjikko.


Relato participante en la semifinal del Toeneo de Escritores de Tus Relatos


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