miércoles, 22 de noviembre de 2017

Un minuto antes de la medianoche






 

   El primero que se paró fue el de la cocina. Estuvo todo el día renqueando y a las cinco y diez de la tarde, se cruzó de brazos y dejó de andar.

   Mateo estaba cebando su pipa mientras se tomaba una taza de café negrísimo con unos bizcochos ya secos y duros por el paso de los días. Sus ojos cayeron sobre las manchas que salpicaban la piel de sus manos. Algunas eran del mismo color que el tabaco que rebosaba en la cazoleta. Otras le recordaban el pelaje canela de Chucho, el perro callejero que años atrás se dejaba ver a la caída de la tarde por el patio trasero en busca de los resto de la comida. Unas pocas pintas eran más claras con los bordes oscuros, como la leche derramada cuando se quedaba pegada a las paredes del puchero. Todas esas marcas formaban un mapa que señalaba los lugares que nunca conocería; aquéllos en los que Carmen soñaba cuando era joven.

   Dejó vagar sus ojos por la cocina. Las paredes habían perdido el tono vainilla y se veían grises. Por el muro frente al fogón discurría un caminito más oscuro señalando el rastro por donde en otro tiempo ascendía el delicioso humo de algún guiso. Su mirada se detuvo sobre el reloj, tan grande como la rueda del carro e igual de desvencijado: el dos que señalaba las doce se había dado la vuelta como un pajarillo que estuviera boca abajo. El viejo reloj había dejado de andar a las cinco y diez. Era esa la hora en la que sus dos hijos, cuando eran niños, volvían de la escuela. Le pareció verlos entrar por la puerta trasera, tirar al suelo las carteras, los abrigos, las bufandas y empujarse para ser los primeros en llegar a la mesa donde les esperaba la merienda. Curro se apresuraba en abalanzarse al plato de las galletas, mientras Pepe, más remilgado, mordisqueaba la esquina de una tostada. Carmen les tiraba de las orejas y los llevaba hasta el fregadero para que se lavasen las manos y la cara antes de que arremetieran contra las delicias que con tanto esmero había estado preparando.

   Mateo algunas veces llegaba un poco más tarde; cuando ya habían levantado el mantel y no quedaba otro rastro de la merienda que las migas que ensuciaban el suelo. Cada uno de sus hijos sentado en un extremo de la mesa hacía sus tareas escolares. A Mateo le encantaba el olor de las virutas de la goma de borrar que manchaban los cuadernos. Pepe siempre era el primero en percatarse de la llegada de su padre. Le daba una patada a la cartera y se arrojaba a sus brazos. Curro, que por ser un año mayor, creía que debía comportarse con mayor formalidad, esperaba a que su hermano terminase sus efusivas muestras de entusiasmo y le tendía la mano mientras esbozaba una media sonrisa. ¡Ah! ¡Cómo se cubría su rostro de rubor cuando Mateo le revolvía aquel pelo revoltoso del color de las mazorcas de maíz!

    En aquellos años Mateo todavía era un héroe para los dos muchachos. Nadie pescaba unas truchas más hermosas; ni lanzaba una piedra más lejos, ni la hacía rebotar sobre el arroyo formando círculos tan perfectos; ni sabía contar como él terroríficas historias sobre hombres que en las noches de luna llena se transformaban en fieros lobos hambrientos de sangre. Nadie como él. 

   Pero aquellos años hacía mucho tiempo que habían quedado atrás. Hacía mucho tiempo que la vorágine de la ciudad había engullido las vidas de sus hijos. Hacía mucho tiempo que Mateo había dejado de creer en la promesa de una visita que nunca llegaba.

   El reloj de la cocina fue el primero que se paró. Dejó de andar a las cinco y diez de una tarde de primavera en la que Mateo estaba cebando su pipa mientras se tomaba una taza de café negrísimo con unos bizcochos ya secos y duros por el paso de los días.

   El segundo en detenerse fue el despertador que cada mañana lo animaba a encarar un nuevo día. Había dejado de andar a las dos menos veinte de las madrugada pero Mateo no se dio cuenta de ello hasta que no lo despertó el canto de un jilguero posado en el cerezo que crecía junto a su ventana. Creyó que la noche anterior había olvidado darle cuerda, pero cuando lo hizo, las agujas del reloj se negaron a reemprender su recorrido.

   Aquel reloj fue un regalo de Carmen cuando empezó a trabajar en la fábrica de harinas. Era un reloj apresurado que cada dos días se adelantaba tres minutos. Su mujer lo dejaba correr de lunes a sábado y el domingo lo ponía en hora al volver de misa siguiendo las campanadas de la torre del ayuntamiento.

  Cuando Carmen vivía, era ella la primera en oírlo a las seis de la mañana. Mateo tenía el sueño pesado y hasta que su esposa no lo zarandeaba no oía nada.

  A Mateo le gustaba remolonear en la cama. Se daba media vuelta y se tapaba la cabeza con la sábana para retener los últimos instantes de un sueño que ya se había despedido. En cambio Carmen, se levantaba de la cama de un salto tan pronto como sonaba la campanilla del despertador como si no la hubiese interrumpido en lo mejor de su descanso. Mientras Mateo trataba de robarle un puñado de minutos al día, su mujer trajinaba en la cocina, abría las ventanas de la sala y barría el zaguán. Solo cuando el aroma de los picatostes le cosquilleaba la nariz se animaba el hombre a levantarse.

   Cuando entraba a la cocina, ya tenía sobre la mesa el humeante desayuno. Junto a su silla lo esperaban los zapatos recién lustrados y frente a la taza de café, un bocadillo de salchichón envuelto en papel de periódico para el almuerzo del mediodía. Mateo saboreaba despacio el primer picatoste. Daba pequeños mordiscos, igual de melindroso que su hijo pequeño, y, entre uno y otro bocado, se demoraba contemplando el ir y venir por la cocina de su mujer. De pronto, ella se volvía y lo azuzaba para que se diese prisa con la amenaza de quitarle el plato si no terminaba de una vez.

   Antes que las campanadas del reloj del ayuntamiento dieran las siete, Mateo se cubría la cabeza con un sombrero de ala ancha y alzaba levemente la barbilla a modo de despedida. El picaporte de la puerta de la entrada chirriaba. Pepe, que tenía el oído fino, salía corriendo del cuarto que compartía con su hermano y saltaba al cuello de su padre darle el primer abrazo del día.

   El despertador que cada mañana lo animaba a encarar un nuevo día fue el segundo en detenerse. Se paró a la una menos veinte de la madrugada pero Mateo no se dio cuenta hasta entrada la mañana, cuando lo despertó el canto de un jilguero que se había posado en la rama de un cerezo junto a su ventana. Aún entre el sueño y la vigilia, alargó la mano hacia la derecha en busca del calor del cuerpo de su esposa, pero no encontró más que el hueco vacío y las sábanas frías. Hacía dos años que Carmen no estaba con él, pero todas las mañanas le parecía que lo despertaba al posar la pequeña mano en su hombro.

   El tercer reloj que se detuvo fue el de su muñeca; un reloj con la correa de cuero cuarteada por el paso de los años. Se lo había quitado para darse un baño y lo había dejado sobre la repisa del cuarto de baño. Se le cayó al suelo cuando fue a coger la brocha de afeitar y del golpe, las agujas se pararon en las nueve y cuarto. De nada le sirvió agitarlo. Lo sacudía junto a la oreja pero no volvió a oír su parsimonioso tic tac.

   No era más que un reloj barato que su nieto Fernando le regaló quince años atrás con motivo de su cumpleaños. Nunca un presente había tenido tanto valor para Mateo. Su hijo Pepe le habló de la paciencia con la que cada semana Fernando, con tan solo ocho años, apartaba unas monedas de su paga para el reloj del abuelo, con qué cariño las contaba y recontaba. Cada mañana, de camino al colegio, se paraba ante el escaparate en el que se exhibía el reloj y aplastaba la cara en el cristal mientras imaginaba la expresión de sorpresa del abuelo en el momento en que desenvolviese el paquete. Cuando reunió la cantidad exacta, se hizo acompañar de su madre hasta la tienda y él mismo le indicó al dependiente el reloj que quería.

   Fernando había sido el primer nieto de Mateo. Cuando nació, sus padres eran aún unos niños incapaces de hacerse cargo de un bebé. Estuvieron dando tumbos con su hijo a cuesta por distintas ciudades tras trabajos más y más precarios hasta que Carmen se lo llevó a su casa. Lo que iba a ser una solución de unas semanas se prolongó meses y meses hasta que el pequeño Fernando cumplió seis años. En ese tiempo, abuelo y nieto se hicieron inseparables. Hacía poco que Mateo se había jubilado y tenía todas las horas del día para dedicárselas a su nieto. Hasta que aprendió a caminar, lo llevaba a la espalda en una mochila. El niño lo miraba todo con los ojos muy abiertos, dos canicas azules a punto de echarse a rodar. Cuando dio sus primeros pasos, empezó a seguirlo por la casa como un patito sigue a su madre. Y al crecer un poco más, lo acompañaba a pescar truchas o a recoger el correo a la plaza. Si iban al pueblo, Fernando se atiborraba de golosinas y pocas veces se libraban de la regañina de Carmen porque el niño no quería comer.

   Un día Pepe fue a buscarlo. El nieto de Mateo armó tal rabieta que la señora Pascuala, que vivía al otro lado de la calle, se presentó en la casa asustada creyendo que le había sucedido alguna desgracia. Fernando no quería abandonar a su abuelo y no se calmó hasta que su padre le prometió compararle una excavadora de juguete.

   Al principio, Fernando llamaba a su abuelo todos los días al llegar del colegio. Le hablaba de sus nuevos amigos, de las historias que se escondían entre las páginas de los cuentos, de sus rodillas salpicadas de heridas por jugar a luchar con su vecino Manolito... A Mateo se le convertía en manteca su corazón cuando su nieto le contaba lo triste que era irse a dormir sin el beso de buenas noches del abuelo.

   Con el paso de los meses, se espaciaron las llamadas. Fernando hablaba más y más distraído, con prisa para despedirse e irse a jugar. Hasta que dejó de telefonear encandilado por nuevos amores.

   El tercer reloj que se paró fue el de su muñeca. Era un reloj con la correa de cuero cuarteada por el tiempo. Se detuvo una mañana a las nueve y cuarto después de caerse al suelo cuando iba a coger la brocha para afeitarse. Se trataba de un reloj barato pero para Mateo era el objeto más preciado. Se lo regaló su nieto Fernando en un lejano cumpleaños.

   El último en detenerse fue su corazón. Tenía la maquinaria vieja, oxidada, y se cansó de funcionar. Mateo tenía cerca de noventa años y hacía tiempo que no esperaba sino que sonase la última campanada de su vida. Y una noche, un minuto antes de la medianoche, el reloj que guardaba en su pecho dejó de andar para siempre.

   Ni siquiera se percató de ello. Ocurrió mientras dormía en su lecho; mientras el sueño cubría con un velo compasivo sus esperanzas malogradas. Mateo era un anciano de casi noventa años. Vivía solo en la misma casa que compró para Carmen, su mujer, al poco tiempo de casarse. En ella nacieron sus hijos, Curro y Pepe. En ella los vio crecer, reír y llorar. En el patio trasero de la casa vio jugar a Fernando, su nieto. Cuando Mateo se jubiló solía sentarse en la cocina y, mientras degustaba una taza de café y cebaba su pipa, contemplaba a Carmen envolver las croquetas de la cena.

   Pero hacía ya mucho tiempo que sus seres queridos se habían ido. Los primeros en abandonar la casa fueron sus hijos. Partieron con la promesa de volver a menudo; pero nunca regresaron. Luego se marchó su nieto Fernando, que durante cinco años, le hizo sentirse joven y amado. La última en irse fue Carmen, que durante semanas se encaró con la muerte resistiéndose a dejarlo solo.

   En el último mes, se fueron parando los relojes de su casa. El primero en detenerse fue el de la cocina. Sus agujas dejaron de andar a las cinco y diez de una tarde en la que Mateo se estaba tomando una taza de café negrísimo y unos bizcochos duros mientras cebaba su pipa. El segundo fue el despertador que cada mañana lo animaba a encarar el día. Detuvo su caminar a la una menos veinte de la madrugada pero Mateo no se percató de ello hasta entrada la mañana cuando lo despertó el canto de un jilguero posado en un cerezo que crecía junto a su ventana. El tercero en detenerse fue el reloj de su muñeca: un viejo reloj con la correa de cuero cuarteada por el paso del tiempo que dejó de andar a las nueve y cuarto al caerse al suelo cuando iba a coger la brocha de afeitar. Se trataba de un reloj barato pero para Mateo era el objeto más valioso. Se lo regaló su nieto Fernando en un lejano cumpleaños. El último en detenerse fue su corazón. Llevaba tiempo renqueando cansado de esperar sin esperanza. Se detuvo mientras Mateo dormía, para que ningún triste pensamiento viniera a perturbarlo. Se detuvo mientras Mateo dormía, un minuto antes de la medianoche.






lunes, 6 de noviembre de 2017

El testamento









   Queridos amigos:
   El relato que os presento a continuación me ha quedado un poco largo. En esta entrada lo podéis leer de un tirón, pero, por si no aguantáis tanto, lo he dividido en tres partes. Cada una tiene su propia entrada. Pinchad y lo podréis leer a trocitos.
 
 
 
 
 
   Espero que lleguéis al final porque querrá decir que no os he aburrido demasiado.
   Muchas gracias de corazón.
   Besos,
   Ana





I. Don Antonio.




 
  En junio de mil novecientos cincuenta y tres, siendo yo alcalde de Santa Clara, siete hombres y tres mujeres, capitaneados por el veterinario, José María Pérez Ullastre, se encerraron en la ermita de San Bartolomé en protesta por el arresto de Telesforo, el pastor de cabras. Era éste un muchacho de catorce años muy apreciado en el pueblo porque, amén de cuidar del rebaño caprino, hacía un aguardiente de moras famoso en toda la comarca. En cambio don Baldomero Altamira, quien había presentado la denuncia contra el muchacho, no despertaba más simpatía que los lobos que bajaban de la colina a comerse las pocas gallinas que criaban mis paisanos.

  Según el teniente de la guardia civil, que me informó personalmente de la detención, se acusaba a Telesforo de haber robado el Mercedes del terrateniente y estrellarlo después contra la tapia de la escuela a quinientos metros de la cochera donde se guardaba el vehículo. Telesforo, al que pedí ver, pasó la noche en un calabozo negándose a declarar nada en su descargo. He de decir que el desdichado muchacho era algo corto de entendederas y no parecía comprender muy bien la razón de su encierro. Acostumbrado a que la gente del pueblo le diera cobijo las noches en las que apretaba el frío, pensaba que la benemérita le ofrecía su hospitalidad con el fin de protegerlo del relente de la madrugada. Cuando entré en el calabozo, estaba sentado en el suelo a estilo moro y degustaba un mendrugo de pan como desayuno.

  —¿Quiere un cacho, don Antonio? —me ofreció alargando la mano hacia mí mientras me miraba con sus ojos confiados.

  El cabo me trajo una banqueta que cojeaba. Telesforo soltó una sonora carcajada cuando casi doy con mis ciento cincuenta kilos en el suelo al poner mis posaderas en tan desequilibrado asiento.

  —Bueno, Telesforo —le dije cuando conseguí acomodarme—, supongo que sabrás por qué estás aquí.

  El zagal se rascó la cabeza antes de responderme.

  —El cabo García me ha invitado a pasar la noche, señor. El buen hombre me dio un plato de gachas antes de mandarme a dormir. No se lo diga, pero estaban un poco duras.

  Tuve que hacer un esfuerzo para no reírme en sus barbas de la ingenuidad del muchacho.

  —Don Baldomero, el de la casa grande, dice que le cogiste el coche y se lo estrellaste contra la tapia de la escuela. ¿Qué tienes que decir a eso, hijo?

  —Yo no lo cogí, señor. Se lo juro.

  —Pero tú estabas allí.

  —No lo cogí. Fue un forastero, señor.

  —¿Un forastero?

  —No lo cogí, señor. Fue un forastero que usaba ropas muu raras. Se lo juro, señor. Yo solo quería ayudarlo, señor. ¡Menudo choque! Le pregunté si se había hecho daño, pero me miró con los ojos muuu abiertos y salió corriendo. Era un muchacho muu raro, don Antonio. Con ropas azules y brillantes. Fui detrás de él y lo pillé en la colina. Nadie conoce como yo estas tierras. ¿A que no? Dí la vuelta por la Peña y subí la colina por detrás y lo pillé. ¡Vaya si lo pillé! Parecía un conejo asustao, señor. Me gritó unas palabras que no había quién entendiera y echó a correr otra vez como hacen las liebres perseguidas por los perdigueros de usted cuando sale de caza. Yo me cansé de jugar y volví donde el Mercedes de don Baldomero hasta que llegaron los guardias.

  No supe qué pensar. Telesforo tenía fama de mentiroso pero carecía de la suficiente inteligencia para inventar una historia tan elaborada.

  —Pero, ¿cómo que un forastero? ¿No sería alguien del pueblo? ¿O de Villafranca? ¿O de…? A lo mejor no te fijaste bien.

  —No, señor. Era un zagal que no había visto nunca. Se lo digo yo. No era de aquí, don Antonio.

  —¿Pero qué te dijo?

  —No puedo decirlo. Decía palabras que no tenían ni pies ni cabeza. Un galimatías como cuando suelta sus latines don Epifanio en misa. Que no hay quién lo entienda.

  Y soltó otra carcajada que nos contagió al teniente y a mí.

  —Bueno, hijo. Voy a hablar con don Baldomero a ver si se arregla este entuerto.

  Le di unos cuantos de los caramelos de los que que solía llevar en el bolsillo para los chicuelos y salí en busca del terrateniente.

  Don Baldomero era un hombre de unos cuarenta años, barba negra poblada, pelo crespo sin una hebra gris, barriga prominente y pies pequeños para la envergadura de su cuerpo. Me recibió en su despacho, una habitación con estanterías metálicas hasta el techo abarrotadas de legajos mugrientos y libros que habían perdido sus pastas como una serpiente que muda la piel.

  Por aquellos años, acostumbraba don Baldomero a invitarme a un habano y una copa de coñac en las tardes que seguían a alguna corrida de toros transmitida por la radio. Él era un defensor fanático de Antoñete mientras yo no me quedaba atrás en mi admiración por Luis Miguel Dominguín. Con la detención de Telesforo, había olvidado la corrida de la Beneficencia, celebrada dos días antes a mi visita. No era pues de extrañar mi asombro cuando el terrateniente me recibió con un abrazo mientras desbordaba de entusiasmo:

  —¡Qué prodigio¡ ¡Qué prodigio, Antonio! ¡Qué estocadas y vaya pases! —me decía mientras ponía en mis manos un cigarro puro—. Tu tocayo ha estado sensacional.

 Yo, que estaba preocupado con las consecuencias que pudiera tener la detención del pastor de cabras, no entendía la euforia del terrateniente.

 —Aparicio estuvo bien pero Antoñete... Antoñete estuvo sublime. Su-bli-me. ¿Qué tienes que decirme, eh?

  Le palmeé la espalda antes de bajarlo de los cielos y exponerle el asunto que me llevaba a su casa. Su rostro tomó el color del cemento viejo mientras la sonrisa se le congelaba. No aludí al forastero porque en aquel momento, la historia del cabrero me pareció absurda y, conociendo a mi adversario en asuntos taurinos, creí que airearla no serviría sino para espolear su espíritu... Su espíritu, digamos, pasional. Me limité pues a defender a Telesforo.

  —Es un bendito, Baldomero. Con unas cuantas noches en el calabozo, saldrá suficientemente escarmentado. No quieras cebarte en el muchacho, que no sabe lo que se hace.

  —¿Pero qué dices, Antonio? —exclamó más incrédulo que enfadado—. No puedes hablar en serio. ¿Qué ejemplo daríamos a los del pueblo si dejásemos impunes los delitos? Ellos no tienen nada de benditos y aprovecharían nuestra debilidad para apoderarse de todo. No te dejarían ni la camisa. Antonio, no estamos hablando del robo de unas manzanas del huerto: me ha destrozado el Mercedes.

  Dejé escapar un suspiro antes de seguir hablando.

  —El veterinario se ha encerrado con diez más en la ermita del santo y no piensan salir hasta que no liberemos al muchacho. Amenazan con una huelga de hambre.

  —¡Pues que les aproveche!

  Don Baldomero echó la cabeza hacia atrás y se bebió de un trago la copa de coñac.

 —Mira, Antonio, José María es un exaltado que solo quiere protagonismo y los otros son unos imbéciles que se creen la palabrería de ese abrebarrigas de asnos. Lo que tienes que hacer es llamar a la pareja y que los saque de allí si no es por las buenas, por las malas. ¿Qué es eso de encerrarse en la ermita? La ermita es para rezar no para alborotar al pueblo.

  Me fui de su casa con una aprensión en el pecho como si olfatease en el aire la desgracia.

  Los tres días siguientes los pasé yendo y viniendo de la ermita a la casa del terrateniente sin otro resultado que enconar las posturas de unos y otros. En una ocasión insinué a don Baldomero que el ladrón del Mercedes podía ser alguien ajeno al pueblo. Le hablé del muchacho muu raro pero con ello no conseguí otra cosa que enfadarlo.

  Era más que evidente que Dios no me había llamado por el camino de la mediación.

  Hasta el día veintiocho, me mantuve a la espera de que se calmasen los ánimos; que unos y otros entrasen en razón. Pero el paso del tiempo no servía sino para afianzar las posturas. Ese domingo me despertó Engracia, mi mujer, a las seis de la mañana con unos gritos incomprensibles.

  —¡Ay qué desgracia, Antonio! ¡Ay qué desgracia! ¡Han matado a Baldomero, han matado a Baldomero!

  Salté de la cama y corrí hasta el zaguán, donde me estaba esperando el teniente de la guardia civil casi tan alterado como Engracia. Con no poco esfuerzo logré apaciguarlo y que me contase lo sucedido.

  Don Baldomero y los amotinados habían decidido prescindir de mis servicios de mediador y se habían reunido en la cripta de la ermita con el fin de arreglar la situación. Nadie había sido capaz de contar por qué derroteros discurrió una discusión más y más enardecida. El terrateniente los amenazó con demandarlos ante la guardia civil y acusarlos de alterar el orden público. La discusión acabó en tal alboroto que alguien atacó al terrateniente por la espalda con una vara de cerezo. Don Baldomero perdió el equilibrio y, al caer, se golpeó la cabeza con un pilar. A las cinco de la mañana se encontró su cadáver en la cuneta de la carretera que conducía a la casa grande.

  En mi memoria se confunde lo ocurrido los siguientes meses con los rumores e historias que corrieron por toda nuestra piel de toro. Los amotinados se negaban a responder las preguntas del juez instructor limitándose a declararse culpables.

  —Soy el único culpable —declaraban a cada cuestión emulando el espíritu de Fuenteovejuna.

  Mientras seguía la investigación, fui acompañado del secretario del ayuntamiento a la casa de don Baldomero. Que se supiese, el terrateniente no tenía familia y había que llevar a cabo los trámites para que se abriese el testamento.

  Estuvimos revisando los documentos que se guardaban en su despacho hasta que dimos con uno en el que había apuntado el nombre y la dirección del quien custodiaba las últimas voluntades de mi difunto amigo. Jaime Perales Jiménez, notario de Madrid. Me puse en contacto con él para comunicarle el deceso de don Baldomero y el fedatario público se comprometió en hacerse cargo de los trámites necesarios para la apertura del testamento.

   Entre tanto, la guardia civil soltó a Telesforo por no considerarlo capaz de conducir el coche y el muchacho volvió a recorrer los riscos con sus cabras como si nada hubiese sucedido. 

  En cuanto a la resolución del caso, nunca llegó a saberse quién fue el autor del crimen. Acabaron llevándose a todos a Madrid acusados de urdir un plan para asesinar al terrateniente y no salieron de prisión hasta entrados los años setenta.
 
 

 






II. Don Elías.




  Cuando me llamó aquel notario de Madrid para asistir a la apertura del testamento, creí que se trataba de un error. Conocía a don Baldomero desde hacía más de quince años pero, a pesar de la cordialidad con la que nos tratábamos, no podía decirse que hubiésemos sido amigos.

  Había sido él el que había acudido al instituto donde imparto clases de latín y griego en busca de consejo. Quería que le recomendase un buen libro de gramática latina para principiantes. Desde entonces, venía a verme al menos una vez cada tres meses con el fin de plantearme sus dudas sobre algún aspecto del idioma de Cicerón y llevarse de mi biblioteca unos cuantos libros. Pasado el tiempo llegó a sobrepasar y, con mucho, mis conocimientos de latín. Acometió con el mismo celo el estudio del griego hasta convertirse en un magnífico conversador de las dos lenguas. Sí, porque, aunque era un hombre culto, lo que de verdad le interesaba era el habla cotidiana de helenos y romanos: mucho más que desentrañar las grandes obras de la literatura clásica.

  He de decir que gracias a tales tertulias, me convertí en mejor profesor. Aunque fuí yo el que le inicié en los secretos de estas lenguas, acabé siendo fervoroso discípulo de don Baldomero.

  Ésa fue toda la relación que mantuve con el difunto. Muy agradable y gratificante, es cierto, pero que no se puede llamar amistad.

  El siete de septiembre un sol implacable me recibió en la estación de Atocha. Eran las cinco de la tarde y me sentía aturdido por el ajetreo de las calles madrileñas de camino al hostal en el que había reservado habitación. Tuve que preguntar en varias ocasiones hasta que llegué a la Cava de San Miguel, donde se encontraba mi destino.

 Aquella noche apenas me dejaron dormir el cansancio por el largo viaje y la expectación que despertaba en mí haber sido citado para la apertura del testamento de don Baldomero. Pese a no haber tratado con él tales cuestiones, nunca he sido un ingenuo y sabía que los bienes que poseía no eran escasos. Solo había que fijarse en el corte de sus trajes, la seda de sus camisas o los coches que conducía. Sus ademanes, que querían ser campechanos, dejaban ver su mucho mundo y su cultura, muy superior a la mía, que no se ha nutrido sino de los libros leídos y releídos desde mi juventud. Mi imaginación, aquella larga noche, se recreaba anticipando joyas exquisitas, obras de arte exclusivas y ediciones únicas de libros. ¿Qué me depararía el futuro de tales de riquezas? No me dormí hasta bien avanzada la madrugada y, al despuntar el día, me despertó el bullicio de la calle. Desde mi cama oía los gritos de los abastecedores que proveían de mercancías el Mercado de San Miguel. El relincho de un burro acabó por llevarse el último rastro del sueño y, aunque faltaban horas para mi cita, me vestí deprisa y salí a la calle a perderme entre el alboroto de la ciudad.

  No había vuelto a Madrid desde mis años estudiantiles y todo llamaba mi atención. Desayuné unos churros en San Ginés y me deleité con los variopintos parroquianos que comenzaban el día en la célebre chocolatería. Una gitana que llevaba dos niños de corta edad prendidos a sus faldas quiso leerme la buenaventura. Traté de deshacerme de ella, primero con mesura, con malos modos, después, pero no conseguí sino que se revolviera contra mí y me maldijera a gritos delante de toda la concurrencia, para mi vergüenza:

  —¡Te va a caer una carga tan pesada que vas a desear estar muerto!

  Salí de San Ginés huyendo de las miradas indiscretas y no poco acusadoras por turbar la paz y enfilé hasta la calle de Alcalá para tomar el Paseo del Prado.

  A pesar de lo temprano que me había levantado, llegué a mi cita con un cuarto de hora de retraso. En la notaría me pasaron a una sala donde no había más que un hombre de unos cuarenta años largos que, por su aspecto, supuse que tampoco era de Madrid. Se apoyaba a la pared como si quisiera hacerse invisible y, de cuando en cuando, miraba de soslayo los muebles de caoba.

 —¿Le han llamado para lo de la lectura del testamento de don Baldomero? —me atreví a preguntarle.

  Asintió con la cabeza y me tendió la mano.

 —Antonio Clavijo, alcalde de Santa Clara, para servirle.

 —Elías Rivero —le contesté estrechándosela—. ¿Es usted pariente del difunto?

 —No y me figuro que usted tampoco. Hasta donde yo sé, don Baldomero no tenía familia.

  Quise preguntarle si sabía por qué había sido citado pero en ese momento entró en la sala el notario. Venía con él un joven de unos dieciséis o diecisiete años ataviado a la moda del siglo XVIII, que parecía aturdido y nos dirigía miradas cargadas de recelo. El notario le indicó una silla pero el muchacho pareció dudar. El fedatario público salió de la sala y volvió en unos segundos acompañado de una mujer de edad indefinida y vestida como las aldeanas de Segovia. La mujer hizo una seña al mohíno joven como las que hacen los sordomudos cuando hablan entre ellos y se sentó junto a él.

  Nos miramos unos a otros como si quisiéramos averiguar qué parte del pastel de don Baldomero le correspondía a cada uno. El carraspeo del notario acabó de golpe con mis pensamientos. Esperó unos segundos y procedió a la lectura después de un breve pero cortés saludo. Para nuestro asombro, el testamento estaba escrito en latín. Antonio Clavijo me dirigió una mirada en la que no podía ocultar su estupor. Pero no tuve tiempo de reponerme de la sorpresa cuando me percaté del contenido del documento, mucho más asombroso que la lengua elegida para expresarlo. Estaba escrito en primera persona y en él se narraba una historia que a mí me pareció increíble. Cuando terminó la lectura del testamento, el notario comenzó de nuevo: esta vez, en castellano.

  Don Baldomero, en su testamento, se calificaba a sí mismo como el más ferviente amante del mundo clásico. Para él la mayor desgracia ocurrida en la historia había sido la corrupción del latín en un puñado de lenguas menores. Desde entonces, la inteligencia humana había sufrido un retroceso que, sostenía con palabras enérgicas, en los últimos siglos, había alcanzado cotas impensables durante el Renacimiento. Las corrientes de pensamiento del pasado y el presente siglo se alejaban más y más de la razón mesurada de los grandes filósofos griegos, como lo demostraba las doctrinas de los denominados por él intelectualoides degenerados: Kierkegaard, Marx, Freud, Nietzsche o Einstein. Todas estas maneras de pensar aberrantes, decía, venían del abandono de las lenguas clasicas y, con ellas, del orden en las ideas de los grandes como Sócrates, Platón y Aristóteles.

  Para demostrar al mundo lo certero de su tesis, había ideado un experimento. Diecisiete años atrás había adoptado un niño del hospicio de pocos meses de edad. Lo había separado de las malas influencias de nuestra época llevándolo a una casa lo suficientemente apartada para que nadie perturbase sus planes pero cercana a Santa Clara para no alejarse del mundo. Desde ese momento el niño no oyó otras lenguas que el latín y el griego. Él mismo se encargó de que así fuera. Contrató una criada sordomuda y se encargó personalmente de su educación. Su plan era mantener al muchacho alejado de la civilización hasta que alcanzase la edad de veinticinco años. Entonces, según rezaba el extraño testamento, retaría al mundo para que encontrase a un joven con una inteligencia de mayor perfección que la de su pupilo.

  Ante tanto disparate, Antonio Clavijo se puso a resoplar. Su rostro parecía una bombilla roja encendida. Hacía tantos guiños con los ojos que creí que allí mismo le iba a dar un síncope.

  —¡No puede ser! —exclamaba entre jadeo y jadeo—. ¡No puede ser! Mi amigo Baldomero era un hombre cabal. No tenía esas ideas demenciales. Le gustaba la charla amable y sencilla sobre toros o fútbol.

  Yo, que no me atrevía a decir nada, tampoco podía creer lo que estaba oyendo. ¿Se trataba de una broma de mal gusto? Si no era así, tenía que haber un error. El don Baldomero que conocía yo era un hombre razonable nada dado a aquellas estrambóticas maldades.

  El notario enarcó la ceja derecha y mandó callar a su atónitos oyentes. Después, prosiguió la lectura.

  En el testamento se establecía que, si él moría antes de concluir su obra, se debería nombrarme tutor del muchacho y yo debería comprometerme a continuar hasta que éste cumpliese veinticinco años, momento en el que, según el plan que había trazado, debería presentarlo al mundo. El notario me entregó un voluminoso manuscrito en el que se detallaba los estudios que había de seguir el joven.

 Por un instante pasó por mi memoria la maldición de la gitana. La aparté de mi pensamiento y seguí escuchando.

  A Antonio Clavijo le dejaba encomendaba la tarea de administrar sus bienes hasta que el joven alcanzase la mayoría de edad y velar para que yo no me desviase del plan trazado para el muchacho.

 En el testamento se estipulaba una cantidad anual en pesetas para cada uno si cumplíamos con la voluntad del difunto: cinco millones. Una suma que ni siquiera creí que pudiera tener ningún ser humano. Aun así, me horrorizaba la misión que me había encomendado el difunto.

  —Yo no puedo ser cómplice de esta monstruosidad —prorrumpí cuando el notario terminó su lectura—. ¡Separar a una persona de la sociedad! ¡Educarlo en unas lenguas que nadie habla! ¡Condenarlo al aislamiento y a la soledad! ¡Es una aberración que nadie en sus cabales puede concebir!

  El notario levantó la vista de la lectura y me dirigió una mirada que no supe comprender.

 —Yo no debería decir nada —me dijo tras aclararse la garganta—. Como notario, solo me corresponde dar fe de lo que se expone en el testamento. Pero le quiero recordar que este joven no ha conocido otra vida. No es que yo apruebe las ideas del difunto señor Altamira, ni mucho menos, pero no sería lo mismo que coger a un chico ya crecido y apartarlo del mundo.

  —¡Qué barbaridad! ¿No ve que con esta felonía condenamos al muchacho a la soledad? ¿Con quién va hablar? ¿Conmigo? ¿Con otro profesor de latín? ¿Y qué hay de la amistad, del amor? ¿Lo privamos del calor humano?

  El notario no contestó. Antonio Clavijo se revolvió en su asiento. Luego, preguntó:

  —¿Qué pasa si no aceptamos? ¿Qué sería del chico?

  El muchacho nos miraba asustado como si entendiera que estábamos hablando de él. Apretó la mano de la mujer, inclinó la cabeza hacia un lado y desvió los ojos hacia la ventana.

  —Se buscaría a otras personas dispuestas a cumplir con los deseos del señor Altamira —respondió el notario.

  Antonio Clavijo bajó la cabeza y se puso a jugar con un botón de su chaqueta. Yo, que no sabía a esas alturas si todo aquello no era el capricho de un mal sueño, me atreví a preguntar:

  —¿Cómo lo tenemos que hacer? Quiero decir ¿tenemos que llevarnos al chico a nuestra casa y esconderlo? ¿Irnos a vivir a la casa de don Baldomero?

  —¡Yo no tengo que cargar con el chico! —exclamó Antonio Clavijo—. ¡Es a usted al que le han encomendado su educación! Yo solo tengo que ocuparme de la administración de sus bienes.

  En ese momento recordé que el muchacho estaba en la sala y que, aunque no conocía nuestra lengua, debería sospechar que hablábamos de él. Desde una esquina de la mesa, nos miraba asustado. Si hasta aquel día no había salido de su casa, si nunca había tenido relación con nadie más que con su padre adoptivo y una criada sordomuda, si nunca había visto las maravillas de nuestra civilización, debería estar muy confuso. Le dediqué una sonrisa para darle aliento y le pregunté qué pensaba del testamento de don Baldomero.

  Cuando me oyó hablarle en latín, sus facciones se relajaron. Exhaló un suspiro y dijo:

  —Yo solo quiero cumplir la voluntad de mi padre.

  —Pero tu padre ha dispuesto para ti un plan muy duro —le dije.

  —Él siempre decía que me esperaba un futuro glorioso lleno de triunfos —me contestó con la petulancia de la juventud—. Que, en cuanto se dieran a conocer mis talentos, el mundo se rendiría a mis pies.

  No supe si reírme de la ingenua fe en su padre o compadecerlo por ella. El muchacho no tenía ni idea de lo que le esperaba.

  —¿Qué quieres hacer hoy? ¿Te gustaría comer conmigo? De joven solía frecuentar una pequeña tasca donde se comía muy bien.

   Don Antonio y el notario nos miraban sin decir palabra.

  —¿Qué le está diciendo? —preguntó el futuro administrador de los bienes de don Baldomero.

  —Le estoy preguntando si quiere comer conmigo en una tasca de la calle del Nuncio. Usted también puede venir con nosotros. Así empezaríamos a conocernos.

 —¿Y eso no sería contravenir las normas de don Baldomero? ¿No dice el testamento que lo aislemos del mundo?

  Sentí una extraña euforia por burlarme de mi antiguo amigo y exclamé:

 —¿Acaso, con su viaje a Madrid, no se ha roto ya el aislamiento? Su vida ya no será la misma nunca más.

  Cuando llegamos a la tasca, ya estaba decidido a saltarme las normas dictadas por don Baldomero y hacer las cosas a mi manera.
 
 

III. Cayo.

 


  Desde muy niño, mi único deseo había sido salir al mundo. En más de una ocasión, desoyendo las advertencias de mi padre, me había escapado de su vigilancia para tomar el camino que llevaba al pueblo. Unos días antes de su muerte, le cogí el coche con la mala fortuna de que acabé estampado contra una tapia después de que el Mercedes tomase vida y dejase de obedecerme. 

  Me fascinaban los habitantes del pueblo que hablaban una lengua para mí desconocida pero que tenía la misma musicalidad que la manera de decir de mi padre. Me encantaba oírlos reír, hablar entre ellos como si no se acabaran de tomar en serio y mostrarse sin ceremonias cuando estaban juntos. Soñaba con una amistad como la de Aquiles y Patroclo, encontrar una persona con la que compartir mis pensamientos, aquellos que no me atrevía a revelar a mi padre, partir a la guerra con mi compañero, como si fuésemos aqueos, para regresar cubiertos de gloria. ¡Cuántas veces soñé que encontraba tan fiel amigo en mis escapadas al pueblo! Pero nunca me atreví a acercarme a nadie por miedo a ser rechazado. La vez que cogí el coche de mi padre me sorprendió un joven pero me sentí invadido por el pánico y salí huyendo.

  Debía de tener doce o trece años cuando le pregunté a mi padre por qué estábamos solos, qué castigo habíamos cometido para que se nos negase la consoladora compañía de un amigo. Si no me falla la memoria, fue entonces cuando me habló por primera vez de la misión que me estaba reservada. Me dijo, que, si seguía al pie de la letra todos sus mandatos, me transformaría en alguien muy superior al resto de los mortales. En mi persona se reunirían las cualidades de Ulises, Cicerón y Julio César de tal modo que, cuando al fin saliera al mundo, todos se rendirían a mis pies.

  Para un niño que no conocía de ese mundo más que lo que decían los libros que tenía a su alcance y para quien su padre tenía la verdad absoluta, aquella promesa se convertiría en el objeto de su vida. 

  Pasé encerrado en el cuarto de estudio la mayor parte del tiempo de los siguientes años. Ante mí tenía un programa que debía cumplir si no quería despertar la cólera de mi padre. No tenía más relación que con mi progenitor, que era también mi maestro, y con Sebastiana, una pobre mujer que nos hacía la comida y atendía las tareas de la casa pero que no podía ofrecerme mucha conversación porque era sordomuda. Solo al llegar la noche me permitía soñar con viajes a países lejanos, que yo imaginaba como los grabados que veía en los libros de la biblioteca.

  Mi padre solía recibir alguna visita en el gabinete pero me tenía prohibido dejarme ver siquiera de lejos. No voy a negar que alguna vez me asomé al pasillo para escuchar detrás de la puerta; mas poco o nada pude entender pues hablaban la misma lengua que los habitantes del pueblo. La mayoría de las veces el visitante era un hombre que despertaba mi curiosidad porque tenía la virtud de hacer reír a mi padre.

  Una noche mi padre, contra su costumbre, salió de casa después de cenar. Había estado todo el día muy alterado y de mal humor. Se enfadó con Sebastiana porque el guiso de lentejas estaba salado y a mí me hizo repetir una composición en griego sobre la visión del gobierno en Aristóteles. No terminó el postre. De repente lanzó la servilleta con brusquedad al centro de la mesa y salió al vestíbulo.

  —No me esperes levantado —me dijo tras volver a entrar en el comedor—. No sé a qué hora llegaré pero seguro que será muy tarde.

  —¿Algún negocio, padre?

   Pero no me respondió. Sin despedirse siquiera, se fue dando un portazo.

  A mí me tenían muy intrigado los negocios de mi padre. De vez en cuando lo llevaban lejos y pasaba dos o tres días fuera de casa. Pero, si le preguntaba, nunca me contaba sino vaguedades que me dejaban igual de ignorante.

  Aquella noche lo estuve esperando hasta muy tarde mientras dibujaba en un cuaderno ciudades inventadas por mi fantasía. Pero el tiempo pasaba y mi padre no venía. El sueño acabó venciéndome y me quedé dormido sobre el escritorio hasta que, a las nueve de la mañana, me despertó el trajín de Sebastiana por la casa. Volví al comedor a esperar a mi padre con la esperanza de tomar el desayuno juntos pero la criada me indicó por señas que no había regresado. No obstante, hasta las dos de la tarde no empecé a preocuparme por su tardanza. ¡Era tan extraño que se fuera así, sin decir cuándo volvería! Si se hubiese marchado en viaje de negocios, me lo hubiese dicho. Y, en todo caso, no lo hubiera hecho sin llevarse el coche.

  Viví semanas de angustia sin saber dónde estaba y temiendo una desgracia. Algunas veces, recordando la inquietud del último día, me torturaba tratando de recordar qué agravio podía haberle infringido para desaparecer de ese modo, sin despedirse siquiera. ¿Habría descubierto mis escapadas al pueblo? ¿Como le había destrozado el coche?

  Mi sueño se tornó ligero, atento a que el sonido del viento me anunciase su llegada. ¿Qué le retenía tanto tiempo? Nunca hasta entonces había estado fuera más de una semana.

  Estaba al borde de la desesperación cuando un día llegó a nuestra casa un desconocido. Le indicó a Sebastiana que venía de parte de mi padre y que deseaba verme. Nada más verlo supe que había sucedido una desgracia. La expresión de su rostro era tan negra como el traje que llevaba con desgana. No hablaba sino un latín rudimentario lo que no impidió que comprendiera al instante el motivo de su visita. 

  El desconocido, que se había presentado a sí mismo como Jaime Perales Jiménez, notario de mi padre, parecía comprender mi desasosiego. Trató de consolarme pero no me ahorró ningún detalle por penoso que fuera. Mi padre había muerto asesinado por un grupo de alborotadores por negarse a dejar sin castigo al muchacho que le robó y destrozó su Mercedes.

  Me es imposible describir el dolor que atravesó mi pecho cuando el notario terminó de darme la noticia. Mi querido padre había muerto por mi culpa. Yo había robado su coche desoyendo sus deseos. Por mi culpa se había acusado a un inocente y por mi culpa se habían desatado la tragedia. Rompí a llorar sin que las palabras de consuelo del notario me sirvieran de alivio.

  Azorado, el señor Perales extrajo de su portafolios un sobre abultado.

 —Tu padre me hizo prometer que te lo traería si le ocurría alguna cosa —me dijo tras entregármelo—. Voy a alojarme en el pueblo. Mañana vendré a despedirme antes de regresar a Madrid. En unas semanas volveré para llevarte conmigo y proceder a la apertura del testamento de tu padre.

 Cuando se fue abrí ansioso el sobre esperando encontrar una carta afectuosa. Me demoré contemplando la letra menuda y apretada antes de acometer la lectura. ¿Qué querría decirme mi padre desde el ultramundo? ¿Se decidiría por fin a dedicarme unas palabras de cariño? Pero una vez más, sufrí la decepción que me causaba su frialdad. En una docena de holandesas, me participaba del plan que tenía para mí. Pese a ya conocerlo, en esta ocasión me daba cuenta detallada de los pasos a seguir en los próximos años.

  Dejé caer los pliegos del papel al suelo y me abandoné a la más tormentosa de las tristezas: Ya sí que podía decir que me había quedado solo.

 Unas semanas más tarde, como me anunciara, el notario se presentó de nuevo en casa para acompañarme a Madrid a la apertura del testamento de mi padre. Sebastiana, sabiendo que se trataba de mi primer viaje, se empeñó en ir conmigo, temerosa de que aquel desconocido tramase alguna fechoría contra mi persona. De nada sirvieron mis protestas ni que le explicase que mi padre había dejado una carta en la que me pedía que confiase en el señor Perales. La buena mujer, que era analfabeta, desconfiaba de los garabatos impresos en el papel y no veía en ellos sino la mano de Satán.

  Me faltan las palabras para explicar mi asombro, mi anonadamiento, ante el mundo que me acogió al otro lado de la verja de nuestra casa. Si hasta entonces la gente del pueblo me habían fascinado, las ciudades por las que pasábamos tenían para mí un aire de irrealidad que me hacían pensar que estaba viviendo un sueño. Todo me parecía extraño. Los coches, la gente que se cruzaban en nuestro camino, el paisaje, que iba cambiando a medida que dejábamos atrás los lugares que conocía y aquella máquina monstruosa en la que me hizo subir el notario y que, supe después, que se llamaba tren. Mi corazón cabalgaba desbocado al compás de la velocidad que tomaba aquel caballo de Troya. ¿Y qué decir de mi asombro cuando arribamos en Madrid? No sabía adónde mirar tantas eran las novedades que me rodeaban: edificios elevados, coches que se cruzaban y parecían que iban a chocarse entre sí, mujeres bellísimas ataviadas de vivos colores que parecían de razas diferentes a las de mi Sebastiana. Y las luces que, como estrellas suspendidas en las ramas de unos esbeltos árboles, iluminaban las calles. ¿Cómo las llamaba el señor Perales? ¿Farolas? Al cruzar una de las calles casi se me vino encima una máquina grandiosa llamada tranvía. ¡Qué terrorífico! Y qué maravilloso también.

  El notario nos alojó en su casa. Vivía con su esposa, una mujer joven que me pareció un ángel. Tan bella como debió de ser Helena, le caía sobre los hombros el cabello del color del albaricoque madurado al sol y sus manos aleteaban cuando hablaba como alondras dispuestas a emprender el vuelo. Fue ella la primera que me dirigió aquella mirada en la que se confundía la curiosidad y el miedo; la primera que me hizo sentir como si fuera un ser extraño y de poco fiar, alguien capaz de cometer las más atroces tropelías. En los tres días que estuve en su casa, la sorprendí muchas veces mirándome de aquella manera que tanto me azoraba: de soslayo, con el terror pintado en su rostro mientras protegía a una niña muy pequeña, su hija, que se agarraba a su pierna y escondía la cabeza en su regazo. Alguna vez el señor Perales, le dirigía unas palabras en tono severo que, aunque yo no llegaba a entender por ser dichas en español, sospecho que eran de reprobación. Entonces la mujer me dedicaba una leve sonrisa como si con ella quisiera disculparse. ¡Cuánto dolor me causaba aquel rechazo silencioso! ¿Acaso era yo un monstruo? ¿Acaso un asesino? ¿Un Nerón cruel y tirano? No. Solo era un joven que lloraba la muerte de su padre; un joven sin nadie en aquel mundo tan extraño.

  En cambio, el notario tuvo siempre conmigo un trato exquisito, a pesar de sus muchas carencias en la lengua de Cicerón, que le impedían tener una conversación tranquila.

  Mi ánimo oscilaba entre la aflicción por la muerte de mi padre y el entusiasmo ante las muchas novedades que se presentaban a mis ojos y a mis oídos. Pero también he de decir que me sentía más solo que nunca y únicamente la presencia de Sebastiana me confortaba de mi aflicción.

  Al tercer día de mi llegada a Madrid, el señor Perales me llevó con él a la notaría. Me hizo pasar a una sala donde nos estaban esperando dos hombres: uno que asustaba con su barba y su pelo negrísimo y otro tan alto y delgado que parecía el poste de las farolas que alumbraban las calles de Madrid. Me sentía tan agitado que estuve a punto de dejar caer la silla en la que me senté, de modo que el señor Perales llamó a Sebastiana, supongo que para que me diese su pobre aliento.

  Mi padre había redactado sus últimas voluntades en latín, quién sabe si en consideración a mí. En ellas detallaba el plan que me tenía reservado y la forma en la que aquellos hombres habían de llevarlo a término. Al ver sus caras de espanto fui consciente por primera vez de lo difícil que sería cumplir los deseos de mi padre. Se produjo una acalorada discusión que, pese a no comprender la lengua, supe que se refería a mí. El hombre alto y delgado se detuvo de repente y pareció compadecerse de mi desolación porque, en un latín más que aceptable, se dirigió a mí. ¡Cómo agradecí sus palabras! ¡El tono amable de su voz! Me preguntó qué pensaba de lo que había dispuesto mi padre para mí y, después me invitó a comer en un mesón junto con el otro hombre, que no sabía más latín que el Aegroto, dum anima est, spes est (para un enfermo, mientras hay vida, hay esperanza) de Cicerón.

  No voy a hablar de la comida de aquel día, de la que solo recuerdo mi aturdimiento ante la confusión de lenguas, ruidos y olores extraños que me impedían pensar con claridad. Y, a pesar de ello, no podía evitar que me invadiera el entusiasmo; que todo lo que me rodease llamase mi atención.

  El hombre alto y delgado se presentó a sí mismo como Elías Rivero: don Elías. Mi padre lo había designado para que se hiciese cargo de mi educación y él había aceptado. Desde hacía más de veinte años era profesor de lenguas clásicas en un instituto de Segovia y tenía unas ideas muy firmes sobre cómo tenía que ser la enseñanza. Me dijo que me llevaría a vivir con él; que nos haríamos compañía mutuamente, pues al ser viudo y sin hijos, no tenía a nadie con quien hablar. Quise insistir en el deseo de mi padre de mantenerme aislado, pero no me respondió. Se cayó su plan, que era matricularme en el instituto después de convencer al director del mismo para que me examinase y convalidara mis estudios. Pero esto no lo supe hasta unas semanas después de mi llegada.

  Los meses de septiembre, octubre y parte de noviembre los pasé estudiando con él una serie de materias para mí desconocidas. Matemáticas, historia y literatura moderna, física, química... Todo era nuevo y fascinante, pero al mismo tiempo, me causaban una enorme desazón. La filosofía y la historia ponían en cuestión muchos de los principios que me inculcase mi padre. Los hombres, decía la Declaración Universal de Derechos Humanos, nacían libres e iguales. Si eso era así, ¿por qué mi padre decía que había unos pocos, como César y Alejandro, nacidos para imponerse a los demás? Tales dilemas me provocaban fuertes dolores de cabeza que don Elías trataba de aliviar con paseos por la ciudad. De nada me valían mis protestas cuando trataba de recordarle que mi padre no quería que me mezclase con la gente. Mi tutor me obligaba a acompañarlo a sus tertulias literarias en un café cercano a su casa y me hacía practicar el español con sus amigos, un periodista local y un librero.

  ¿Cómo describir el desasosiego que me producían tales encuentros? Me corroía la culpa por desobedecer a mi padre y tener que hablar una lengua corrompida. Aquellos hombres me hacían miles de preguntas como si quisieran diseccionar mi pobre vida. ¿Cómo no sentirse un insecto al lado de aquellos entomólogos? Y, sin embargo, el día que no salíamos me volvía loco.
 
  Pero nada comparable con mi entrada en el instituto.

  Traté de convencer a don Elías de que esperase a mi vigésimo quinto aniversario antes de matricularme en ninguna institución educativa apelando a la cláusula del testamento de mi padre, pero mi tutor, siempre dispuesto a tener en cuenta mi parecer en otros asuntos, se negaba a escucharme en este punto. Para él era imprescindible que aprendiese a vivir cuanto antes en sociedad. Me hizo someter a unos exámenes de ingreso en el instituto, que superé con éxito gracias a sus lecciones y el lunes treinta de noviembre comencé mi vida de estudiante.

  ¿Cómo describir la época más triste de mi vida? ¿Cómo encontrar la expresión más certera para narrar los sucesos del peor año de mi existencia sin que se me desgarre el alma? ¿Cómo explicar lo ocurrido, lo que me llevó a tomar una decisión con la que sabía, sé, que traicionaba los deseos de mi padre y las esperanzas de don Elías, mi maestro, mi tutor, mi segundo padre, mi hermano, mi único amigo? ¿Cómo? ¿Cómo?

  Ya en mi primer día de instituto me di cuenta de que la vida de estudiante no era para mí. Desde el principio me sentí como un extraño al que le costaba entender, si es que lo lograba, las bromas, las frases con doble sentido y los juegos a los que se entregaban con tanto alboroto mis condiscípulos. He de decir que la primera lección que aprendí fue que no bastaba, no basta, con conocer la gramática y el significado de las palabras de una lengua para comprenderla. 

  Y, sin embargo, a pesar del miedo que me causaba enfrentarme a aquellos desconocidos, nadie ha deseado tanto formar parte de un grupo como yo anhelaba ser uno más de mi clase.

  Mi, primer día, digo, fue un adelanto de lo que serían los meses siguientes. Don Elías me acompañó a la clase de matemáticas y me presentó al profesor, don Agapito, un venerable anciano de barba blanca con una apariencia bondadosa que pronto desmentiría su proceder.

  —Le presento a Cayo, un alumno excelente y una persona excepcional, como ya le expliqué ayer —le dijo mi querido don Elías.

  No sé si mediaba alguna rencilla entre mi tutor y el profesor para mí desconocida o simplemente no le gusté, lo cierto es que me pareció ver en su sonrisa cierta condescendencia y no poca ironía antes de mandarme sentar en un pupitre en el que no había nadie. Don Elías aún permaneció un rato, supongo que explicándole mis peculiares circunstancias. Desde el lugar en el que me encontraba no podía oírlos pero distinguía las caras de asombro y, me parecía a mí, de escepticismo de mi nuevo profesor. Las miradas de los jóvenes que me rodeaban no me ayudaban a tranquilizarme. Unas reflejaban simplemente curiosidad pero en otras, creía ver cierta mofa.  

  Cuando don Elías salió de la clase, el profesor se dispuso a impartir su lección sin hacer caso de mí ni del murmullo que sobrevolaba por encima de nuestras cabezas. Don Agapito hablaba muy deprisa mientras, con la misma celeridad, escribía fórmulas de trigonometría en la pizarra. A mí, neófito aún en la lengua castellana y en los misterios de las matemáticas, me costaba seguir su discurso acelerado. Se volvió de repente hacia nosotros y, apuntándome con el dedo, me preguntó:

   —A ver, usted, señor Séneca, ¿tendría la amabilidad de resolver la fórmula del encerado?

  Una carcajada de la clase coreó su ocurrencia. Tal vez, si me hubiese unido a alborozo, no me hubiera convertido en la risión de la clase pero no comprendía lo que estaba sucediendo.

  —Señor, Cayo mi nombre es, no Séneca.

  Una nueva carcajada resonó en la clase.

—Cayo, Séneca o Publio, es lo mismo. Salga al encerado y resuelva la fórmula. ¿No es usted un alumno excelente y una persona extraordinaria? —añadió engolando la voz.

  Me puse en pie sin saber muy bien qué quería de mí. No sabía que con la palabra encerado se refería a la pizarra. Miré a mi alrededor y no ví ninguna muestra de simpatía, a nadie dispuesto a ayudarme. 

—¡Vamos! ¿A qué espera? 

  Alguien me empujó por detrás y caí de bruces sobre el pupitre. Las risas y las patadas en el suelo rugían a mi alrededor ensordeciéndome.

  —¡Silencio! —gritó el profesor y apuntó a otro joven con el dedo para que llevase a término lo que yo no había sabido hacer.

  ¿Es preciso que cuente cuán abochornado me sentí cuando vi dirigirse a la pizarra al muchacho y, con una elegancia que despertó mi envidia, resolvió la enigmática fórmula de trigonometría?

  En las demás clases no tuve mejor suerte. A medida que transcurría la mañana disminuía mi capacidad para entender el idioma de mi padre. Mi lengua se negaba a responder las preguntas que me hacían los profesores, incluso aquellas tan sencillas que parecían pensadas para un niño. ¡Ay, padre! ¿Por qué me hiciste creer que mi entendimiento era superior al de mis coetáneos cuando solo era, soy, un pobre necio? ¿Me apartaste del mundo para evitarme el sufrimiento que causa el trato con los hombres o fue para convertirme en un muñeco digno de escarnio?

  Y, entre tanto, me aturdía tener tanta gente a mi alrededor. Se me hacían eternas las horas entre un descanso y otro. Solo en las clases de latín y griego encontraba solaz descanso. Ni siquiera encontraba alivio en los momentos que llamaban recreo. Un grupo de tres o cuatro muchachos me perseguía por el patio al grito de ¡Publio, prodigio de este instituto! 

  Aquella noche quise contárselo a don Elías, el único que no parecía ver en mí una cosa extraña, pero se mostraba tan feliz por haberme reintegrado al mundo de los hombres que no quise decepcionarlo.

  Me niego a recordar todos las afrentas que sufrí en los meses siguientes. De nada me sirvió el empeño que puse en mejorar mi dominio de la lengua española: siempre había alguna frase de doble sentido que se me escapaba por mi falta de entendimiento; alguna de mis torpezas que hacía que me lloviese un chaparrón de risas. Me esforcé por comprender sus costumbres, estudié sus bromas e imité su forma de actuar y de vestir. Pero nunca conseguía ser uno de ellos ni que me admitieran en sus juegos. Admiraba la despreocupación que mostraban ante todo tan lejos de las profundas cavilaciones a las que me hacían caer cualquier minucia. ¡Cómo los temía y cuánto anhelaba ser como ellos!

  Por las noches, después de una cena ligera, don Elías encendía su pipa y, mientras la saboreaba despacio, me animaba a que le relatase los acontecimientos del día. Al principio desahogaba mi corazón en esas horas tan propicias a la confidencia mas pronto descubrí que mis penas causaban enorme aflicción en mi tutor y decidí callarme. 

  Mi única defensa era aislarme, huir de las miradas y comentarios burlones de mis compañeros de estudio; cubrirme con una capa de indiferencia que no era sino un disfraz en el que esconder un miedo espantoso a ser herido. Me convertí en el “raro de la clase” hasta que, cansados de ese juego cruel y absurdo, cesaron de acosarme y me regalaron con la no menos cruel displicencia.

  He de decir que no todos participaron de este acoso. Hubo un muchacho llamado Juan que trató de ganarse mi simpatía. Pero, cuando se decidió a hacerlo, ya era demasiado tarde, me sentía tan herido que no podía fiarme de sus buenas intenciones. De manera que rechacé su mano tendida y, con ello, me negué a mí mismo la posibilidad de disfrutar de la consoladora presencia de un amigo: mi mayor anhelo desde que tengo uso de razón.

  Así he llegado a este punto de mi aún breve vida en el que se me hace insoportable seguir adelante. Pero ya no voy a sufrir más. Soy consciente de que mi decisión hubiera causado una enorme decepción en mi padre, que soñaba con un futuro de épicas dimensiones para mí. También sé que, con ella, voy a infringir a mi amado tutor un gran dolor. Mi último deseo es que algún día pueda perdonarme y comprenda que no me llevo de este mundo sino mi gratitud por el empeño que ha puesto en hacerme feliz y el afecto que me ha prodigado. Todo mi cariño para él.

  Arbitrium factum est: La decisión está tomada.

  IV. Una carta en verano.

  Segovia, 1 de julio de 1954

  Estimado don Antonio:

  Siento tener que ser el emisario de tan funesta noticia. Nuestro querido muchacho no ha podido soportar la presión de nuestro mundo y ha decidido dejarnos el día en que se cumplía el primer aniversario del asesinato de su padre. Por lo visto, no consiguió integrarse en el instituto. Era objeto de terribles burlas por parte de sus compañeros de clase. Yo no lo he sabido hasta hoy, día en que uno de mis alumnos ha venido a mi despacho a contármelo. Cayo, quién sabe si por falta de confianza o por ahorrarme disgustos, nunca me dijo nada.

  Mientras escribo esta carta, me asaltan miles de preguntas para las que no sé si alguna vez tendré respuesta. Tampoco sé si usted podrá decirme qué lleva a veinte adolescentes a ensañarse con otro simplemente porque no es cómo ellos. ¿Qué mal podía hacerles mi pobre muchacho con su hablar pedante, como ellos decían, y su ignorancia de las normas que rigen la sociedad de los jóvenes de hoy? ¿Imagina qué fue para él enfrentarse a unos energúmenos que le perseguían por el patio al grito de Publio, prodigio de nuestro instituto? ¿Que cada mañana dejaran en su pupitre un pájaro muerto? ¿Que no encontrara sino la incomprensión de sus profesores, quienes tenían, teníamos, que haberlo protegido?

  No puedo dejar de pensar en que todos fuimos culpables de su muerte. Don Baldomero por jugar con la vida de un inocente y someterlo a un experimento abominable, los chicos del instituto con su intransigencia y crueldad, sus profesores… Y yo por no haber sabido introducirlo poco a poco en nuestro mundo, por no haber visto las señales de su sufrimiento, por no haberle ofrecido consuelo y refugio a su dolor.

  Pido a Dios perdón para todos nosotros y que lo acoja entre sus brazos para que alcance la dicha que le negamos en la Tierra.

 Reciba un afectuoso saludo,

 Elías Rivero



 

El testamento. Tercera parte






Aquí encontraréis la historia completa:

 
 
 
 





III. Cayo.

  Desde muy niño, mi único deseo había sido salir al mundo. En más de una ocasión, desoyendo las advertencias de mi padre, me había escapado de su vigilancia para tomar el camino que llevaba al pueblo. Unos días antes de su muerte, le cogí el coche con la mala fortuna de que acabé estampado contra una tapia después de que el Mercedes tomase vida y dejase de obedecerme. 

  Me fascinaban los habitantes del pueblo que hablaban una lengua para mí desconocida pero que tenía la misma musicalidad que la manera de decir de mi padre. Me encantaba oírlos reír, hablar entre ellos como si no se acabaran de tomar en serio y mostrarse sin ceremonias cuando estaban juntos. Soñaba con una amistad como la de Aquiles y Patroclo, encontrar una persona con la que compartir mis pensamientos, aquellos que no me atrevía a revelar a mi padre, partir a la guerra con mi compañero, como si fuésemos aqueos, para regresar cubiertos de gloria. ¡Cuántas veces soñé que encontraba tan fiel amigo en mis escapadas al pueblo! Pero nunca me atreví a acercarme a nadie por miedo a ser rechazado. La vez que cogí el coche de mi padre me sorprendió un joven pero me sentí invadido por el pánico y salí huyendo.

  Debía de tener doce o trece años cuando le pregunté a mi padre por qué estábamos solos, qué castigo habíamos cometido para que se nos negase la consoladora compañía de un amigo. Si no me falla la memoria, fue entonces cuando me habló por primera vez de la misión que me estaba reservada. Me dijo, que, si seguía al pie de la letra todos sus mandatos, me transformaría en alguien muy superior al resto de los mortales. En mi persona se reunirían las cualidades de Ulises, Cicerón y Julio César de tal modo que, cuando al fin saliera al mundo, todos se rendirían a mis pies.

  Para un niño que no conocía de ese mundo más que lo que decían los libros que tenía a su alcance y para quien su padre tenía la verdad absoluta, aquella promesa se convertiría en el objeto de su vida. 

  Pasé encerrado en el cuarto de estudio la mayor parte del tiempo de los siguientes años. Ante mí tenía un programa que debía cumplir si no quería despertar la cólera de mi padre. No tenía más relación que con mi progenitor, que era también mi maestro, y con Sebastiana, una pobre mujer que nos hacía la comida y atendía las tareas de la casa pero que no podía ofrecerme mucha conversación porque era sordomuda. Solo al llegar la noche me permitía soñar con viajes a países lejanos, que yo imaginaba como los grabados que veía en los libros de la biblioteca.

  Mi padre solía recibir alguna visita en el gabinete pero me tenía prohibido dejarme ver siquiera de lejos. No voy a negar que alguna vez me asomé al pasillo para escuchar detrás de la puerta; mas poco o nada pude entender pues hablaban la misma lengua que los habitantes del pueblo. La mayoría de las veces el visitante era un hombre que despertaba mi curiosidad porque tenía la virtud de hacer reír a mi padre.

  Una noche mi padre, contra su costumbre, salió de casa después de cenar. Había estado todo el día muy alterado y de mal humor. Se enfadó con Sebastiana porque el guiso de lentejas estaba salado y a mí me hizo repetir una composición en griego sobre la visión del gobierno en Aristóteles. No terminó el postre. De repente lanzó la servilleta con brusquedad al centro de la mesa y salió al vestíbulo.

  —No me esperes levantado —me dijo tras volver a entrar en el comedor—. No sé a qué hora llegaré pero seguro que será muy tarde.

  —¿Algún negocio, padre?

   Pero no me respondió. Sin despedirse siquiera, se fue dando un portazo.

  A mí me tenían muy intrigado los negocios de mi padre. De vez en cuando lo llevaban lejos y pasaba dos o tres días fuera de casa. Pero, si le preguntaba, nunca me contaba sino vaguedades que me dejaban igual de ignorante.

  Aquella noche lo estuve esperando hasta muy tarde mientras dibujaba en un cuaderno ciudades inventadas por mi fantasía. Pero el tiempo pasaba y mi padre no venía. El sueño acabó venciéndome y me quedé dormido sobre el escritorio hasta que, a las nueve de la mañana, me despertó el trajín de Sebastiana por la casa. Volví al comedor a esperar a mi padre con la esperanza de tomar el desayuno juntos pero la criada me indicó por señas que no había regresado. No obstante, hasta las dos de la tarde no empecé a preocuparme por su tardanza. ¡Era tan extraño que se fuera así, sin decir cuándo volvería! Si se hubiese marchado en viaje de negocios, me lo hubiese dicho. Y, en todo caso, no lo hubiera hecho sin llevarse el coche.

  Viví semanas de angustia sin saber dónde estaba y temiendo una desgracia. Algunas veces, recordando la inquietud del último día, me torturaba tratando de recordar qué agravio podía haberle infringido para desaparecer de ese modo, sin despedirse siquiera. ¿Habría descubierto mis escapadas al pueblo? ¿Como le había destrozado el coche?

  Mi sueño se tornó ligero, atento a que el sonido del viento me anunciase su llegada. ¿Qué le retenía tanto tiempo? Nunca hasta entonces había estado fuera más de una semana.

  Estaba al borde de la desesperación cuando un día llegó a nuestra casa un desconocido. Le indicó a Sebastiana que venía de parte de mi padre y que deseaba verme. Nada más verlo supe que había sucedido una desgracia. La expresión de su rostro era tan negra como el traje que llevaba con desgana. No hablaba sino un latín rudimentario lo que no impidió que comprendiera al instante el motivo de su visita. 

  El desconocido, que se había presentado a sí mismo como Jaime Perales Jiménez, notario de mi padre, parecía comprender mi desasosiego. Trató de consolarme pero no me ahorró ningún detalle por penoso que fuera. Mi padre había muerto asesinado por un grupo de alborotadores por negarse a dejar sin castigo al muchacho que le robó y destrozó su Mercedes.

  Me es imposible describir el dolor que atravesó mi pecho cuando el notario terminó de darme la noticia. Mi querido padre había muerto por mi culpa. Yo había robado su coche desoyendo sus deseos. Por mi culpa se había acusado a un inocente y por mi culpa se habían desatado la tragedia. Rompí a llorar sin que las palabras de consuelo del notario me sirvieran de alivio.

  Azorado, el señor Perales extrajo de su portafolios un sobre abultado.

 —Tu padre me hizo prometer que te lo traería si le ocurría alguna cosa —me dijo tras entregármelo—. Voy a alojarme en el pueblo. Mañana vendré a despedirme antes de regresar a Madrid. En unas semanas volveré para llevarte conmigo y proceder a la apertura del testamento de tu padre.

 Cuando se fue abrí ansioso el sobre esperando encontrar una carta afectuosa. Me demoré contemplando la letra menuda y apretada antes de acometer la lectura. ¿Qué querría decirme mi padre desde el ultramundo? ¿Se decidiría por fin a dedicarme unas palabras de cariño? Pero una vez más, sufrí la decepción que me causaba su frialdad. En una docena de holandesas, me participaba del plan que tenía para mí. Pese a ya conocerlo, en esta ocasión me daba cuenta detallada de los pasos a seguir en los próximos años.

  Dejé caer los pliegos del papel al suelo y me abandoné a la más tormentosa de las tristezas: Ya sí que podía decir que me había quedado solo.

 Unas semanas más tarde, como me anunciara, el notario se presentó de nuevo en casa para acompañarme a Madrid a la apertura del testamento de mi padre. Sebastiana, sabiendo que se trataba de mi primer viaje, se empeñó en ir conmigo, temerosa de que aquel desconocido tramase alguna fechoría contra mi persona. De nada sirvieron mis protestas ni que le explicase que mi padre había dejado una carta en la que me pedía que confiase en el señor Perales. La buena mujer, que era analfabeta, desconfiaba de los garabatos impresos en el papel y no veía en ellos sino la mano de Satán.

  Me faltan las palabras para explicar mi asombro, mi anonadamiento, ante el mundo que me acogió al otro lado de la verja de nuestra casa. Si hasta entonces la gente del pueblo me habían fascinado, las ciudades por las que pasábamos tenían para mí un aire de irrealidad que me hacían pensar que estaba viviendo un sueño. Todo me parecía extraño. Los coches, la gente que se cruzaban en nuestro camino, el paisaje, que iba cambiando a medida que dejábamos atrás los lugares que conocía y aquella máquina monstruosa en la que me hizo subir el notario y que, supe después, que se llamaba tren. Mi corazón cabalgaba desbocado al compás de la velocidad que tomaba aquel caballo de Troya. ¿Y qué decir de mi asombro cuando arribamos en Madrid? No sabía adónde mirar tantas eran las novedades que me rodeaban: edificios elevados, coches que se cruzaban y parecían que iban a chocarse entre sí, mujeres bellísimas ataviadas de vivos colores que parecían de razas diferentes a las de mi Sebastiana. Y las luces que, como estrellas suspendidas en las ramas de unos esbeltos árboles, iluminaban las calles. ¿Cómo las llamaba el señor Perales? ¿Farolas? Al cruzar una de las calles casi se me vino encima una máquina grandiosa llamada tranvía. ¡Qué terrorífico! Y qué maravilloso también.

  El notario nos alojó en su casa. Vivía con su esposa, una mujer joven que me pareció un ángel. Tan bella como debió de ser Helena, le caía sobre los hombros el cabello del color del albaricoque madurado al sol y sus manos aleteaban cuando hablaba como alondras dispuestas a emprender el vuelo. Fue ella la primera que me dirigió aquella mirada en la que se confundía la curiosidad y el miedo; la primera que me hizo sentir como si fuera un ser extraño y de poco fiar, alguien capaz de cometer las más atroces tropelías. En los tres días que estuve en su casa, la sorprendí muchas veces mirándome de aquella manera que tanto me azoraba: de soslayo, con el terror pintado en su rostro mientras protegía a una niña muy pequeña, su hija, que se agarraba a su pierna y escondía la cabeza en su regazo. Alguna vez el señor Perales, le dirigía unas palabras en tono severo que, aunque yo no llegaba a entender por ser dichas en español, sospecho que eran de reprobación. Entonces la mujer me dedicaba una leve sonrisa como si con ella quisiera disculparse. ¡Cuánto dolor me causaba aquel rechazo silencioso! ¿Acaso era yo un monstruo? ¿Acaso un asesino? ¿Un Nerón cruel y tirano? No. Solo era un joven que lloraba la muerte de su padre; un joven sin nadie en aquel mundo tan extraño.

  En cambio, el notario tuvo siempre conmigo un trato exquisito, a pesar de sus muchas carencias en la lengua de Cicerón, que le impedían tener una conversación tranquila.

  Mi ánimo oscilaba entre la aflicción por la muerte de mi padre y el entusiasmo ante las muchas novedades que se presentaban a mis ojos y a mis oídos. Pero también he de decir que me sentía más solo que nunca y únicamente la presencia de Sebastiana me confortaba de mi aflicción.

  Al tercer día de mi llegada a Madrid, el señor Perales me llevó con él a la notaría. Me hizo pasar a una sala donde nos estaban esperando dos hombres: uno que asustaba con su barba y su pelo negrísimo y otro tan alto y delgado que parecía el poste de las farolas que alumbraban las calles de Madrid. Me sentía tan agitado que estuve a punto de dejar caer la silla en la que me senté, de modo que el señor Perales llamó a Sebastiana, supongo que para que me diese su pobre aliento.

  Mi padre había redactado sus últimas voluntades en latín, quién sabe si en consideración a mí. En ellas detallaba el plan que me tenía reservado y la forma en la que aquellos hombres habían de llevarlo a término. Al ver sus caras de espanto fui consciente por primera vez de lo difícil que sería cumplir los deseos de mi padre. Se produjo una acalorada discusión que, pese a no comprender la lengua, supe que se refería a mí. El hombre alto y delgado se detuvo de repente y pareció compadecerse de mi desolación porque, en un latín más que aceptable, se dirigió a mí. ¡Cómo agradecí sus palabras! ¡El tono amable de su voz! Me preguntó qué pensaba de lo que había dispuesto mi padre para mí y, después me invitó a comer en un mesón junto con el otro hombre, que no sabía más latín que el Aegroto, dum anima est, spes est (para un enfermo, mientras hay vida, hay esperanza) de Cicerón.

  No voy a hablar de la comida de aquel día, de la que solo recuerdo mi aturdimiento ante la confusión de lenguas, ruidos y olores extraños que me impedían pensar con claridad. Y, a pesar de ello, no podía evitar que me invadiera el entusiasmo; que todo lo que me rodease llamase mi atención.

  El hombre alto y delgado se presentó a sí mismo como Elías Rivero: don Elías. Mi padre lo había designado para que se hiciese cargo de mi educación y él había aceptado. Desde hacía más de veinte años era profesor de lenguas clásicas en un instituto de Segovia y tenía unas ideas muy firmes sobre cómo tenía que ser la enseñanza. Me dijo que me llevaría a vivir con él; que nos haríamos compañía mutuamente, pues al ser viudo y sin hijos, no tenía a nadie con quien hablar. Quise insistir en el deseo de mi padre de mantenerme aislado, pero no me respondió. Se cayó su plan, que era matricularme en el instituto después de convencer al director del mismo para que me examinase y convalidara mis estudios. Pero esto no lo supe hasta unas semanas después de mi llegada.

  Los meses de septiembre, octubre y parte de noviembre los pasé estudiando con él una serie de materias para mí desconocidas. Matemáticas, historia y literatura moderna, física, química... Todo era nuevo y fascinante, pero al mismo tiempo, me causaban una enorme desazón. La filosofía y la historia ponían en cuestión muchos de los principios que me inculcase mi padre. Los hombres, decía la Declaración Universal de Derechos Humanos, nacían libres e iguales. Si eso era así, ¿por qué mi padre decía que había unos pocos, como César y Alejandro, nacidos para imponerse a los demás? Tales dilemas me provocaban fuertes dolores de cabeza que don Elías trataba de aliviar con paseos por la ciudad. De nada me valían mis protestas cuando trataba de recordarle que mi padre no quería que me mezclase con la gente. Mi tutor me obligaba a acompañarlo a sus tertulias literarias en un café cercano a su casa y me hacía practicar el español con sus amigos, un periodista local y un librero.

  ¿Cómo describir el desasosiego que me producían tales encuentros? Me corroía la culpa por desobedecer a mi padre y tener que hablar una lengua corrompida. Aquellos hombres me hacían miles de preguntas como si quisieran diseccionar mi pobre vida. ¿Cómo no sentirse un insecto al lado de aquellos entomólogos? Y, sin embargo, el día que no salíamos me volvía loco.
 
  Pero nada comparable con mi entrada en el instituto.

  Traté de convencer a don Elías de que esperase a mi vigésimo quinto aniversario antes de matricularme en ninguna institución educativa apelando a la cláusula del testamento de mi padre, pero mi tutor, siempre dispuesto a tener en cuenta mi parecer en otros asuntos, se negaba a escucharme en este punto. Para él era imprescindible que aprendiese a vivir cuanto antes en sociedad. Me hizo someter a unos exámenes de ingreso en el instituto, que superé con éxito gracias a sus lecciones y el lunes treinta de noviembre comencé mi vida de estudiante.

  ¿Cómo describir la época más triste de mi vida? ¿Cómo encontrar la expresión más certera para narrar los sucesos del peor año de mi existencia sin que se me desgarre el alma? ¿Cómo explicar lo ocurrido, lo que me llevó a tomar una decisión con la que sabía, sé, que traicionaba los deseos de mi padre y las esperanzas de don Elías, mi maestro, mi tutor, mi segundo padre, mi hermano, mi único amigo? ¿Cómo? ¿Cómo?

  Ya en mi primer día de instituto me di cuenta de que la vida de estudiante no era para mí. Desde el principio me sentí como un extraño al que le costaba entender, si es que lo lograba, las bromas, las frases con doble sentido y los juegos a los que se entregaban con tanto alboroto mis condiscípulos. He de decir que la primera lección que aprendí fue que no bastaba, no basta, con conocer la gramática y el significado de las palabras de una lengua para comprenderla. 

  Y, sin embargo, a pesar del miedo que me causaba enfrentarme a aquellos desconocidos, nadie ha deseado tanto formar parte de un grupo como yo anhelaba ser uno más de mi clase.

  Mi, primer día, digo, fue un adelanto de lo que serían los meses siguientes. Don Elías me acompañó a la clase de matemáticas y me presentó al profesor, don Agapito, un venerable anciano de barba blanca con una apariencia bondadosa que pronto desmentiría su proceder.

  —Le presento a Cayo, un alumno excelente y una persona excepcional, como ya le expliqué ayer —le dijo mi querido don Elías.

  No sé si mediaba alguna rencilla entre mi tutor y el profesor para mí desconocida o simplemente no le gusté, lo cierto es que me pareció ver en su sonrisa cierta condescendencia y no poca ironía antes de mandarme sentar en un pupitre en el que no había nadie. Don Elías aún permaneció un rato, supongo que explicándole mis peculiares circunstancias. Desde el lugar en el que me encontraba no podía oírlos pero distinguía las caras de asombro y, me parecía a mí, de escepticismo de mi nuevo profesor. Las miradas de los jóvenes que me rodeaban no me ayudaban a tranquilizarme. Unas reflejaban simplemente curiosidad pero en otras, creía ver cierta mofa.  

  Cuando don Elías salió de la clase, el profesor se dispuso a impartir su lección sin hacer caso de mí ni del murmullo que sobrevolaba por encima de nuestras cabezas. Don Agapito hablaba muy deprisa mientras, con la misma celeridad, escribía fórmulas de trigonometría en la pizarra. A mí, neófito aún en la lengua castellana y en los misterios de las matemáticas, me costaba seguir su discurso acelerado. Se volvió de repente hacia nosotros y, apuntándome con el dedo, me preguntó:

   —A ver, usted, señor Séneca, ¿tendría la amabilidad de resolver la fórmula del encerado?

  Una carcajada de la clase coreó su ocurrencia. Tal vez, si me hubiese unido a alborozo, no me hubiera convertido en la risión de la clase pero no comprendía lo que estaba sucediendo.

  —Señor, Cayo mi nombre es, no Séneca.

  Una nueva carcajada resonó en la clase.

—Cayo, Séneca o Publio, es lo mismo. Salga al encerado y resuelva la fórmula. ¿No es usted un alumno excelente y una persona extraordinaria? —añadió engolando la voz.

  Me puse en pie sin saber muy bien qué quería de mí. No sabía que con la palabra encerado se refería a la pizarra. Miré a mi alrededor y no ví ninguna muestra de simpatía, a nadie dispuesto a ayudarme. 

—¡Vamos! ¿A qué espera? 

  Alguien me empujó por detrás y caí de bruces sobre el pupitre. Las risas y las patadas en el suelo rugían a mi alrededor ensordeciéndome.

  —¡Silencio! —gritó el profesor y apuntó a otro joven con el dedo para que llevase a término lo que yo no había sabido hacer.

  ¿Es preciso que cuente cuán abochornado me sentí cuando vi dirigirse a la pizarra al muchacho y, con una elegancia que despertó mi envidia, resolvió la enigmática fórmula de trigonometría?

  En las demás clases no tuve mejor suerte. A medida que transcurría la mañana disminuía mi capacidad para entender el idioma de mi padre. Mi lengua se negaba a responder las preguntas que me hacían los profesores, incluso aquellas tan sencillas que parecían pensadas para un niño. ¡Ay, padre! ¿Por qué me hiciste creer que mi entendimiento era superior al de mis coetáneos cuando solo era, soy, un pobre necio? ¿Me apartaste del mundo para evitarme el sufrimiento que causa el trato con los hombres o fue para convertirme en un muñeco digno de escarnio?

  Y, entre tanto, me aturdía tener tanta gente a mi alrededor. Se me hacían eternas las horas entre un descanso y otro. Solo en las clases de latín y griego encontraba solaz descanso. Ni siquiera encontraba alivio en los momentos que llamaban recreo. Un grupo de tres o cuatro muchachos me perseguía por el patio al grito de ¡Publio, prodigio de este instituto! 

  Aquella noche quise contárselo a don Elías, el único que no parecía ver en mí una cosa extraña, pero se mostraba tan feliz por haberme reintegrado al mundo de los hombres que no quise decepcionarlo.

  Me niego a recordar todos las afrentas que sufrí en los meses siguientes. De nada me sirvió el empeño que puse en mejorar mi dominio de la lengua española: siempre había alguna frase de doble sentido que se me escapaba por mi falta de entendimiento; alguna de mis torpezas que hacía que me lloviese un chaparrón de risas. Me esforcé por comprender sus costumbres, estudié sus bromas e imité su forma de actuar y de vestir. Pero nunca conseguía ser uno de ellos ni que me admitieran en sus juegos. Admiraba la despreocupación que mostraban ante todo tan lejos de las profundas cavilaciones a las que me hacían caer cualquier minucia. ¡Cómo los temía y cuánto anhelaba ser como ellos!

  Por las noches, después de una cena ligera, don Elías encendía su pipa y, mientras la saboreaba despacio, me animaba a que le relatase los acontecimientos del día. Al principio desahogaba mi corazón en esas horas tan propicias a la confidencia mas pronto descubrí que mis penas causaban enorme aflicción en mi tutor y decidí callarme. 

  Mi única defensa era aislarme, huir de las miradas y comentarios burlones de mis compañeros de estudio; cubrirme con una capa de indiferencia que no era sino un disfraz en el que esconder un miedo espantoso a ser herido. Me convertí en el “raro de la clase” hasta que, cansados de ese juego cruel y absurdo, cesaron de acosarme y me regalaron con la no menos cruel displicencia.

  He de decir que no todos participaron de este acoso. Hubo un muchacho llamado Juan que trató de ganarse mi simpatía. Pero, cuando se decidió a hacerlo, ya era demasiado tarde, me sentía tan herido que no podía fiarme de sus buenas intenciones. De manera que rechacé su mano tendida y, con ello, me negué a mí mismo la posibilidad de disfrutar de la consoladora presencia de un amigo: mi mayor anhelo desde que tengo uso de razón.

  Así he llegado a este punto de mi aún breve vida en el que se me hace insoportable seguir adelante. Pero ya no voy a sufrir más. Soy consciente de que mi decisión hubiera causado una enorme decepción en mi padre, que soñaba con un futuro de épicas dimensiones para mí. También sé que, con ella, voy a infringir a mi amado tutor un gran dolor. Mi último deseo es que algún día pueda perdonarme y comprenda que no me llevo de este mundo sino mi gratitud por el empeño que ha puesto en hacerme feliz y el afecto que me ha prodigado. Todo mi cariño para él.

  Arbitrium factum est: La decisión está tomada.

  IV. Una carta en verano.

  Segovia, 1 de julio de 1954

  Estimado don Antonio:

  Siento tener que ser el emisario de tan funesta noticia. Nuestro querido muchacho no ha podido soportar la presión de nuestro mundo y ha decidido dejarnos el día en que se cumplía el primer aniversario del asesinato de su padre. Por lo visto, no consiguió integrarse en el instituto. Era objeto de terribles burlas por parte de sus compañeros de clase. Yo no lo he sabido hasta hoy, día en que uno de mis alumnos ha venido a mi despacho a contármelo. Cayo, quién sabe si por falta de confianza o por ahorrarme disgustos, nunca me dijo nada.

  Mientras escribo esta carta, me asaltan miles de preguntas para las que no sé si alguna vez tendré respuesta. Tampoco sé si usted podrá decirme qué lleva a veinte adolescentes a ensañarse con otro simplemente porque no es cómo ellos. ¿Qué mal podía hacerles mi pobre muchacho con su hablar pedante, como ellos decían, y su ignorancia de las normas que rigen la sociedad de los jóvenes de hoy? ¿Imagina qué fue para él enfrentarse a unos energúmenos que le perseguían por el patio al grito de Publio, prodigio de nuestro instituto? ¿Que cada mañana dejaran en su pupitre un pájaro muerto? ¿Que no encontrara sino la incomprensión de sus profesores, quienes tenían, teníamos, que haberlo protegido?

  No puedo dejar de pensar en que todos fuimos culpables de su muerte. Don Baldomero por jugar con la vida de un inocente y someterlo a un experimento abominable, los chicos del instituto con su intransigencia y crueldad, sus profesores… Y yo por no haber sabido introducirlo poco a poco en nuestro mundo, por no haber visto las señales de su sufrimiento, por no haberle ofrecido consuelo y refugio a su dolor.

  Pido a Dios perdón para todos nosotros y que lo acoja entre sus brazos para que alcance la dicha que le negamos en la Tierra.

 Reciba un afectuoso saludo,

 Elías Rivero







El testamento. Segunda parte





Aquí encontraréis la historia completa:

 
 
 
 






II. Don Elías.


  Cuando me llamó aquel notario de Madrid para asistir a la apertura del testamento, creí que se trataba de un error. Conocía a don Baldomero desde hacía más de quince años pero, a pesar de la cordialidad con la que nos tratábamos, no podía decirse que hubiésemos sido amigos.

  Había sido él el que había acudido al instituto donde imparto clases de latín y griego en busca de consejo. Quería que le recomendase un buen libro de gramática latina para principiantes. Desde entonces, venía a verme al menos una vez cada tres meses con el fin de plantearme sus dudas sobre algún aspecto del idioma de Cicerón y llevarse de mi biblioteca unos cuantos libros. Pasado el tiempo llegó a sobrepasar y, con mucho, mis conocimientos de latín. Acometió con el mismo celo el estudio del griego hasta convertirse en un magnífico conversador de las dos lenguas. Sí, porque, aunque era un hombre culto, lo que de verdad le interesaba era el habla cotidiana de helenos y romanos: mucho más que desentrañar las grandes obras de la literatura clásica.

  He de decir que gracias a tales tertulias, me convertí en mejor profesor. Aunque fuí yo el que le inicié en los secretos de estas lenguas, acabé siendo fervoroso discípulo de don Baldomero.

  Ésa fue toda la relación que mantuve con el difunto. Muy agradable y gratificante, es cierto, pero que no se puede llamar amistad.

  El siete de septiembre un sol implacable me recibió en la estación de Atocha. Eran las cinco de la tarde y me sentía aturdido por el ajetreo de las calles madrileñas de camino al hostal en el que había reservado habitación. Tuve que preguntar en varias ocasiones hasta que llegué a la Cava de San Miguel, donde se encontraba mi destino.

 Aquella noche apenas me dejaron dormir el cansancio por el largo viaje y la expectación que despertaba en mí haber sido citado para la apertura del testamento de don Baldomero. Pese a no haber tratado con él tales cuestiones, nunca he sido un ingenuo y sabía que los bienes que poseía no eran escasos. Solo había que fijarse en el corte de sus trajes, la seda de sus camisas o los coches que conducía. Sus ademanes, que querían ser campechanos, dejaban ver su mucho mundo y su cultura, muy superior a la mía, que no se ha nutrido sino de los libros leídos y releídos desde mi juventud. Mi imaginación, aquella larga noche, se recreaba anticipando joyas exquisitas, obras de arte exclusivas y ediciones únicas de libros. ¿Qué me depararía el futuro de tales de riquezas? No me dormí hasta bien avanzada la madrugada y, al despuntar el día, me despertó el bullicio de la calle. Desde mi cama oía los gritos de los abastecedores que proveían de mercancías el Mercado de San Miguel. El relincho de un burro acabó por llevarse el último rastro del sueño y, aunque faltaban horas para mi cita, me vestí deprisa y salí a la calle a perderme entre el alboroto de la ciudad.

  No había vuelto a Madrid desde mis años estudiantiles y todo llamaba mi atención. Desayuné unos churros en San Ginés y me deleité con los variopintos parroquianos que comenzaban el día en la célebre chocolatería. Una gitana que llevaba dos niños de corta edad prendidos a sus faldas quiso leerme la buenaventura. Traté de deshacerme de ella, primero con mesura, con malos modos, después, pero no conseguí sino que se revolviera contra mí y me maldijera a gritos delante de toda la concurrencia, para mi vergüenza:

  —¡Te va a caer una carga tan pesada que vas a desear estar muerto!

  Salí de San Ginés huyendo de las miradas indiscretas y no poco acusadoras por turbar la paz y enfilé hasta la calle de Alcalá para tomar el Paseo del Prado.

  A pesar de lo temprano que me había levantado, llegué a mi cita con un cuarto de hora de retraso. En la notaría me pasaron a una sala donde no había más que un hombre de unos cuarenta años largos que, por su aspecto, supuse que tampoco era de Madrid. Se apoyaba a la pared como si quisiera hacerse invisible y, de cuando en cuando, miraba de soslayo los muebles de caoba.

 —¿Le han llamado para lo de la lectura del testamento de don Baldomero? —me atreví a preguntarle.

  Asintió con la cabeza y me tendió la mano.

 —Antonio Clavijo, alcalde de Santa Clara, para servirle.

 —Elías Rivero —le contesté estrechándosela—. ¿Es usted pariente del difunto?

 —No y me figuro que usted tampoco. Hasta donde yo sé, don Baldomero no tenía familia.

  Quise preguntarle si sabía por qué había sido citado pero en ese momento entró en la sala el notario. Venía con él un joven de unos dieciséis o diecisiete años ataviado a la moda del siglo XVIII, que parecía aturdido y nos dirigía miradas cargadas de recelo. El notario le indicó una silla pero el muchacho pareció dudar. El fedatario público salió de la sala y volvió en unos segundos acompañado de una mujer de edad indefinida y vestida como las aldeanas de Segovia. La mujer hizo una seña al mohíno joven como las que hacen los sordomudos cuando hablan entre ellos y se sentó junto a él.

  Nos miramos unos a otros como si quisiéramos averiguar qué parte del pastel de don Baldomero le correspondía a cada uno. El carraspeo del notario acabó de golpe con mis pensamientos. Esperó unos segundos y procedió a la lectura después de un breve pero cortés saludo. Para nuestro asombro, el testamento estaba escrito en latín. Antonio Clavijo me dirigió una mirada en la que no podía ocultar su estupor. Pero no tuve tiempo de reponerme de la sorpresa cuando me percaté del contenido del documento, mucho más asombroso que la lengua elegida para expresarlo. Estaba escrito en primera persona y en él se narraba una historia que a mí me pareció increíble. Cuando terminó la lectura del testamento, el notario comenzó de nuevo: esta vez, en castellano.

  Don Baldomero, en su testamento, se calificaba a sí mismo como el más ferviente amante del mundo clásico. Para él la mayor desgracia ocurrida en la historia había sido la corrupción del latín en un puñado de lenguas menores. Desde entonces, la inteligencia humana había sufrido un retroceso que, sostenía con palabras enérgicas, en los últimos siglos, había alcanzado cotas impensables durante el Renacimiento. Las corrientes de pensamiento del pasado y el presente siglo se alejaban más y más de la razón mesurada de los grandes filósofos griegos, como lo demostraba las doctrinas de los denominados por él intelectualoides degenerados: Kierkegaard, Marx, Freud, Nietzsche o Einstein. Todas estas maneras de pensar aberrantes, decía, venían del abandono de las lenguas clasicas y, con ellas, del orden en las ideas de los grandes como Sócrates, Platón y Aristóteles.

  Para demostrar al mundo lo certero de su tesis, había ideado un experimento. Diecisiete años atrás había adoptado un niño del hospicio de pocos meses de edad. Lo había separado de las malas influencias de nuestra época llevándolo a una casa lo suficientemente apartada para que nadie perturbase sus planes pero cercana a Santa Clara para no alejarse del mundo. Desde ese momento el niño no oyó otras lenguas que el latín y el griego. Él mismo se encargó de que así fuera. Contrató una criada sordomuda y se encargó personalmente de su educación. Su plan era mantener al muchacho alejado de la civilización hasta que alcanzase la edad de veinticinco años. Entonces, según rezaba el extraño testamento, retaría al mundo para que encontrase a un joven con una inteligencia de mayor perfección que la de su pupilo.

  Ante tanto disparate, Antonio Clavijo se puso a resoplar. Su rostro parecía una bombilla roja encendida. Hacía tantos guiños con los ojos que creí que allí mismo le iba a dar un síncope.

  —¡No puede ser! —exclamaba entre jadeo y jadeo—. ¡No puede ser! Mi amigo Baldomero era un hombre cabal. No tenía esas ideas demenciales. Le gustaba la charla amable y sencilla sobre toros o fútbol.

  Yo, que no me atrevía a decir nada, tampoco podía creer lo que estaba oyendo. ¿Se trataba de una broma de mal gusto? Si no era así, tenía que haber un error. El don Baldomero que conocía yo era un hombre razonable nada dado a aquellas estrambóticas maldades.

  El notario enarcó la ceja derecha y mandó callar a su atónitos oyentes. Después, prosiguió la lectura.

  En el testamento se establecía que, si él moría antes de concluir su obra, se debería nombrarme tutor del muchacho y yo debería comprometerme a continuar hasta que éste cumpliese veinticinco años, momento en el que, según el plan que había trazado, debería presentarlo al mundo. El notario me entregó un voluminoso manuscrito en el que se detallaba los estudios que había de seguir el joven.

 Por un instante pasó por mi memoria la maldición de la gitana. La aparté de mi pensamiento y seguí escuchando.

  A Antonio Clavijo le dejaba encomendaba la tarea de administrar sus bienes hasta que el joven alcanzase la mayoría de edad y velar para que yo no me desviase del plan trazado para el muchacho.

 En el testamento se estipulaba una cantidad anual en pesetas para cada uno si cumplíamos con la voluntad del difunto: cinco millones. Una suma que ni siquiera creí que pudiera tener ningún ser humano. Aun así, me horrorizaba la misión que me había encomendado el difunto.

  —Yo no puedo ser cómplice de esta monstruosidad —prorrumpí cuando el notario terminó su lectura—. ¡Separar a una persona de la sociedad! ¡Educarlo en unas lenguas que nadie habla! ¡Condenarlo al aislamiento y a la soledad! ¡Es una aberración que nadie en sus cabales puede concebir!

  El notario levantó la vista de la lectura y me dirigió una mirada que no supe comprender.

 —Yo no debería decir nada —me dijo tras aclararse la garganta—. Como notario, solo me corresponde dar fe de lo que se expone en el testamento. Pero le quiero recordar que este joven no ha conocido otra vida. No es que yo apruebe las ideas del difunto señor Altamira, ni mucho menos, pero no sería lo mismo que coger a un chico ya crecido y apartarlo del mundo.

  —¡Qué barbaridad! ¿No ve que con esta felonía condenamos al muchacho a la soledad? ¿Con quién va hablar? ¿Conmigo? ¿Con otro profesor de latín? ¿Y qué hay de la amistad, del amor? ¿Lo privamos del calor humano?

  El notario no contestó. Antonio Clavijo se revolvió en su asiento. Luego, preguntó:

  —¿Qué pasa si no aceptamos? ¿Qué sería del chico?

  El muchacho nos miraba asustado como si entendiera que estábamos hablando de él. Apretó la mano de la mujer, inclinó la cabeza hacia un lado y desvió los ojos hacia la ventana.

  —Se buscaría a otras personas dispuestas a cumplir con los deseos del señor Altamira —respondió el notario.

  Antonio Clavijo bajó la cabeza y se puso a jugar con un botón de su chaqueta. Yo, que no sabía a esas alturas si todo aquello no era el capricho de un mal sueño, me atreví a preguntar:

  —¿Cómo lo tenemos que hacer? Quiero decir ¿tenemos que llevarnos al chico a nuestra casa y esconderlo? ¿Irnos a vivir a la casa de don Baldomero?

  —¡Yo no tengo que cargar con el chico! —exclamó Antonio Clavijo—. ¡Es a usted al que le han encomendado su educación! Yo solo tengo que ocuparme de la administración de sus bienes.

  En ese momento recordé que el muchacho estaba en la sala y que, aunque no conocía nuestra lengua, debería sospechar que hablábamos de él. Desde una esquina de la mesa, nos miraba asustado. Si hasta aquel día no había salido de su casa, si nunca había tenido relación con nadie más que con su padre adoptivo y una criada sordomuda, si nunca había visto las maravillas de nuestra civilización, debería estar muy confuso. Le dediqué una sonrisa para darle aliento y le pregunté qué pensaba del testamento de don Baldomero.

  Cuando me oyó hablarle en latín, sus facciones se relajaron. Exhaló un suspiro y dijo:

  —Yo solo quiero cumplir la voluntad de mi padre.

  —Pero tu padre ha dispuesto para ti un plan muy duro —le dije.

  —Él siempre decía que me esperaba un futuro glorioso lleno de triunfos —me contestó con la petulancia de la juventud—. Que, en cuanto se dieran a conocer mis talentos, el mundo se rendiría a mis pies.

  No supe si reírme de la ingenua fe en su padre o compadecerlo por ella. El muchacho no tenía ni idea de lo que le esperaba.

  —¿Qué quieres hacer hoy? ¿Te gustaría comer conmigo? De joven solía frecuentar una pequeña tasca donde se comía muy bien.

   Don Antonio y el notario nos miraban sin decir palabra.

  —¿Qué le está diciendo? —preguntó el futuro administrador de los bienes de don Baldomero.

  —Le estoy preguntando si quiere comer conmigo en una tasca de la calle del Nuncio. Usted también puede venir con nosotros. Así empezaríamos a conocernos.

 —¿Y eso no sería contravenir las normas de don Baldomero? ¿No dice el testamento que lo aislemos del mundo?

  Sentí una extraña euforia por burlarme de mi antiguo amigo y exclamé:

 —¿Acaso, con su viaje a Madrid, no se ha roto ya el aislamiento? Su vida ya no será la misma nunca más.

  Cuando llegamos a la tasca, ya estaba decidido a saltarme las normas dictadas por don Baldomero y hacer las cosas a mi manera.