lunes, 6 de noviembre de 2017

El testamento. Segunda parte





Aquí encontraréis la historia completa:

 
 
 
 






II. Don Elías.


  Cuando me llamó aquel notario de Madrid para asistir a la apertura del testamento, creí que se trataba de un error. Conocía a don Baldomero desde hacía más de quince años pero, a pesar de la cordialidad con la que nos tratábamos, no podía decirse que hubiésemos sido amigos.

  Había sido él el que había acudido al instituto donde imparto clases de latín y griego en busca de consejo. Quería que le recomendase un buen libro de gramática latina para principiantes. Desde entonces, venía a verme al menos una vez cada tres meses con el fin de plantearme sus dudas sobre algún aspecto del idioma de Cicerón y llevarse de mi biblioteca unos cuantos libros. Pasado el tiempo llegó a sobrepasar y, con mucho, mis conocimientos de latín. Acometió con el mismo celo el estudio del griego hasta convertirse en un magnífico conversador de las dos lenguas. Sí, porque, aunque era un hombre culto, lo que de verdad le interesaba era el habla cotidiana de helenos y romanos: mucho más que desentrañar las grandes obras de la literatura clásica.

  He de decir que gracias a tales tertulias, me convertí en mejor profesor. Aunque fuí yo el que le inicié en los secretos de estas lenguas, acabé siendo fervoroso discípulo de don Baldomero.

  Ésa fue toda la relación que mantuve con el difunto. Muy agradable y gratificante, es cierto, pero que no se puede llamar amistad.

  El siete de septiembre un sol implacable me recibió en la estación de Atocha. Eran las cinco de la tarde y me sentía aturdido por el ajetreo de las calles madrileñas de camino al hostal en el que había reservado habitación. Tuve que preguntar en varias ocasiones hasta que llegué a la Cava de San Miguel, donde se encontraba mi destino.

 Aquella noche apenas me dejaron dormir el cansancio por el largo viaje y la expectación que despertaba en mí haber sido citado para la apertura del testamento de don Baldomero. Pese a no haber tratado con él tales cuestiones, nunca he sido un ingenuo y sabía que los bienes que poseía no eran escasos. Solo había que fijarse en el corte de sus trajes, la seda de sus camisas o los coches que conducía. Sus ademanes, que querían ser campechanos, dejaban ver su mucho mundo y su cultura, muy superior a la mía, que no se ha nutrido sino de los libros leídos y releídos desde mi juventud. Mi imaginación, aquella larga noche, se recreaba anticipando joyas exquisitas, obras de arte exclusivas y ediciones únicas de libros. ¿Qué me depararía el futuro de tales de riquezas? No me dormí hasta bien avanzada la madrugada y, al despuntar el día, me despertó el bullicio de la calle. Desde mi cama oía los gritos de los abastecedores que proveían de mercancías el Mercado de San Miguel. El relincho de un burro acabó por llevarse el último rastro del sueño y, aunque faltaban horas para mi cita, me vestí deprisa y salí a la calle a perderme entre el alboroto de la ciudad.

  No había vuelto a Madrid desde mis años estudiantiles y todo llamaba mi atención. Desayuné unos churros en San Ginés y me deleité con los variopintos parroquianos que comenzaban el día en la célebre chocolatería. Una gitana que llevaba dos niños de corta edad prendidos a sus faldas quiso leerme la buenaventura. Traté de deshacerme de ella, primero con mesura, con malos modos, después, pero no conseguí sino que se revolviera contra mí y me maldijera a gritos delante de toda la concurrencia, para mi vergüenza:

  —¡Te va a caer una carga tan pesada que vas a desear estar muerto!

  Salí de San Ginés huyendo de las miradas indiscretas y no poco acusadoras por turbar la paz y enfilé hasta la calle de Alcalá para tomar el Paseo del Prado.

  A pesar de lo temprano que me había levantado, llegué a mi cita con un cuarto de hora de retraso. En la notaría me pasaron a una sala donde no había más que un hombre de unos cuarenta años largos que, por su aspecto, supuse que tampoco era de Madrid. Se apoyaba a la pared como si quisiera hacerse invisible y, de cuando en cuando, miraba de soslayo los muebles de caoba.

 —¿Le han llamado para lo de la lectura del testamento de don Baldomero? —me atreví a preguntarle.

  Asintió con la cabeza y me tendió la mano.

 —Antonio Clavijo, alcalde de Santa Clara, para servirle.

 —Elías Rivero —le contesté estrechándosela—. ¿Es usted pariente del difunto?

 —No y me figuro que usted tampoco. Hasta donde yo sé, don Baldomero no tenía familia.

  Quise preguntarle si sabía por qué había sido citado pero en ese momento entró en la sala el notario. Venía con él un joven de unos dieciséis o diecisiete años ataviado a la moda del siglo XVIII, que parecía aturdido y nos dirigía miradas cargadas de recelo. El notario le indicó una silla pero el muchacho pareció dudar. El fedatario público salió de la sala y volvió en unos segundos acompañado de una mujer de edad indefinida y vestida como las aldeanas de Segovia. La mujer hizo una seña al mohíno joven como las que hacen los sordomudos cuando hablan entre ellos y se sentó junto a él.

  Nos miramos unos a otros como si quisiéramos averiguar qué parte del pastel de don Baldomero le correspondía a cada uno. El carraspeo del notario acabó de golpe con mis pensamientos. Esperó unos segundos y procedió a la lectura después de un breve pero cortés saludo. Para nuestro asombro, el testamento estaba escrito en latín. Antonio Clavijo me dirigió una mirada en la que no podía ocultar su estupor. Pero no tuve tiempo de reponerme de la sorpresa cuando me percaté del contenido del documento, mucho más asombroso que la lengua elegida para expresarlo. Estaba escrito en primera persona y en él se narraba una historia que a mí me pareció increíble. Cuando terminó la lectura del testamento, el notario comenzó de nuevo: esta vez, en castellano.

  Don Baldomero, en su testamento, se calificaba a sí mismo como el más ferviente amante del mundo clásico. Para él la mayor desgracia ocurrida en la historia había sido la corrupción del latín en un puñado de lenguas menores. Desde entonces, la inteligencia humana había sufrido un retroceso que, sostenía con palabras enérgicas, en los últimos siglos, había alcanzado cotas impensables durante el Renacimiento. Las corrientes de pensamiento del pasado y el presente siglo se alejaban más y más de la razón mesurada de los grandes filósofos griegos, como lo demostraba las doctrinas de los denominados por él intelectualoides degenerados: Kierkegaard, Marx, Freud, Nietzsche o Einstein. Todas estas maneras de pensar aberrantes, decía, venían del abandono de las lenguas clasicas y, con ellas, del orden en las ideas de los grandes como Sócrates, Platón y Aristóteles.

  Para demostrar al mundo lo certero de su tesis, había ideado un experimento. Diecisiete años atrás había adoptado un niño del hospicio de pocos meses de edad. Lo había separado de las malas influencias de nuestra época llevándolo a una casa lo suficientemente apartada para que nadie perturbase sus planes pero cercana a Santa Clara para no alejarse del mundo. Desde ese momento el niño no oyó otras lenguas que el latín y el griego. Él mismo se encargó de que así fuera. Contrató una criada sordomuda y se encargó personalmente de su educación. Su plan era mantener al muchacho alejado de la civilización hasta que alcanzase la edad de veinticinco años. Entonces, según rezaba el extraño testamento, retaría al mundo para que encontrase a un joven con una inteligencia de mayor perfección que la de su pupilo.

  Ante tanto disparate, Antonio Clavijo se puso a resoplar. Su rostro parecía una bombilla roja encendida. Hacía tantos guiños con los ojos que creí que allí mismo le iba a dar un síncope.

  —¡No puede ser! —exclamaba entre jadeo y jadeo—. ¡No puede ser! Mi amigo Baldomero era un hombre cabal. No tenía esas ideas demenciales. Le gustaba la charla amable y sencilla sobre toros o fútbol.

  Yo, que no me atrevía a decir nada, tampoco podía creer lo que estaba oyendo. ¿Se trataba de una broma de mal gusto? Si no era así, tenía que haber un error. El don Baldomero que conocía yo era un hombre razonable nada dado a aquellas estrambóticas maldades.

  El notario enarcó la ceja derecha y mandó callar a su atónitos oyentes. Después, prosiguió la lectura.

  En el testamento se establecía que, si él moría antes de concluir su obra, se debería nombrarme tutor del muchacho y yo debería comprometerme a continuar hasta que éste cumpliese veinticinco años, momento en el que, según el plan que había trazado, debería presentarlo al mundo. El notario me entregó un voluminoso manuscrito en el que se detallaba los estudios que había de seguir el joven.

 Por un instante pasó por mi memoria la maldición de la gitana. La aparté de mi pensamiento y seguí escuchando.

  A Antonio Clavijo le dejaba encomendaba la tarea de administrar sus bienes hasta que el joven alcanzase la mayoría de edad y velar para que yo no me desviase del plan trazado para el muchacho.

 En el testamento se estipulaba una cantidad anual en pesetas para cada uno si cumplíamos con la voluntad del difunto: cinco millones. Una suma que ni siquiera creí que pudiera tener ningún ser humano. Aun así, me horrorizaba la misión que me había encomendado el difunto.

  —Yo no puedo ser cómplice de esta monstruosidad —prorrumpí cuando el notario terminó su lectura—. ¡Separar a una persona de la sociedad! ¡Educarlo en unas lenguas que nadie habla! ¡Condenarlo al aislamiento y a la soledad! ¡Es una aberración que nadie en sus cabales puede concebir!

  El notario levantó la vista de la lectura y me dirigió una mirada que no supe comprender.

 —Yo no debería decir nada —me dijo tras aclararse la garganta—. Como notario, solo me corresponde dar fe de lo que se expone en el testamento. Pero le quiero recordar que este joven no ha conocido otra vida. No es que yo apruebe las ideas del difunto señor Altamira, ni mucho menos, pero no sería lo mismo que coger a un chico ya crecido y apartarlo del mundo.

  —¡Qué barbaridad! ¿No ve que con esta felonía condenamos al muchacho a la soledad? ¿Con quién va hablar? ¿Conmigo? ¿Con otro profesor de latín? ¿Y qué hay de la amistad, del amor? ¿Lo privamos del calor humano?

  El notario no contestó. Antonio Clavijo se revolvió en su asiento. Luego, preguntó:

  —¿Qué pasa si no aceptamos? ¿Qué sería del chico?

  El muchacho nos miraba asustado como si entendiera que estábamos hablando de él. Apretó la mano de la mujer, inclinó la cabeza hacia un lado y desvió los ojos hacia la ventana.

  —Se buscaría a otras personas dispuestas a cumplir con los deseos del señor Altamira —respondió el notario.

  Antonio Clavijo bajó la cabeza y se puso a jugar con un botón de su chaqueta. Yo, que no sabía a esas alturas si todo aquello no era el capricho de un mal sueño, me atreví a preguntar:

  —¿Cómo lo tenemos que hacer? Quiero decir ¿tenemos que llevarnos al chico a nuestra casa y esconderlo? ¿Irnos a vivir a la casa de don Baldomero?

  —¡Yo no tengo que cargar con el chico! —exclamó Antonio Clavijo—. ¡Es a usted al que le han encomendado su educación! Yo solo tengo que ocuparme de la administración de sus bienes.

  En ese momento recordé que el muchacho estaba en la sala y que, aunque no conocía nuestra lengua, debería sospechar que hablábamos de él. Desde una esquina de la mesa, nos miraba asustado. Si hasta aquel día no había salido de su casa, si nunca había tenido relación con nadie más que con su padre adoptivo y una criada sordomuda, si nunca había visto las maravillas de nuestra civilización, debería estar muy confuso. Le dediqué una sonrisa para darle aliento y le pregunté qué pensaba del testamento de don Baldomero.

  Cuando me oyó hablarle en latín, sus facciones se relajaron. Exhaló un suspiro y dijo:

  —Yo solo quiero cumplir la voluntad de mi padre.

  —Pero tu padre ha dispuesto para ti un plan muy duro —le dije.

  —Él siempre decía que me esperaba un futuro glorioso lleno de triunfos —me contestó con la petulancia de la juventud—. Que, en cuanto se dieran a conocer mis talentos, el mundo se rendiría a mis pies.

  No supe si reírme de la ingenua fe en su padre o compadecerlo por ella. El muchacho no tenía ni idea de lo que le esperaba.

  —¿Qué quieres hacer hoy? ¿Te gustaría comer conmigo? De joven solía frecuentar una pequeña tasca donde se comía muy bien.

   Don Antonio y el notario nos miraban sin decir palabra.

  —¿Qué le está diciendo? —preguntó el futuro administrador de los bienes de don Baldomero.

  —Le estoy preguntando si quiere comer conmigo en una tasca de la calle del Nuncio. Usted también puede venir con nosotros. Así empezaríamos a conocernos.

 —¿Y eso no sería contravenir las normas de don Baldomero? ¿No dice el testamento que lo aislemos del mundo?

  Sentí una extraña euforia por burlarme de mi antiguo amigo y exclamé:

 —¿Acaso, con su viaje a Madrid, no se ha roto ya el aislamiento? Su vida ya no será la misma nunca más.

  Cuando llegamos a la tasca, ya estaba decidido a saltarme las normas dictadas por don Baldomero y hacer las cosas a mi manera.

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