miércoles, 22 de febrero de 2017

La marca de Caín





   Conocí a Abel en el Club de alterne “El Edén”. Hacía tres meses que me había contratado Miss Lilith para servir copas y algo más, tras varios años de andar dando tumbos de trabajo en trabajo mientras añoraba mi Rumanía natal. 

   Llegó montado en una Harley. Nada más cruzar el umbral, se vio rodeado de un enjambre de polillas que se disputaban sus favores. Pero él me eligió a mí, Rebeca, la chica de la barra que no se había dignado a mirarlo. 

   Nadie me ha causado tanta impresión. Era alto. Muy alto. Debía inclinar la cabeza cuando entraba en una habitación para no darse con el dintel de la puerta. Su cuerpo anunciaba a gritos las muchas horas que pasaba en el gimnasio modelando sus músculos. Llevaba una cazadora negra de cuero con una enorme serpiente roja en la espalda. Pero, a pesar de su aspecto imponente, su espeso cabello negro, sus ojos rasgados, negros e incisivos, sus labios sensuales, lo que acabó enamorándome fue su ingenio para contar unas historias que no me creía del todo pero que me fascinaban.

   —Yo me llamo Abel y mi hermano gemelo Caín. Mi padre nos bautizó así para burlarse de mi madre que se llamaba Eva. Pero le salió mal la jugada —decía riéndose a carcajadas—. Caín siempre fue el bueno de la casa y yo el malo. Mi hermano traía sus brillantes calificaciones del colegio que mi padre, “miraba con agrado”, como si fuese Yahvé recibiendo una ofrenda. En cambio yo no traía más que notas airadas de mis profesores quejándose por mi mal comportamiento que mi padre acogía con el ceño fruncido. Me expulsaron de no sé cuántos colegios hasta que, mi querido padre, cansado de tantas peleas, me puso a trabajar en una fábrica harinera mientras el bueno de Caín triunfaba en la universidad. 

   Abel venía todas las noches a verme. Pagaba tres horas y me descargaba del cansancio de la barra con caricias que parecían zarpazos y zarpazos que parecían caricias. Llegaba pasadas las once, se tomaba unos whiskys sin mirarme siquiera mientras derrochaba imaginación ante el primero, la primera más bien, que se sentaba a su lado. A la una de la madrugada, levantaba la cabeza como si hubiera recordado algo importante, me guiñaba el ojo y dejaba plantado a su estupefacto interlocutor mientras enfilaba hacia la habitación donde nos esperaban unas sábanas de raso moradas que él mismo había traído.

   Corrían sobre él tantos rumores como días tiene un año bisiesto. Se decía que había pertenecido a una banda dedicada a traficar con hachís. Que el cabecilla de la banda se la tenía jurada por haberse quedado con parte del botín de un importante golpe. Que había formado su propia banda. Que no, que sólo era un pistolero a sueldo... Nadie sabía cuánto había de verdad en tales rumores. Lo único cierto era que había veces que derrochaba grandes sumas de dinero en invitar a beber a todo el club mientras otras sólo tenía para pagar a duras penas nuestras horas de amor.

   A mí no me contaba nada de sí mismo. Sólo me hablaba de Caín, su gemelo. Me mostraba fotografías en las que aparecía un hombre que podía ser el propio Abel si no fuera por su cabello bien cortado, su traje de Armani y sus relucientes zapatos Givenchy.

   —¡Sois iguales! —le decía yo llena de asombro— ¿No serás tú disfrazado?

   Él me respondía con una de sus carcajadas que hacían temblar las paredes de la habitación de tan ruidosas.

  —En realidad, no somos iguales. ¿Has oído hablar de la marca de Caín? 

  Yo negaba con la cabeza sin atreverme a hablar por no interrumpir la historia que Abel estaba a punto de contar.

  —Cuando Caín asesinó a Abel, Yavhé lo maldijo: “Errante y extranjero serás en la tierra” —decía modulando la voz como si fuera el mismo Yavhé—. El bueno de Caín le contestó: “Grande es mi castigo. Cualquiera que me hallare querrá matarme”. Pero el Señor le respondió: “Si alguien osa matarte será vengado siete veces”. Y marcó a Caín, para que sirviera de advertencia a los osados.

  —¿Y qué tiene que ver esa marca contigo?

  —Mi hermano Caín también está marcado. Pero no por Yavhé sino por mí. De niño le dejé mi señal arañándole detrás de la oreja izquierda. Así que no somos iguales. Él lleva la marca de Caín, una señal como una media luna, roja como tus deliciosos labios. 

  Y volvía a reírse con esas carcajadas contagiosas que me embrujaban.

  —Y tanto hablarme de tu hermano, ¿no será porque en el fondo le tienes envidia?

  —¿Envidia?, ¿yo?, ¿de Caín? ¿No conoces la historia? Era Caín el que envidiaba a Abel. Por eso lo mató. Mi hermano Caín quisiera ser yo porque soy más guapo, más simpático y siempre me llevo a la chica. Mataría por ello, te lo aseguro.

  —Ya, ya.

  Y volvíamos a nuestros juegos amatorios entre risas.

  Los lunes Miss Lilith me daba la noche libre. Esos días, despojada de mis escasos trajes de lentejuelas, me gustaba pasear por la ciudad y confundirme entre la gente corriente que no tenía que venderse por unos cuantos euros. Apagaba mi móvil unas horas y dejaba que mis pies vagasen sin rumbo por las calles más concurridas. En uno de estos paseos estuve a punto de ser atropellada. Fue al cruzar una calle. Un Mercedes Cabrio venía a gran velocidad. Pero yo no lo vi, distraída en contemplar una familia que iban delante de mí. Sólo oí el chirrido seco cuando el descapotable plateado frenó en seco a dos metros escasos de mí. 

  Sin tiempo para recuperarme del susto, mis ojos se clavaron en unos ojos en los que se desbordaba el deseo. Sólo fueron unos segundos, lo justo para hacer que todo mi cuerpo se derritiera. Luego arrancó el coche forzando el motor y se marchó por una calle lateral a la misma velocidad que había venido. 

  Esa fue la primera vez que vi a Caín.

  No sé por qué callé mi encuentro con Caín. No le conté nada a Abel, pero me obsesioné tanto con aquellos ojos llenos de deseo que empecé a darle la tabarra para que me presentara a su hermano.

  Debió de pagarle un buen puñado de euros a Miss Lilith para que me dejara pasar toda la noche de un sábado con él. Me llevó a cenar a un pequeño restaurante a las afueras de la ciudad donde se había citado con Caín. Cuando llegamos nos estaba esperando en la barra del bar. Desplegó toda la cortesía de un anfitrión y me ayudó a quitarme la estola de visón falso que me había regalado Abel. Una mirada bastó para darme cuenta de que me había reconocido. Sus ojos de acero recorrieron mi cuerpo como sabios dedos haciéndome estremecer. Pero la presencia de Abel cortó de golpe el nacimiento del deseo.

  Durante la cena, asistí a un duelo soterrado por ver quién era el mejor, quién se llevaba a la chica. Me deleitaban con las típicas anécdotas de gemelos, pero, tras la desenfadada conversación, discurría una feroz rivalidad y viejas rencillas no resueltas. Se lanzaban pullas cada vez más ofensivas y yo, confieso, me sentía halagada por creerme, ingenua de mí, el objeto del deseo. Alentaba la disputa y encendía los celos de uno y otro repartiendo por doquier guiños y palabras maliciosas sin percatarme que yo no importaba en la pugna: lo importante era vencer hasta destruir al contrario. 

  A los postres, cuando estábamos ya borrachos, yo de champán, ellos de sus lances, Caín propuso echar a suertes quién pasaría la noche conmigo. Lanzó una moneda al aire y, cuando salió vencedor, supe que su victoria era ver derrotado a Abel: yo no era más que un simple medio para lograrlo.

  Tras esa noche, mi vida se convirtió en un infierno. En mis encuentros con Abel ya no había dicha para ninguno. Nuestras noches estaban contaminadas con la presencia invisible de Caín. Abel ya no veía en mí a la chica que le gustaba sino alguien que podía medir y establecer la medida de cada uno. No eran celos. O, al menos, no sólo. Era la rivalidad entre ellos que se convertía en ataques de agresividad contra mí, preguntas sobre aquella noche y gritos de orgullo herido. Pero no podía negarme a verle, pese a temer más que nada esos encuentros, porque pagaba con generosidad esas tres horas en mi cama. 

  Y, de pronto, desapareció. Durante días, viví entre el alivio y la decepción. Temiendo su regreso, anhelando sus caricias. Pendiente de la puerta de “El Edén”. Un hilo de sudor me recorría la columna si entraba un cliente, que se convertía en temblor cuando veía que no era él. Así permanecí consumida en la ansiedad hasta que una madrugada lo encontré esperándome en la puerta de mi apartamento. 

  —He matado a mi hermano.

  Fue lo único que me dijo. 

  Sin darme tiempo a recuperarme, me empujó al interior del apartamento. Tenía espuma en los labios y los ojos se le salían de las órbitas. Me aterrorizó su semblante enajenado. Quise huir pero me cogió en sus brazos. Aferrado a mí, me cubrió de besos. Lloró y gritó.

  —¡Caín! ¡Caín!

  Con frases incoherentes me repetía una y otra vez que había matado a su hermano. Poco antes de que apuntase el alba, me pidió que huyera con él. Yo más enajenada que él, metí cuatro cosas en una bolsa y subí en la Harley hacia un futuro incierto. 

  No sé cuánto tiempo estuvimos huyendo de nuestro destino. Dormíamos durante el día en los campos templados por el sol de octubre y cuando oscurecía, emprendíamos una carrera loca por carreteras solitarias. Malcomíamos en sucios tugurios entre gente que sabíamos que podíamos fiarnos porque también tenía mucho que ocultar. 

 Alguna vez me hacía el amor con la misma furia con la que pisaba el acelerador de la Harley. Cada vez más taciturno, más colérico. Pronto me di cuenta de que me había convertido en una carga para él. No sólo sabía que había matado a su hermano sino que había perdido el atractivo que antaño encontraba en mí. No se atrevía a abandonarme no fuera a denunciarlo. Tampoco se molestaba a disimular su odio más y más implacable. 

 Un día me hizo el amor en un descampado. El amanecer asomaba tímidamente por el horizonte mientras yo rogaba al cielo para que terminase pronto. El sol paseaba sus dedos por la explanada haciendo renacer con su suave toque la desolación de ortigas y florecillas silvestres que nos rodeaba. Un rayo se columpió en su rostro malhumorado. Y entonces la vi. Detrás de la oreja izquierda: La marca de Caín.

  Mis miembros se paralizaron mientras los labios de Caín recorrían mi cuerpo. Un solo pensamiento me taladraba la mente: ¡Tengo que huir! Sabía que acabaría matándome. 

  Esperé que se durmiera y luego permanecí horas sin atreverme a moverme mientras urdía un plan. Pensé en matarlo antes de que me matase él a mí, pero tenía miedo de fallar y despertar su cólera. El día iba creciendo en tanto el sol ascendía a lo alto del cielo. Al mediodía, cuando Caín estaba en lo más profundo del sueño, me deslicé entre sus brazos. Sólo cogí mis zapatos de suela desgastada. Sin atreverme a volver la vista atrás, tomé la carretera que llevaba a una ciudad.

  Llevo tres año huyendo. Escondiéndome en lugares cada vez más oscuros y, hasta el momento, no me ha encontrado. A veces me engaño y creo que me he librado de Caín, que se ha cansado de buscarme. Pero sé que no es cierto. Vivo de vender mi cuerpo en locales más y más sórdidos. Estoy unos días, unas semanas, unos meses, y luego me voy.

 A veces, me despierto en brazos de un extraño y, al alzar la vista, aterrorizada mientras, creo ver detrás de una oreja una media luna, roja como mis labios: “La marca de Caín”.





*Este relato quedó entre los 25 finalista del I Concurso de relatos Yarning


**Imagen: Caín mata a Abel. Anónimo del siglo XII. Catedral de Monreale. Sicilia




miércoles, 15 de febrero de 2017

La fiesta de las candelas







   El fin de la guerra trajo la desgracia a Gretel. El día que se firmó el armisticio, llegó un mensajero portando la noticia de la muerte de su hijo en el campo de batalla; su nuera falleció semanas después al dar a luz a Rupert; años de pertinaz sequía agostaron las tierras que su esposo le dejó al morir y hubo de vender lo poco que le quedaba para saciar el hambre voraz de acreedores sin escrúpulos.

  Estrenó, pues, ancianidad pidiendo limosna. Ella, que había sido siempre orgullosa, apelaba a la compasión de sus vecinos para que a su nieto no le faltase un mendrugo de pan. Por las noches, algún alma caritativa les daba cobijo: Un pajar era para ellos tan fabuloso como el palacio de un príncipe.

  Pero un edicto del rey prohibiendo la mendicidad les arrebató la pizca de dicha que aún les quedaba y hubieron de abandonar la aldea pues nadie se atrevía a socorrerlos y despertar la ira del monarca.

  Una noche que cargaban su desesperanza tras recorrer muchos caminos, avistaron una luz a lo lejos. Gretel se dejó arrastrar por Rupert y quedó deslumbrada con la algarabía de un campamento de zíngaros que celebraban su fiesta. El niño perdió el habla al ver la danza alrededor de la lumbre. Insumisa a toda autoridad, una gitana les tendió una vela y los invitó a unirse a sus cánticos. 

  Nunca más se supo de ellos pero, desde entonces, cada dos de febrero se iluminan unas estrellas gemelas en el firmamento que alumbran el camino de los que no tienen hogar. 






*Ejercicio elaborado en el grupo “Nosotras que escribimos” a partir de la obra Escena de noche de Pedro Pablo Rubens.

jueves, 9 de febrero de 2017

Inma la loca











  El verano que finalicé mis estudios en el colegio, sufrí el castigo de un tedioso mes de julio en casa de mis abuelos por comprarme una Vespa de segunda mano con el dinero del viaje de fin de curso. Mi padre me desterró a un pueblo que no merecía tal nombre privándome de disfrutar, como mis hermanos, de unas estupendas vacaciones en la casa que mis tíos tenían en Sevilla. Imáginense el panorama: apenas cuatro o cinco casas desperdigadas a lo largo de la costa, una iglesia, un bar, el cuartel de la guardia civil, la escuela y un colmado, como llamaban al chozo donde lo mismo se podía comprar una hogaza de pan que unas gafas para bucear. Es cierto que a unos kilómetros de allí habían construido una urbanización que en los meses de julio y agosto se llenaba de veraneantes. Pero, por alguna razón que desconozco sus habitantes no se mezclaban con la gente del pueblo salvo alguna vez en el colmado o los domingos en la iglesia. O en la playa, claro.

  Ya pueden figurarse, queridos lectores, las pocas diversiones que podía encontrar un chico de dieciocho años como yo en aquel pueblucho de mala muerte en el que solo conocía a mis abuelos y a unos cuantos vecinos tan viejos como ellos. Mi único entretenimiento era coger la bicicleta y pedalear hasta la playa, donde mataba las horas rumiando mi rabia entre chapuzón y chapuzón por estar tan lejos de Sevilla con mis hermanos y mis primos. 

   Encontré entre las cosas viejas de mi padre unas cuantas novelas de Verne y Salgari que llevaba conmigo para hacer más amenas las largas horas estivales. Pero ni las aventuras del capitán Nemo ni las del Príncipe de Malasia conseguían sacudirme del tedio que me envolvía. De vez en cuando dejaba pasear la vista por la playa. Aquí y allá veía familias que hacían del lugar que ocupaban sus toallas un territorio privado. Al principio todas me parecían idénticas: matrimonios con cuatro o cinco mocosos de corta edad que correteaban por la arena salpicando de agua salada a la gente pacífica que descansaba en su hamaca. Pero, con el paso de los días, los veraneantes fueron adquiriendo personalidad propia: los tres hermanos que recogían caracolas a la orilla del mar, la niña a la que le daban miedo las olas y se paseaba con un cubo, la madre que leía revistas de cotilleo sin hacer caso de su hijos, el señor con bigote y pelo engominado que se mojaba los pies en el mar y luego pasaba la mañana entera escuchando un transistor chillón... Y la loca.

   En un rincón apartado de la playa, extendía su toalla y la llenaba de viejos cachivaches. No podría decir si era vieja o joven. Sus ojos se plegaban en mil arrugas pero, cuando reía, su risa era la de una niña. Tenía tres vestidos iguales: uno amarillo limón, otro rosa pastel y otro color lila. Vestidos de muñeca que recogían su pecho en un canesú y luego caían sueltos hasta la rodilla donde terminaban en un volante bordeado con una puntilla. Tocaba su cabeza con un sombrero de paja del que colgaba un lazo que hacía juego con el vestido de turno. Permanecía la mañana entera contemplando a los niños que jugaban en la playa. Soltaba sonoras carcajadas cuando los oía reír y se deshacía en sollozos si los oía llorar. Todo el mundo decía que estaba loca pero hoy tengo la sospecha de que se trataba de una pobre retrasada.

   Mi abuela contaba que vivía sola en una casa a las afueras del pueblo desde que muriera su madre dos años antes. No tenía otros recursos que lo que le daban las vecinas, que, compadecidas de ella, se turnaban para llevarle comida. Con frecuencia se la veía andando sola por el pueblo pero no parecía sentirse desgraciada ni aislada. Al contrario. Su rostro solía mostrar a menudo una amplia sonrisa y en sus paseos no era raro oírla cantar las canciones que se oían entonces por la radio.

   Se llamaba Inmaculada pero para todos era Inma la loca. 

   Cada mañana me la encontraba de camino a la playa con su andar patoso o parsimonioso que a mí, joven impaciente, me desesperaba. Cruzaba de un lado a otro del sendero y, justo cuando iba a adelantarla con la bicicleta, se detenía de repente en medio del camino para cortar una flor, coger una piedra, un trozo de cristal o cualquier otra porquería del suelo que llamase su atención. Me llevé más de un rapapolvo de la gente del pueblo por recompensarla con mis gritos e improperios después de que me obligase a frenar bruscamente o a torcer el manillar para evitar atropellarla. Nadie de aquellos parajes consentía que se tratase a Inma la loca con rudeza. La pobre mujer era mimada por todos como si fuese una mascota. No la consideraban una persona igual que ellos, pero era su Inma, su loca, y ningún forastero como yo tenía derecho a hacerla daño.

   Otra cosa eran los veraneantes de la urbanización. No había que ser muy avispado para darse cuenta del miedo que les suscitaba; para ver cómo la rehuían. Ella de alguna manera también debía de intuir aquel miedo a pesar de sus escasas luces pues, cuando iba a la playa, buscaba lugares alejados de la gente que no era del pueblo.

   Inma parecía estar en todas partes. Me la encontraba allí dondequiera que fuera: en el colmado, en la iglesia, sentada en un rincón del bar mientras los viejos jugaban al dominó, con las mujeres que se sentaban al caer la tarde al fresco para coser y ver pasar las parejas de novios… Al principio, su presencia constante me fastidiaba: era verla y darme media vuelta. Doblaba una esquina tras otra para esquivarla. Pero, con el tiempo, me acostumbré a toparme con ella en mi camino como me acostumbré a ver el molino de harina, la encina partida en dos por un rayo o los chamizos donde se guardaba el heno.

  Cuando la acusaron de aquello, el pueblo entero salió en su defensa contra los veraneantes de la urbanización. Entre quienes la conocían desde niña, nadie creyó las acusaciones que vertieron contra ella. Pero yo tenía mis dudas. Cuando mi abuela decía que la loca era inofensiva, que era incapaz de hacer daño a nadie, me venía a la mente su mirada ansiosa siempre que veía algún animalillo. 

  Y es que a Inma la loca le encantaba todo lo pequeño. Tenía un talento especial para encontrar cachorrillos y animales recién nacidos que mecía en sus brazos como si fueran bebés. A menudo se colaba en los gallineros y corría tras los polluelos para luego recogerlos en el vuelo de su vestido. Su casa era el refugio de gorriones, gatitos o perros callejeros, a los que expulsaba de su paraíso tan pronto como crecían y abandonaban su apariencia de personaje de Disney.

   Ya he contado que pasaba las mañanas en la playa atenta a los juegos de los niños. Desde mi punto de observación la veía reírse mostrando sus dientes mellados y batir las palmas cuando alguno de ellos coronaba un castillo de arena o chapoteaba en el agua. Alguna vez hacía ademán de aproximarse a ellos pero siempre la recibía el gesto hostil de algún padre o de una madre que tomaba a su hijo de la mano y lo llevaba lo más lejos posible de la loca.

  El domingo que desapareció aquella niña, la playa estaba abarrotada de gente. Era un día de finales de julio, si no recuerdo mal, en el que el termómetro se había disparado hasta alcanzar temperaturas que sobrepasaban los cuarenta grados. Inma pareció asustarse cuando llegó y vio aquella multitud. Anduvo dando vueltas en busca de un claro donde arrojar sus bártulos. Después de ir y venir arriba y abajo por la playa, dejó sus cosas en un lugar apartado ya cerca de la carretera desde donde no debía de poder divisar nada de lo que ocurría más allá de unos cuantos metros. Tras un rato de estirar el cuello y girar varias veces la cabeza intentando contemplar el panorama, abandonó su toalla y se encaminó a la orilla.

   A pocos metros de donde rompían las olas, cuatro niños de entre tres y seis años construían caminos en la arena con unos cubos y unas palas de plástico. Inma la loca se sentó cerca de ellos para poder ver cómo iban surgiendo pequeñas obras de ingeniería. Su rostro reflejaba una enorme felicidad. A medida que avanzaba la mañana y aparecían nuevas construcciones de arena, la mujer se aproximaba más y más a los niños. Nadie más que yo parecía darse cuenta de aquel acercamiento y, poco antes de que el sol llegara al punto más alto del cielo, ya estaba jugando con ellos, uniéndose a sus risas, a sus charlas infantiles.

   El calor de la mañana se hacía más y más agobiante. Me era imposible concentrarme en la lectura así que, de tanto en tanto, corría hacia el mar, me zambullía en el agua y permanecía en remojo cada vez más tiempo. A la vuelta de uno de mis baños, encontré un grupo de gente arremolinada en torno a una joven que estaba llorando. Le pregunté a una señora entrada en años por lo sucedido. Había desaparecido una niña de cuatro años, dijo, una niña que había estado jugando en la arena con los otros pequeños. Aturdido por la noticia, no sabía si quedarme a consolar a la madre o salir en su búsqueda. Todavía andaba indeciso cuando vi un grupo de hombres que volvía de recorrer la playa sin haber dado con la chiquilla. La madre estaba al borde de la histeria. Miré a mi alrededor buscando a Inma la loca pero también había desaparecido.

   Juro que cuando le dije a aquel hombre que había visto a Inma la loca con los niños que jugaban en la orilla no era mi intención acusarla de nada. Juro que tan solo quería que la pobre mujer nos diera alguna pista sobre la pequeña. Pero el hombre dio la voz de alarma y, antes de que pudiera percatarme de lo sucedido, ya se había formado un enjambre de buscadores furiosos que corrían hacia la casa de la loca. 

   Vivía Inma en una casa a las afueras del pueblo con un patio repleto de trastos viejos y animales de todo pelaje y pluma. No esperaron a que les abriera la puerta después de aporrearla hasta casi echarla abajo. Unos rodearon la casa mientras que otros entraron por las ventanas bajas, que siempre permanecían abiertas.

   Los encontraron en el patio trasero sentados en el suelo. La pequeñuela tenía los morros embadurnados de una sustancia rojiza que parecía sangre. Resultó ser mermelada de fresa aunque, en un primer momento, contribuyó a aumentar el clima de terror y ansiedad que se había apoderado de aquellos hombres. Y, no obstante, la niña no parecía asustada: sus risas se oían desde la calle. Cuando llegamos estaba jugando con gatito blanco y negro que ronroneaba en su regazo. Su padre, al verla, la cogió en brazos dejando caer al animalucho mientras la madre, que venía detrás, se deshacía en llanto y abrumaba a Inma con gritos e insultos. La niña, al ver a su madre en aquel estado, rompió a llorar desconsoladamente y, contagiada por él, Inma empezó a dar tales alaridos, que creí que me iban a estallar los tímpanos. Unos hombres la rodearon y se la quisieron llevar con ellos sin que sirvieran de nada las protestas de los vecinos del pueblo, que habían llegado al oír los gritos, y tiraban del brazo de la mujer para evitar que fuera arrastrada por las calles

   Ese fue el comienzo del juicio sin juez al que se sometió a Inma la loca y en el que fue condenada sin ser oída.

  La encerraron en su casa bajo la custodia de dos mujeres de la urbanización por no fiarse de la gente del pueblo. Durante una semana, se oyeron desde la calle los gritos de la loca que no comprendía por qué no la dejaban salir. Por el pueblo corrían intensas discusiones entre quienes defendían su inocencia y los que se aferraban a su culpabilidad. ¿Quién podía asegurar que no volvería a secuestrar a un niño, que no le causaría algún daño? Hoy, casi cincuenta años después, todavía me avergüenzo cuando recuerdo las disputas que mantuve con mi abuelo a cuenta de Inma la loca. Disputas motivadas más por el gusto de discutir que por estar convencido de que la mujer constituyera un peligro para los niños, como decían los veraneantes de la urbanización. Mi abuela no participaba nunca en nuestras riñas pero cuando, nos quedábamos solos, me miraba con pena. Ella creía a Inma la loca incapaz de hacer mal alguno a un niño y protestaba enérgicamente cuando le insistía en el peligro que había corrido la pequeña en su compañía.

  Mientras unos y otros se enfrentaban en enconadas discusiones, los padres de la niña amenazaban al alcalde con denunciar al pueblo ante el gobernador si no ponía a buen recaudo a la loca. Ignoro hasta qué punto fueron ciertos los rumores que corrieron después. Se dijo que el buen hombre andaba esperando un nombramiento político en la capital y, para evitar el escándalo, había accedido a encerrar a Inma en un asilo o manicomio, que venía a ser lo mismo en aquellos años.

  El día que se la llevaron se congregaron uno y otro bando ante la puerta de su casa. Me parece que aún puedo oír los gritos y abucheos de unos y otros cuando un Seat mil quinientos negro con los asientos rojos aparcó junto a la cerca. Dos hombres con una bata blanca y una mujer de paisano se bajaron del vehículo y entraron en la casa. No sé cuánto tiempo estuvieron dentro ni lo que sucedió entretanto. Cuando se volvió a abrir la puerta, la multitud se adelantó para ver mejor la salida de la loca. Los primeros en aparecer fueron los hombres de la bata blanca. Detrás venía la mujer con Inma del brazo, que se dejaba conducir y mantenía los ojos bajos. De repente, la niña causante involuntario de su desgracia se soltó de la mano de su madre y, antes de que nadie pudiera reaccionar, salió corriendo hacia Inma. La loca, al verla, desplegó una radiante sonrisa. Se arrodilló junto a ella y dejó que la pequeña le rodease su cuello en un abrazo. Lo último que recuerdo es a la madre llevándose la niña de la mano, el coche desapareciendo por la carretera que llevaba a la ciudad, las lágrimas deslizándose por las mejillas de mi abuela y la culpa.


  Y la culpa. La culpa que, como un afilado cuchillo, atravesó mis entrañas y allí se quedó clavada para siempre.










*Imágenes: Obra de Sally Swatland.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Luz de mi vida












   Estoy a oscuras, vivo a oscuras. Prendo una vela y te vas materializando poco a poco tras la llama temblorosa. 

   Los primeros en presentarse son tus ojos almendrados. Curiosos, expectantes. Deseosos de oírme contar esas historias que inventaba para ti y ahora duermen enmudecidas en algún lugar por mí ignorado. 

  La llama danza en tus pupilas, que se mueven siguiéndome por la habitación. Mimosas, enojadas, traviesas. Me hacen reír. Bajito, para no despertar de nuevo los celos del destino por nuestra dicha.

  Es tu boca la que me tienta después con su sonrisa. Una sonrisa serena que apenas asoma a tus labios, como si escondiera un secreto que nadie más que tú conoce. 

  El contorno ovalado de tu rostro de pómulos salientes atrae mis manos, que anhelan acariciarlo. Pero, juguetona, te escabulles entre mis dedos y tus alas te elevan por encima de mí.

   De pronto, el viento golpea las contraventanas y entra furioso por las rendijas. Embiste la llama, que resiste con coraje hasta morir en la contienda. Y vuelvo a quedarme a oscuras. Entonces lo recuerdo. Tú ya no estás. Hace dos años el fulgor de tus ojos se apagó para siempre dejándome esta negrura en el alma. Hace dos años la luz de mi vida se apagó para siempre dejándome este desconsuelo en el corazón.





*Ejercicio elaborado en el grupo “Nosotras escribimos” a partir de la obra de Liu Yaming Cuaderno de retazos.