lunes, 6 de noviembre de 2017

El testamento. Primera parte





Aquí encontraréis la historia completa:

 
 
 
 










I. Don Antonio.
  En junio de mil novecientos cincuenta y tres, siendo yo alcalde de Santa Clara, siete hombres y tres mujeres, capitaneados por el veterinario, José María Pérez Ullastre, se encerraron en la ermita de San Bartolomé en protesta por el arresto de Telesforo, el pastor de cabras. Era éste un muchacho de catorce años muy apreciado en el pueblo porque, amén de cuidar del rebaño caprino, hacía un aguardiente de moras famoso en toda la comarca. En cambio don Baldomero Altamira, quien había presentado la denuncia contra el muchacho, no despertaba más simpatía que los lobos que bajaban de la colina a comerse las pocas gallinas que criaban mis paisanos.

  Según el teniente de la guardia civil, que me informó personalmente de la detención, se acusaba a Telesforo de haber robado el Mercedes del terrateniente y estrellarlo después contra la tapia de la escuela a quinientos metros de la cochera donde se guardaba el vehículo. Telesforo, al que pedí ver, pasó la noche en un calabozo negándose a declarar nada en su descargo. He de decir que el desdichado muchacho era algo corto de entendederas y no parecía comprender muy bien la razón de su encierro. Acostumbrado a que la gente del pueblo le diera cobijo las noches en las que apretaba el frío, pensaba que la benemérita le ofrecía su hospitalidad con el fin de protegerlo del relente de la madrugada. Cuando entré en el calabozo, estaba sentado en el suelo a estilo moro y degustaba un mendrugo de pan como desayuno.

  —¿Quiere un cacho, don Antonio? —me ofreció alargando la mano hacia mí mientras me miraba con sus ojos confiados.

  El cabo me trajo una banqueta que cojeaba. Telesforo soltó una sonora carcajada cuando casi doy con mis ciento cincuenta kilos en el suelo al poner mis posaderas en tan desequilibrado asiento.

  —Bueno, Telesforo —le dije cuando conseguí acomodarme—, supongo que sabrás por qué estás aquí.

  El zagal se rascó la cabeza antes de responderme.

  —El cabo García me ha invitado a pasar la noche, señor. El buen hombre me dio un plato de gachas antes de mandarme a dormir. No se lo diga, pero estaban un poco duras.

  Tuve que hacer un esfuerzo para no reírme en sus barbas de la ingenuidad del muchacho.

  —Don Baldomero, el de la casa grande, dice que le cogiste el coche y se lo estrellaste contra la tapia de la escuela. ¿Qué tienes que decir a eso, hijo?

  —Yo no lo cogí, señor. Se lo juro.

  —Pero tú estabas allí.

  —No lo cogí. Fue un forastero, señor.

  —¿Un forastero?

  —No lo cogí, señor. Fue un forastero que usaba ropas muu raras. Se lo juro, señor. Yo solo quería ayudarlo, señor. ¡Menudo choque! Le pregunté si se había hecho daño, pero me miró con los ojos muuu abiertos y salió corriendo. Era un muchacho muu raro, don Antonio. Con ropas azules y brillantes. Fui detrás de él y lo pillé en la colina. Nadie conoce como yo estas tierras. ¿A que no? Dí la vuelta por la Peña y subí la colina por detrás y lo pillé. ¡Vaya si lo pillé! Parecía un conejo asustao, señor. Me gritó unas palabras que no había quién entendiera y echó a correr otra vez como hacen las liebres perseguidas por los perdigueros de usted cuando sale de caza. Yo me cansé de jugar y volví donde el Mercedes de don Baldomero hasta que llegaron los guardias.

  No supe qué pensar. Telesforo tenía fama de mentiroso pero carecía de la suficiente inteligencia para inventar una historia tan elaborada.

  —Pero, ¿cómo que un forastero? ¿No sería alguien del pueblo? ¿O de Villafranca? ¿O de…? A lo mejor no te fijaste bien.

  —No, señor. Era un zagal que no había visto nunca. Se lo digo yo. No era de aquí, don Antonio.

  —¿Pero qué te dijo?

  —No puedo decirlo. Decía palabras que no tenían ni pies ni cabeza. Un galimatías como cuando suelta sus latines don Epifanio en misa. Que no hay quién lo entienda.

  Y soltó otra carcajada que nos contagió al teniente y a mí.

  —Bueno, hijo. Voy a hablar con don Baldomero a ver si se arregla este entuerto.

  Le di unos cuantos de los caramelos de los que que solía llevar en el bolsillo para los chicuelos y salí en busca del terrateniente.

  Don Baldomero era un hombre de unos cuarenta años, barba negra poblada, pelo crespo sin una hebra gris, barriga prominente y pies pequeños para la envergadura de su cuerpo. Me recibió en su despacho, una habitación con estanterías metálicas hasta el techo abarrotadas de legajos mugrientos y libros que habían perdido sus pastas como una serpiente que muda la piel.

  Por aquellos años, acostumbraba don Baldomero a invitarme a un habano y una copa de coñac en las tardes que seguían a alguna corrida de toros transmitida por la radio. Él era un defensor fanático de Antoñete mientras yo no me quedaba atrás en mi admiración por Luis Miguel Dominguín. Con la detención de Telesforo, había olvidado la corrida de la Beneficencia, celebrada dos días antes a mi visita. No era pues de extrañar mi asombro cuando el terrateniente me recibió con un abrazo mientras desbordaba de entusiasmo:

  —¡Qué prodigio¡ ¡Qué prodigio, Antonio! ¡Qué estocadas y vaya pases! —me decía mientras ponía en mis manos un cigarro puro—. Tu tocayo ha estado sensacional.

 Yo, que estaba preocupado con las consecuencias que pudiera tener la detención del pastor de cabras, no entendía la euforia del terrateniente.

 —Aparicio estuvo bien pero Antoñete... Antoñete estuvo sublime. Su-bli-me. ¿Qué tienes que decirme, eh?

  Le palmeé la espalda antes de bajarlo de los cielos y exponerle el asunto que me llevaba a su casa. Su rostro tomó el color del cemento viejo mientras la sonrisa se le congelaba. No aludí al forastero porque en aquel momento, la historia del cabrero me pareció absurda y, conociendo a mi adversario en asuntos taurinos, creí que airearla no serviría sino para espolear su espíritu... Su espíritu, digamos, pasional. Me limité pues a defender a Telesforo.

  —Es un bendito, Baldomero. Con unas cuantas noches en el calabozo, saldrá suficientemente escarmentado. No quieras cebarte en el muchacho, que no sabe lo que se hace.

  —¿Pero qué dices, Antonio? —exclamó más incrédulo que enfadado—. No puedes hablar en serio. ¿Qué ejemplo daríamos a los del pueblo si dejásemos impunes los delitos? Ellos no tienen nada de benditos y aprovecharían nuestra debilidad para apoderarse de todo. No te dejarían ni la camisa. Antonio, no estamos hablando del robo de unas manzanas del huerto: me ha destrozado el Mercedes.

  Dejé escapar un suspiro antes de seguir hablando.

  —El veterinario se ha encerrado con diez más en la ermita del santo y no piensan salir hasta que no liberemos al muchacho. Amenazan con una huelga de hambre.

  —¡Pues que les aproveche!

  Don Baldomero echó la cabeza hacia atrás y se bebió de un trago la copa de coñac.

 —Mira, Antonio, José María es un exaltado que solo quiere protagonismo y los otros son unos imbéciles que se creen la palabrería de ese abrebarrigas de asnos. Lo que tienes que hacer es llamar a la pareja y que los saque de allí si no es por las buenas, por las malas. ¿Qué es eso de encerrarse en la ermita? La ermita es para rezar no para alborotar al pueblo.

  Me fui de su casa con una aprensión en el pecho como si olfatease en el aire la desgracia.

  Los tres días siguientes los pasé yendo y viniendo de la ermita a la casa del terrateniente sin otro resultado que enconar las posturas de unos y otros. En una ocasión insinué a don Baldomero que el ladrón del Mercedes podía ser alguien ajeno al pueblo. Le hablé del muchacho muu raro pero con ello no conseguí otra cosa que enfadarlo.

  Era más que evidente que Dios no me había llamado por el camino de la mediación.

  Hasta el día veintiocho, me mantuve a la espera de que se calmasen los ánimos; que unos y otros entrasen en razón. Pero el paso del tiempo no servía sino para afianzar las posturas. Ese domingo me despertó Engracia, mi mujer, a las seis de la mañana con unos gritos incomprensibles.

  —¡Ay qué desgracia, Antonio! ¡Ay qué desgracia! ¡Han matado a Baldomero, han matado a Baldomero!

  Salté de la cama y corrí hasta el zaguán, donde me estaba esperando el teniente de la guardia civil casi tan alterado como Engracia. Con no poco esfuerzo logré apaciguarlo y que me contase lo sucedido.

  Don Baldomero y los amotinados habían decidido prescindir de mis servicios de mediador y se habían reunido en la cripta de la ermita con el fin de arreglar la situación. Nadie había sido capaz de contar por qué derroteros discurrió una discusión más y más enardecida. El terrateniente los amenazó con demandarlos ante la guardia civil y acusarlos de alterar el orden público. La discusión acabó en tal alboroto que alguien atacó al terrateniente por la espalda con una vara de cerezo. Don Baldomero perdió el equilibrio y, al caer, se golpeó la cabeza con un pilar. A las cinco de la mañana se encontró su cadáver en la cuneta de la carretera que conducía a la casa grande.

  En mi memoria se confunde lo ocurrido los siguientes meses con los rumores e historias que corrieron por toda nuestra piel de toro. Los amotinados se negaban a responder las preguntas del juez instructor limitándose a declararse culpables.

  —Soy el único culpable —declaraban a cada cuestión emulando el espíritu de Fuenteovejuna.

  Mientras seguía la investigación, fui acompañado del secretario del ayuntamiento a la casa de don Baldomero. Que se supiese, el terrateniente no tenía familia y había que llevar a cabo los trámites para que se abriese el testamento.

  Estuvimos revisando los documentos que se guardaban en su despacho hasta que dimos con uno en el que había apuntado el nombre y la dirección del quien custodiaba las últimas voluntades de mi difunto amigo. Jaime Perales Jiménez, notario de Madrid. Me puse en contacto con él para comunicarle el deceso de don Baldomero y el fedatario público se comprometió en hacerse cargo de los trámites necesarios para la apertura del testamento.

   Entre tanto, la guardia civil soltó a Telesforo por no considerarlo capaz de conducir el coche y el muchacho volvió a recorrer los riscos con sus cabras como si nada hubiese sucedido. 

  En cuanto a la resolución del caso, nunca llegó a saberse quién fue el autor del crimen. Acabaron llevándose a todos a Madrid acusados de urdir un plan para asesinar al terrateniente y no salieron de prisión hasta entrados los años setenta.





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