domingo, 26 de marzo de 2017

El regreso del unicornio






I. 1970

Me bastó una mirada de soslayo para reconocerla a pesar de que en la fotografía lucía una larga melena y aquel día llevaba el cabello muy corto. La vi salir de la tienda de ultramarinos y enfilar la calle hacia el barrio judío. No me fue fácil seguirla. Caminaba de prisa, como si no le pesaran las dos bolsas que llevaba en cada mano. Asomaban de una de ellas unas hojas de lechuga y una barra de pan, mientras que la otra dejaba traslucir algún tipo de fruta. Manzanas tal vez. Al cruzar la plaza, la perdí de vista. Era día de mercado y las calles estaban abarrotadas de gente. Pero sabía adónde iba y le di alcance cuando iba a tomar la calle Klammer. A pesar de estar desierta y separarnos no más de tres metros, la joven no se daba cuenta de que la estaba siguiendo. Sus pasos y los míos repiqueteaban en el suelo empedrado llenando el aire de una rítmica polifonía. Poco antes de llegar a su casa, apresuró aún más la marcha. Se detuvo un instante antes de entrar al portal y desaparecer de mi vista por aquel día.

Durante tres semanas repetí la misma operación. A las cinco de la tarde me apostaba en la acera opuesta a la escuela donde daba clases de matemáticas y esperaba su salida. Luego la seguía hasta su casa. La mayoría de las veces iba sola pero en alguna ocasión la acompañaban dos maestras de mayor edad. En aquellas tres semanas nunca pareció darse cuenta de mi presencia a pesar de ser la primera vez que seguía a alguien y de no abandonarme nunca el miedo a ser descubierto.

Se llamaba Rebeca, decía el informe que me entregó el detective privado que contraté para que la encontrase. Rebeca Lehrer. Tenía veintisiete años y desde los nueve había vivido en aquella ciudad acogida por un médico y su familia. La suya había muerto en 1942 en Chelmno. Sólo ella sobrevivió porque Rudolf Otto, uno de los miembros de la SS que vigilaban el campo de concentración, se la había arrebatado a sus padres al poco de nacer y la había adoptado ocultando su origen judío. Pero en Nuremberg Otto fue condenado a muerte y la niña volvió a la comunidad hebrea donde la acogió el doctor Hunger.

En el informe del detective, no se reseñaba ningún hecho relevante en la vida de Rebeca después de los nueve años. No destacó en el colegio ni por brillantes calificaciones ni por una conducta rebelde. La mención de su nombre suscitaba una leve sonrisa en sus antiguos profesores pero ninguno podía recordar de ella sino que había sido una niña buena. No se le conocía novio ni amante ni tenía marido, aunque salía a menudo a cenar y al cine acompañada de un grupo de amigas. Desde hacía dos años, daba clases de matemáticas en la escuela judía. Y eso era todo, poco más se podía leer en el informe.

Llevaba veinte días siguiéndola sin ser visto cuando una tarde Rebeca volvió la cabeza y fijó su mirada en la mía durante unos instantes. Podía haber sido mi oportunidad para hablar con ella pero de pronto tuve miedo. Temí que me reconociera aunque sabía que era imposible. Apreté en mi puño el pequeño unicornio de ónice hasta que se me clavó en la palma de la mano. Luego entré en un estanco como si fuera a comprar tabaco y la dejé marchar.

Tenía que hacer algo pero no sabía qué. Quería darme a conocer, reparar de alguna forma el pasado. Mas no podía llamar a la puerta de su casa y presentarme sin más. ¿Qué le podía decir? ¿“Buenas tardes, mi nombre es Fritz Fiedler y tengo algo que contarte”? Me tomaría por loco. No conocía a nadie que me la pudiera presentar ni se me ocurría el modo de acercarme a ella sin asustarla. Había comenzado cientos de cartas dirigidas a la joven que habían terminado en la papelera.

“Estimada Srta Lehrer:
”Usted no sabe quién soy pero hubo un tiempo que su familia y la mía estuvieron muy unidas. Nuestros padres fueron amigos desde la infancia a pesar de proceder de mundos distintos. Ambos tocaban en una orquesta de aficionados antes de contraer matrimonio: el suyo, el violonchelo y el mío, el violín. Juntos recorrieron los pueblos de Baviera hasta que mi padre se estableció en Múnich. Enseguida se vio inmerso en el negocio de telas que abrió cerca de la Marienplatz, conoció a mi madre y se casó con ella. Estuvo muchos años sin ver a su amigo de juventud aunque se escribían a menudo”.

A partir de este punto, no sabía cómo seguir la carta.

Había dejado la casa de mi infancia a los pocos días de que mi madre me contara aquello. No podía seguir viviendo con ella después de enterarme de lo que sucedió siendo yo muy pequeño. Estuve meses sin saber qué hacer hasta que me decidí buscar a la familia Lehrer, lo que quedase de ella. Creía que eso me ayudaría a expiar el pecado que mancillaba nuestra familia. Por encontrarla, abandoné el negocio de mi padre y a Eleonora, mi esposa. Ni siquiera me despedí de ella no se me fueran a escapar promesas que no sabía si iba a poder cumplir. ¿Qué tenía que ofrecerle si la culpa eclipsaba mi amor?

Al detective que contraté no le costó encontrar a Rebeca. En dos semanas me trajo el informe que daba cuenta del destino que había corrido la familia Lehler durante la guerra. La joven era su única superviviente. El lenguaje frío e impersonal de aquellos cinco folios mecanografiados que detallaba la muerte del músico, su esposa y sus dos hijos mayores en Chelmno me impactaron mucho menos que la confesión de mi madre. Y, sin embargo, allí estaba la evidencia de que todo era cierto, la consecuencia de unos actos que me causaban horror.

Tras casi un mes lejos de Eleonora sin haberme atrevido más que a seguir de lejos a Rebeca Lehrer, estuve a punto de volverme a casa y continuar mi vida donde la había dejado. Después de todo, no se pueden volver las hojas del calendario del revés, retroceder veintiocho años y cambiar el pasado. Pero mi conciencia me decía que no podía zafarme tan fácilmente de la obligación de reparar el mal en la única persona que quedaba de la familia del mejor amigo de mi padre.

No tenía ninguna idea en qué podía consistir dicha reparación pero creía que, si hablaba con Rebeca, ella me mostraría el camino a seguir.

Mientras tanto, la culpa iba minando mi ánimo. No dormía más que unas horas repasando cada palabra que me había dicho mi madre. Intentaba comprenderla, hacer mías sus justificaciones, pero lo único que conseguía era ensanchar más y más el abismo que nos separaba. Cuando sonaba el teléfono temía oír su voz y dejarme arrastrar por la piedad que me suscitaban sus lamentos. Me parecía mentira que solo unos días antes aquella mujer que me causaba tanta aversión fuera la persona que más quería, como me reprochaba mi querida Eleonora.

En mis vagabundeos por la ciudad, mientras esperaba la salida de Rebeca del colegio, me fijaba en los rostros de los viandantes que se cruzaban en mi camino. Me preguntaba a cuántos de ellos doblaría sus espaldas la culpa. Todos parecían satisfechos con sus vidas: la joven que paseaba su perro, el anciano que compraba dulces a su nieta, el señor que entraba en el banco. Mas mi apariencia era también la de un hombre dichoso y sin embargo...


II. 1925

Tenían diecisiete años cuando Moisés y Guillermo fueron testigos de la violación de Sara, la hija del relojero. Eran las nueve de la noche de un quince de junio y aún se distinguía un poco la claridad de la tarde. Iban discutiendo sobre el combate de boxeo que había emitido la radio el día anterior y no prestaron atención al grupo de jóvenes que llegaron corriendo desde el otro lado de la calle.

Sara estaba medio oculta detrás de un poste de la luz fumando un cigarrillo. Moisés la vio sin verla. Todas las noches se la encontraban en el mismo sitio escondida de la rigurosa mirada de su padre. De repente, los camisas pardas rodearon a la joven. Los dos amigos no vieron nada pero oyeron los gritos de la muchacha. Quisieron meterse en medio del grupo, auxiliarla, pero unas manos fuertes los empujaron hacia atrás antes de atacarlos con puñetazos y patadas. Lo siguiente que recordaba Moisés era a Sara inconsciente y desnuda en un charco de sangre.

Aquella fue la primera vez que veían a una mujer desnuda.

Guillermo y Moisés se prometieron olvidarlo y no volvieron a hablar de ello. Pero la memoria seguía sus propias leyes y el recuerdo de esa noche los asaltaba en los momentos más inesperado.

Nadie sabía que habían sido testigos de lo ocurrido. La razón de Sara se perdió para siempre y nada tenían que temer de la indiscreción de los camisas pardas quienes, ni siquiera eran del pueblo. Aun así, no podían pasar por la puerta de la casa del relojero sin volver la cabeza hacia el lado contrario, como si temiesen una repetición de la escena. Y cuando alguien les preguntaban por sus heridas, ellos decían que habían intentado emular a Max Schemeling y a Dempsey en el combate de exhibición celebrado el día anterior.

De los dos amigos, fue Moisés al que más afectó lo sucedido. La prensa, aunque pocas, traía de vez en cuando noticias de los ataques de grupos armados contra judíos y comunistas que el joven leía con avidez como si en ellas se describiera su destino. El miedo se hizo presa de él. No era raro verlo en clase con la mirada perdida más allá del horizonte, aferrarse al unicornio de ónice que perteneció a su madre o romper a llorar sin razón alguna en medio de una conversación. Guillermo, temiendo que su amigo se derrumbase, le propuso presentarse con él a las pruebas de la orquesta comarcal. Tal vez, le dijo, si se ilusionaban con la música podían olvidar a Sara.


III. 1941

No. No lo iba a consentir. Frida no podía consentir que su marido pusiera en peligro a su familia. ¿Acaso no le importaba lo que pudiera sucederle a su hijo? Pero no. Guillermo no quería escucharla. No había argumento que le hiciese comprender que, en los tiempos que corrían, no se podía hacer valer la amistad con judíos sin correr un gran riesgo. Y él venga a decir que habían pasado mucho juntos, que le unía a él un vínculo más fuerte que con cualquier otra persona. ¿No sabía que con esas palabras la hería?

No. No lo iba a consentir. Que tomara una decisión tan importante sin escuchar lo que ella tenía que decir. Que no tuviera en cuenta sus argumentos. Que se presentara en casa con cuatro personas y dispusiera de sus vidas, la del niño y la suya, sin admitir réplica. Buena era Frida para que la contradijeran. Si Guillermo quería imponer su voluntad tendría que vérselas antes con la suya.

No. No lo iba a consentir. Frida no iba a consentir que, estando como estaban las cosas en Alemania, su marido escondiese en su casa a una familia judía por muy amigo de la infancia que hubiese sido de Moisés. Por mucho que hubieran pasado juntos, Guillermo se debía ante todo a su familia. A ella, su esposa. A Fritz, su hijo de cinco años. A sí mismo, padre y esposo, que tenía la obligación de velar por todos ellos, de protegerlos.

No. No lo iba a consentir. Pero, finalmente, consintió. Tuvo que tragarse su orgullo y consentir. Tragarse su miedo, su ira, su rabia y consentir. Consentir que utilizaran su casa para esconder a unos fugitivos. Consentir que convirtieran su casa, el lugar donde debían sentirse seguros, en un infierno.

No. No lo iba a consentir. Pero consintió.

Contra su costumbre, Guillermo llegó a casa antes del mediodía. No venía solo. Lo acompañaba un hombre de unos treinta y tantos años, una mujer embarazada y dos niños algo mayores que Fritz. Venían cargados de unos bultos que abandonaron sin consideración alguna en la alfombra del vestíbulo. La alfombra que les regaló la madre de Frida con motivo de su boda y que había hecho traer de Estambul. Que, desde que llegaron aquellos intrusos, parecían querer enojarla.

─Es Moisés ─fue lo único que le dijo Guillermo, como si eso lo explicase todo.

Después, mientras se cambiaba de ropa en el dormitorio que compartían, le contó lo demás.

Y Frida, gritó, lloró, suplicó. Y volvió a gritar, a llorar, a suplicar. Pero Guillermo fue implacable. La decisión estaba tomada y ella no tenía nada que decir. Por primera vez desde que se conocieron él se negaba a escucharla e imponía su autoritaria voluntad de hombre de la casa sin concederle el derecho de réplica. Con una sola frase zanjó la cuestión:

─¡Lo digo yo y no se hable más!

Cuando salieron del dormitorio, encontraron a la familia Lehrer apiñada junto a la escalera del vestíbulo. No se habían movido desde que llegaron media hora antes. A Frida le vino a la mente la imagen de unos pollos mojados. Eso parecían mientras esperaban que se decidiera su destino. El miedo se pintaba en los rostros de los niños en tanto entre los padres se traslucía una enorme fatiga.

Guillermo los condujo al desván. Hasta la llegada de la medianoche, el marido de Frida estuvo subiendo y bajando las escaleras. Del sótano al desván. Del desván al sótano. Vaciando armarios, cajones... Sacando sábanas, mantas, toallas... Y Frida corriendo sin aliento detrás de él. Viendo como saqueaban su casa. Mientras los niños, aquellos niños extraños, lloraban en una esquina del desván. Y Fritz, contagiado del llanto. Y, cuanto más lloraban, mayor era la irritación de Frida. Y a las doce sobrevino de pronto la calma, el silencio. Y una barrera de hielo se interpuso entre ella y Guillermo.

Con la familia Lehrer, se instaló el miedo en la casa. Cada vez que Frida oía el timbre de la puerta, temblaba temiendo la visita de la Gestapo. En la calle, le parecía que la estaban vigilando. Le parecía que los vecinos la miraban de soslayo y murmuraban a su paso. Y Guillermo no veía nada. No quería verlo, preocupado únicamente por el bienestar de esa pandilla de fugitivos; que por algo el Fürher los quería apartar de los buenos alemanes.

Y el siete de noviembre movilizaron a Guillermo; lo enviaron al frente; lo enviaron a Polonia. Y el siete de noviembre la dejó sola. Sola con el niño, con Fritz. Sola con su miedo. Sola en aquella casa tan grande. Sola con los fugitivos. Los fugitivos, que no se compadecían de ella. Sola. Sola. Sola. Esperando la llegada de la Gestapo. Esperando que se la llevaran a ella y a su hijo. “Guillermo, ¿cómo pudiste dejarme sola y en peligro?”

Ella no quería hacerles daño. De verdad que no quería. Lo podía jurar. Ella solo tenía miedo. Ella solo quería proteger a su hijo. Ella no era mala. Ella era buena. Ella solo tenía miedo.

Y la mañana después de Navidad la Gestapo vino a llevárselos. Las botas mancharon de barro la alfombra. Los niños lloraban. La mujer lloraba. Moisés se sometía con aire derrotado, con resignación. Luego, el silencio. Y, en el suelo olvidado, un unicornio de ónice.

Ella no quería hacerles daño. Ella solo tenía miedo.



IV.  1970

Hacía un mes que había llegado a la ciudad cuando me di cuenta de que no iba a atreverme a abordar a Rebeca. Guardé las escasas pertenencias que había traído y reservé un billete de tren que me llevase de regreso a casa. Me embargaba el desánimo pero me estaba acostumbrando a la idea de vivir siempre con la culpa.

Antes de partir, quise dar una última vuelta por la ciudad para despedirme de ella a pesar del mal tiempo, que no invitaba a ello. Dejé que el azar guiara mis pasos y anduve sin rumbo por sus calles. Estaba empezando a nevar y el cielo se había teñido de oscuro. El viento soplaba del norte y pequeños copos se clavaban en mi rostro como puntas de finos alfileres. Apenas podía caminar; el frío agarrotaba mis piernas. Miré a mi alrededor buscando un lugar donde refugiarme. Había ido a parar al barrio judío me di cuenta no sin cierta sorpresa. Entré en una pastelería que ofrecía chocolate caliente, donde Rebeca solía tomar un té cada tarde, y me dispuse a esperarla en una mesa junto a la ventana. Dejé pasar el tiempo con una taza del oscuro brebaje y un croissant mientras leía perezosamente los titulares de Der Spiegel.

Venía sola con el frío pintado en el rostro. Desde el rincón donde me encontraba, la vi buscar una mesa, quitarse los guantes y soplar en las palmas de las manos para entrar en calor. Un camarero le trajo una taza de té. Como estaba a escasos metros de ella, pude contemplarla con detenimiento sin ser visto.

Un pensamiento cruzó veloz mi mente. Metí la mano en el bolsillo del abrigo y saqué el pequeño unicornio que me dio mi madre el día que me lo contó todo. Luego me aproximé a ella.


─Señorita Lehrer ─le dije tras dejar sobre su mesa el unicornio─, he venido a traerle esta figurita que perteneció a su padre.

Retrocedió hacia atrás con brusquedad y, al hacer ademán de levantarse, derramó un poco de té.

─No se asuste, por favor. Mi nombre es Fritz Fiedler. Su padre y el mío fueron muy amigos de jóvenes.

Rebeca no parecía entender lo que le decía. Miró a su alrededor buscando una respuesta a una pregunta no pronunciada. Luego desvió la vista hacia la figurita de ónice y pareció tranquilizarse.

─¿De qué conoce usted a mi padre? ¿Es paciente suyo?

Me costó que entendiera que me estaba refiriendo a Moisés, su verdadero padre, no al médico que la había adoptado de niña.

─He venido de muy lejos solo para traerle este unicornio que perteneció a su padre ─le dije sin darme cuenta de que me estaba repitiendo.

No sabía por dónde empezar. ¿Qué podía decirle? Hasta que no lo hizo mi madre, ni tan siquiera había oído hablar de Moisés Lehrer y su familia. Había sido durante una agria disputa en la que me reprochó el enorme sacrificio que había hecho por mí durante la guerra.

─Cuando mi padre tenía doce años ─empecé a contar casi en susurros después de tomar asiento frente a ella─, llegó al pueblo un profesor de música. Se instaló en un viejo caserón cerca de la escuela y, en la verja, clavó un enorme cartel ofreciéndose para enseñar a tocar los más variados instrumentos.

La joven se inclinó hacia mí y ladeó la cabeza como si, así, pudiera oírme mejor. Me recreé describiendo la naciente amistad entre un niño judío y otro protestante. Mi narración se basaba en lo que me había contado mi madre pero la imaginación emprendió el vuelo y pintó de vivos colores los huecos vacíos.

─Se volvieron inseparables. Iban juntos a pescar y a cazar ranas, compartían la merienda y se intercambiaban el puesto de portero en el equipo de fútbol local.

Para alargar la tarde y retrasar el momento de contarle lo sucedido durante la guerra, pedí para ella otra taza y un trozo de tarta de manzana, pero Rebeca estaba tan atenta a mis palabras que sólo se humedeció los labios tras un sorbito de té. No me atreví a hablarle de la violación que presenciaron nuestros padres pese a ser lo que acabó de unirlos definitivamente. No hablaron de ello con nadie, lo que hacía sentirse separados del resto de la gente. Solo años después mi padre se lo contó a mi  madre porque ella se negaba a acoger a Moisés y su familia en  nuestra casa.

─A los veinticinco años, después de recorrer Baviera durante dos años con una pequeña orquesta, tuvieron que separarse. Moisés continuó sus estudios de música en el conservatorio de Friburgo. Mi padre se estableció en Múnich, donde abrió el negocio de telas del que me encargo ahora yo. Le costó mucho abrirse camino en una ciudad desconocida para él y, cuando empezaban a irle bien las cosas, conoció a mi madre. Mientras tanto Moisés había terminado sus estudios y estaba lleno planes para el futuro. Aspiraba a convertirse en un concertista de violín pero acabó dando clases y casándose con una joven judía como él, Marta, la madre de usted. Durante muchos años, mi padre y el suyo no se vieron. Las vidas tan distintas que llevaban y la distancia los separó definitivamente aunque de vez en cuando se escribían.

Se me quebró la voz cuando llegué a los años de la guerra.

─Cuando se recrudeció la persecución de los judíos por parte del régimen nazi, mi padre, sin decirle nada a mi madre, viajó hasta Friburgo y se trajo a nuestra casa a Moisés y su familia.

Con mucho esfuerzo reprimí mi emoción. Hablarle de los meses en que los Lehrer estuvieron ocultos en el desván de casa fue una tarea casi imposible para mí. Las palabras se agolpaban en la garganta negándose a salir de mis labios. A duras penas le describí el estado de pánico en el que se sumió mi madre después de que mi padre se marchase al frente. Casi no salía de casa por miedo a que su mirada la delatase. Tenía tanto miedo de que los vecinos descubriesen que estaba ocultando a una familia judía que cuando se cruzaba con alguno de ellos bajaba la vista y cambiaba de acera.

─No la ayudaba mucho a mantener la calma la tirantez que existía entre ella y Marta. Era una aversión que, por esconderse tras los modales exquisitos de ambas, las dejaba frustradas y agotadas. Mi madre subía cada vez menos al desván y, cuando lo hacía, tenía que esforzarse mucho para no dar respuestas airadas a las quejas de Marta o a las rabietas de unos niños, que no comprendían por qué debían permanecer encerrados. Mientras tanto en la calle no se oía otra cosa que alabanzas al Fürher...

A medida que me acercaba al final de la historia, me parecía más difícil conseguir de Rebeca la absolución a nuestro pecado. Su rostro dejaba traslucir el horror y la pena que le estaba causando mi historia. En medio de los dos, el pequeño unicornio era testigo de nuestra conmoción.

Desvié la mirada a una mesa en la que dos mujeres mantenían una acalorada discusión como si buscase en ellas la fuerza que a mí me faltaba para seguir hablando. Mas, ¿cómo decirle que mi madre, vencida por el miedo a ser detenida, salió la mañana después de Navidad a visitar a una amiga y de camino delató a la familia Lehrer ante la Gestapo?, ¿cómo decirle que se valió de su amistad con Hilda, la secretaria de Eichmann, para que no la interrogaran?, ¿cómo decirle que cogió a su hijo, a mí, y viajó hasta el pueblo en el que vivía su madre, mi abuela, al día siguiente de la detención de la familia Lehrer y no regresó a Múnich hasta el fin de la contienda?, ¿cómo decirle que, después de la guerra, apeló a su condición de viuda del amigo de Moisés Lehrer para evitar que la relacionasen con el régimen nazi?, ¿cómo decirle que, desde que mi madre me contó la historia, la culpa se había adueñado de mí hasta hacerme perder las ganas de vivir?

Mas tales preguntas quedaron sin responder. Rebeca debió de intuir el desenlace de la historia y no quiso esperar a que finalizase mi narración. Se levantó de su asiento, cogió el abrigo, los guantes, sin dirigirme una sola mirada, se encaminó hacia la salida y me dejó con la certeza de haber hecho el viaje en vano.

Ignoro cuánto tiempo permanecí sin moverme, con la vista hundida en el fondo de la taza de té. A mi alrededor, entraban y salían familias, parejas y personas solitarias que buscaban guarecerse del frío en la pastelería. Faltaban unas horas para que partiera mi tren y no me encontraba con fuerzas para reanudar mi vida como si nada hubiera sucedido. En la mesa me miraba el trozo de tarta que Rebeca había dejado intacto. Fuera había dejado de nevar y unos tímidos rayos de sol asomaban entre las nubes. Llevado por la resignación me encaminé a la barra y pedí la cuenta de nuestra consumición. Al volver a mi mesa, allí estaba ella.

─Olvidé mi unicornio ─me dijo como si se disculpase.

Luego, me tendió la mano y, al ir a estrechársela, exclamó:

─¡Gracias por contarme quién soy!































viernes, 17 de marzo de 2017

Noche encantada



    Asomó la cabeza y sonrió. El portero se había quedado dormido. Primero sacó el brazo derecho, luego el izquierdo. Un salto y ya estaba en el suelo. Al girar, se llevó por delante la papelera. Por un momento, se detuvo a escuchar. Los ronquidos retumbaban por toda la sala. Se descalzó y, con paso sigiloso, se dirigió a la salida.

   Ya en la calle, la deslumbraron las luces de la ciudad. Con los ojos muy abiertos, contempló los coches que pasaban a toda velocidad. Retrocedió, avanzó unos pasos, se detuvo. Se envolvió bien con el manto, apretó los dientes y empezó a caminar por la avenida. Al llegar junto a la fuente, su mirada quedó prendida en un muchacho que hacía malabares con siete pelotas de colores. El joven le hizo una descarada reverencia. Ella, azorada, corrió hacia el otro lado de la calle y en su huida a punto estuvo de ser atropellada. 

   Permaneció dudosa ante el cartel luminoso de una discoteca. Los jóvenes pasaban ante ella riendo y hablando en voz alta. Se mordió el labio inferior como si no se decidiera a entrar. Un grupo de muchachas la empujaron hacia dentro. El terror se pintó en su cara al ver a la gente que bailaba en la pista. Las luces de colores y la música estridente parecían aturdirla. Hizo ademán de volverse sobre sus pasos pero la detuvieron los primeros acordes de una dulce melodía. Cerró los párpados, extendió las manos y se dejó mecer por ella. La música tocaba sus dedos y recorría su figura hasta llegar al corazón. De pronto, se hizo el silencio. Abrió los ojos. Cientos de rostros la contemplaban admirados. Asustada, salió corriendo a la calle.

   Amanecía cuando llegó al museo.

   —¡Espera! —exclamó alguien a sus espaldas y, al volverse, la cegó el flash de una cámara. 

   Al día siguiente todo el mundo hablaba de lo mismo: La joven de la Perla de Veermer mostraba una expresión pícara que nadie había apreciado hasta entonces.






*Ejercicio elaborado en el grupo “Nosotras que escribimos”.

Imagen: Re-interpretación del fotógrafo Francisco Arteaga de la obra de Johannes Vermeer "La joven de la perla" (Modelo: Emma Fernández Manrique)

jueves, 9 de marzo de 2017

Amanece en Venecia









   ¿Cuánto tiempo hacía que no veía amanecer?, ¿cuánto que no me dejaba sorprender por el sol en el momento en que sus rayos desvelan la belleza de la ciudad? No me creo que esté aquí, tan lejos de casa, en este balcón veneciano, mecida por la melodía del silencio, el aroma de las rosas y el sabor a miel añeja que me dejaron sus besos antes de decirme adiós.

   Un pétalo animado por la brisa acaricia mi espalda y me trae el recuerdo de esa noche única en la que un desconocido me invitó a seguirlo por las calles de Venecia. Lo veo saltar de la góndola, tomarme de la mano y volverse hacia mí con esa sonrisa misteriosa que hace estallar un carrusel de emociones. Rodea con sus manos mi cintura, me eleva para que el fango del suelo no estropee mis zapatos de satén y me deja a salvo en la acera. Cogidos de la mano, corremos por un pasadizo estrecho solo iluminado por la luz de la luna hasta esta casa habitada por la sombra de Casanova. Todo a mi alrededor me trae la fragancia de amores prohibidos mientras él derrama en mi oído palabras que hacen que crea en la eternidad de la noche. Me hace el amor despacio. Después, me arrulla hasta dormirme.

   Al despertar, no está a mi lado. No puedo evitar sentir miedo al verme sola. Entonces se abre la puerta y me sorprende con una cesta de rosas. De nuevo su sonrisa hace que olvide que es un desconocido. Deja en mis labios un beso apresurado. ¿Qué hay en sus ojos?, ¿la promesa de otra noche?, ¿un adiós definitivo? No lo sé. Lo veo alejarse en tanto tras los tejados asoma tímidamente el sol.










*Ejercicio elaborado en el grupo “Nosotras que escribimos” a partir de la obra Morning in Venice de Richard S. Johnson

miércoles, 1 de marzo de 2017

El fin de nuestra infancia











   De los momentos felices de mi infancia, recuerdo con especial cariño el verano que pasamos en San Sebastián quizás porque fueron las últimas vacaciones que estuvimos todos juntos antes de que papá nos dejara para formar otra familia. Yo tenía entonces doce años, mi hermana Clotilde once y empezábamos a tejer sueños sobre un futuro que aún se nos presentaba lejano. Debido a la delicada salud de nuestra madre, nos dejaban campar a nuestras anchas. Gustábanos pasear por la playa e inventar historias de la gente que se cruzaba en nuestro camino.

  Llamaba nuestra atención dos jóvenes francesas que nos parecían seres angelicales venidos de un país maravilloso. Llegaban cada tarde precedidas de la brisa marina, ataviadas con elegantes trajes que causaban nuestra admiración. Aún me parece verlas: vestidas de blanco resplandeciente, con aquellas sombrillas de seda y encaje, el velo de las pamelas jugando con el viento.

  Clotilde y yo imaginábamos que estábamos ante nosotras mismas con unos años más. Íbamos a ser como ellas: bellas, elegantes, dichosas e indiferentes a la expectación que despertaban a su paso. Las seguíamos por el malecón encandiladas por sus sofisticados ademanes. Ya en casa, entrábamos a escondidas en el dormitorio grande y jugábamos a ser ellas ante el espejo de la coqueta. ¡Qué ingenuas éramos! Creíamos que mamá no se enteraba cuando le cogíamos sus tacones y collares.

  Cincuenta años después, aún recuerdo con cariño aquel verano. Luego, nada volvió a ser lo mismo. Se acabaron para nosotros las vacaciones estivales. Papá nos dejó llevándose consigo nuestra infancia. Ya no regresamos a San Sebastián ni vimos más a las jóvenes francesas ni nunca fuimos como ellas: bellas, elegantes, dichosas e indiferentes a la expectación que despertaban a su paso.





*Ejercicio elaborado en el grupo “Nosotras que escribimos” a partir de la obra Paseos a la orilla del mar de Joaquín Sorolla.