lunes, 26 de septiembre de 2016

Proyecto Andrómeda








    Sé que cuesta creerlo, sé que si alguien lee estas letras puede pensar que estoy loca, que me estoy inventando esta historia que a mí misma me parece absurda. Pero, a pesar de que todo parezca indicar que estoy siendo víctima de delirios y alucinaciones, yo tengo por cierto que todo lo que voy a contar aquí no es más que la pura verdad.

    Permítanme que me presente. Mi nombre es Tamara Pérez de la Morena y, hasta hace seis meses, trabajaba para el gobierno como ingeniera aeroespacial en un programa secreto destinado a poner en el espacio una nave no tripulada. Yo, como especialista en informática y comunicación, encabezaba el equipo de quince ingenieros que diseñó el sistema de computación de a bordo, una novedosa herramienta de automatización que contaba con un programa de largo alcance para la emisión de ultrasonidos con la que se pretendía mejorar la exploración del espacio y establecer contacto con civilizaciones avanzadas del exterior. 

    Sí. Ya sé que, para los escépticos, esta historia no es muy creíble pero más de uno se sorprendería si saliera a la luz el montante de los fondos reservados que los servicios secretos dedica a la aventura espacial, como a mí me gustaba llamar a este grandioso proyecto que empezó hace ya más de veinte años.

    Poco les puedo contar del Proyecto Andrómeda sin desvelar secretos que pondrían en peligro la seguridad, ya no de nuestro país, sino de todo el planeta. Y, créanme que no exagero. En estos veinte años, los científicos e ingenieros elegidos para esta misión hemos vivido una presión constante difícil de soportar para una persona medianamente equilibrada. Fuimos elegidos después de un riguroso proceso de selección en el que las pruebas físicas y de conocimientos específicos, por exigentes que fueran, no resultaron ser ni mucho menos las más duras. A través de test de personalidad diseñados específicamente para ello, se midió nuestra capacidad de resistencia al estrés antes de someternos a situaciones simuladas mediante técnicas de realidad virtual en las que nos veíamos inmersos en guerras de otros tiempos, procesos de supervivencia, pérdida de seres queridos... Situaciones tan reales y traumáticas que muchos no resistieron y precisaron asistencia psicológica antes de superar la primera de las cinco etapas que nos abrirían las puertas al proyecto más fabuloso que pueda uno imaginar.

    Seguro que se preguntarán cómo, yo, una doctorando desconocida, acabé en semejante proyecto. Debo decir que, cuando me sometí a las pruebas de selección, creí que lo hacía para Magma, una prestigiosa multinacional que construye aviones y transatlánticos, célebre por sus, digamos, extravagantes procedimientos para motivar a sus empleados. Así que no me extrañó, más bien me divirtió toda aquella parafernalia de realidad virtual y pruebas de supervivencia. Pero, como les digo, no todos se lo tomaron con tanta deportividad y de los casi cuatrocientos aspirantes únicamente llegamos al final unos ochenta, entre ingenieros, científicos y personal subalterno, sin contar con los diez privilegiados que estaban al mando del Centro de Investigación: los únicos que conocían el Proyecto Andrómeda al completo.

    Aunque desde el primer momento tuvimos que trabajar duro, no fue hasta el segundo año cuando nos hicieron partícipes del alcance del Proyecto Andrómeda. Para entonces, estábamos todos tan implicados con nuestro trabajo que lo que menos nos importaba era su carácter secreto. En un país en el que la investigación no es precisamente una prioridad, contar con medios casi ilimitados para explorar caminos hasta entonces no transitados constituía una golosina demasiado atrayente como para quejarse por insignificancias. 

    Así que a nadie le importó trabajar en jornadas de hasta catorce horas ni tener que trasladarse a vivir a la misma urbanización donde se encontraba el Centro de Investigación, aunque ello supusiera aislarse prácticamente del resto del mundo, con el único fin de salvaguardar el secreto de la misión. Durante más de veinte años no me relacioné más que con los habitantes de aquella urbanización, que eran también personal del proyecto, ni salí de allí más que una vez en la que viajé a Canadá para asistir a un congreso y otra vez que pasé diez días tostándome al sol de Lanzarote. Pero nunca sufrí con mi vida espartana. Estaba enamorada de mi trabajo y no tenía más familia que un gato pardo que se llamaba, que aún se llama, Visconti. 

    Mientras tanto, el Proyecto Andrómeda siguió adelante. Desde que se puso en marcha el proyecto, se construyeron cinco prototipos que acabaron desechándose por no cumplir con los objetivos propuestos. Pero hace dos años, pudimos celebrar una fiesta con motivo del lanzamiento de la nave espacial Andrómeda. En ella viajaba un potente ordenador que controlaba la herramienta de automatización con un programa de largo alcance para la emisión de ultrasonidos con la que se pretendía llamar la atención de seres de otros planetas: mi obra maestra.

    Después del lanzamiento, mi equipo se dedicó a enviar al espacio mensajes codificados en un lenguaje similar al que ideó Morse destinado a los seres que desde otros planetas desarrollan una vida inteligente. En estas comunicaciones dábamos cuenta de las características de la Tierra, su historia, sus habitantes… De vez en cuando nos permitíamos alguna broma y mandábamos mensajes hablando de nosotros, los del equipo de comunicaciones, o transcribíamos la letra de nuestras canciones favoritas. 


    Nunca le dimos demasiada importancia a aquellos mensajes que no servían sino para relajar la tensión con unas cuantas risas pues si hubiese podido prever sus consecuencias jamás los hubiese permitido.

   Hará cosa de un mes, aprovechando un día que me dieron libre como recompensa por mi dedicación al trabajo, quise premiarme con una excursión a un bosque situado a pocos quilómetros de nuestra urbanización. Desde muy joven he sido muy aficionada a perderme por los campos sin seguir otro rumbo que el que me marca la intuición en cada momento. Caminar es la única forma que conozco de limpiar mi mente de los muchos quebraderos de cabeza que me ocasiona mi trabajo; caminar y escuchar música, cualquier tipo de música que me ofrezca la radio que siempre llevo conmigo cuando quiero pasar unas horas sola. Así que esa mañana metí en mi mochila un par de sándwiches, una botella de agua mineral y una vieja Polaroid y, tras dejarle una nota a la señora que me hace la limpieza para que se ocupase de Visconti, salí dispuesta a dejarme sorprender por los secretos del bosque.

    Y no sabía yo lo que me iba a sorprender.

    Era poco antes de las once de la mañana cuando dejé mi coche en una estación de servicio y tomé un camino franqueado por hayas y robles. Enseguida me hechizó la belleza de un otoño incipiente. Los tonos rojizos y amarillentos empezaban a asomar entre el verde de las hojas de los árboles. A pesar del sol radiante, una brisa fresca invitaba a acelerar el paso para entrar en calor. Por ser un día laborable, no se veía en el camino más que un hombre joven que, a lo lejos, corría acompañado de su perro. Mejor, pensé, así nadie vendría a perturbar mi soledad con una conversación insulsa. No obstante, abandoné el camino y me adentré en el bosque siguiendo el rastro de una ardilla pelirroja. 

    No puedo decir cuánto tiempo estuve caminando por estrechos senderos solitarios antes de que mis piernas se negaran a seguir adelante. Me sentía a punto del desmayo, supongo que por llevar muchas horas haciendo ejercicio sin probar bocado. Busqué un lugar donde detenerme a descansar. Entre dos robles, había una mesa y unos bancos de piedra pensados para los muchos excursionistas que frecuentan el bosque. El lugar ideal para degustar los sándwiches que me había preparado. Los saboreé con lentitud dejando vagar la vista a lo lejos. De pronto me invadió una extraña inquietud, una sensación parecida al pánico que secó mi boca y me impidió moverme. Fue el miedo el que precedió a lo que sucedió y no al contrario. La brisa que me había acompañado desde la mañana había dado paso a una extraña calma. No se percibía ruido alguno: ni el trino de los gorriones, ni el crujir de las hojas caídas por el paso de algún animal, de algún senderista. Quise gritar sólo por oír mi voz pero de mi garganta no salió ningún sonido. Mi cuerpo estaba paralizado. A pesar de ser consciente de lo absurdo de la idea, me parecía que iba a morir allí mismo. Y, si no fuera porque sé que es imposible, diría que efectivamente morí en aquel momento y todo lo que viví después lo hice en otra vida.

    Un ruido atronador rompió la calma siniestra que me rodeaba. Un ruido como el que pudiera haber hecho un enjambre de helicópteros; un ruido que me taladró el cerebro y casi consigue enloquecerme. Después se levantó una polvareda y un sonido similar a un silbido repetido a intervalos regulares llenó el bosque. No tardé mucho en darme cuenta de que aquel grupo de sonidos no era otra cosa que mi propio nombre, Tamara, codificado según el sistema de comunicación que yo misma había ideado para el Proyecto Andrómeda. El sol se ensombreció hasta parecer que había caído la noche pese a no ser más que las cuatro de la tarde. Y, cuando creí que iba a poder escapar de aquella pesadilla, un extraño objeto gigantesco bajó del cielo y se posó en un claro a pocos metros de donde yo estaba. 

    ¿Cómo describirlo? Era una gran pirámide, yo diría que del tamaño de un barco de vela o tal vez mayor, toda cubierta de cristales de colores que formaban figuras geométricas. Y en el vértice, un aro de un material para mí desconocido, como si fuera algún metal pero blando, que me hizo pensar en los relojes de Dalí. Durante un tiempo que me es imposible determinar, nada se movió ni se oyó otro sonido que mi nombre codificado a intervalos regulares. Entonces recordé las pruebas a las que me había sometido para conseguir mi trabajo y me tranquilicé al pensar que se trataba de una más. No obstante, una vez recobrada la calma, caí al fin en el reposo del desmayo,

    Ignoro cuánto tiempo estuve desmayada, o dormida, que aún no sé qué fue aquel estado de inconsciencia en el que me sumí. Volví en mí con una intensa sensación de frío. Cuando abrí los ojos, todo a mi alrededor estaba oscuro y un extraño vacío inundaba el ambiente. Enseguida me di cuenta de que estaba en un recinto cerrado: la mazmorra en la que pasaría los días siguientes. Grité pidiendo socorro pero nadie acudió a mi llamada. Cubrí mi pecho con los brazos y, entonces, me di cuenta de que estaba desnuda. Una oleada de náuseas fruto del pánico me obligó a apoyarme en la pared. Era ésta una superficie pilosa como el largo pelaje de algún animal. De nuevo me subió a la garganta una náusea, pero esta vez la causa no fue el pánico sino la repugnancia que me causó aquella superficie peluda. Una sacudida, como si de un terremoto se tratase, hizo temblar mi prisión empujándome hacia atrás hasta el otro extremo. Para vencer el terror que quería dominarme, me obligué a recordar que aquella situación no era más que una simulación y así pude recobrar la tranquilidad; analizar lo que estaba sucediendo con sangre fría. Me senté en el suelo a esperar. Tarde o temprano ocurriría alguna cosa que me indujera a actuar.

    Pero no sucedió nada en mucho tiempo, salvo la repetición de aquellas sacudidas y el rítmico silbido que repetía mi nombre siguiendo el código que yo misma había inventado. La falta de luz hizo que no supiera si era de día o de noche, la ausencia de estímulos me confundía mientras que el hambre y la sed me debilitaban cada vez más. Así, procuraba permanecer dormida el mayor tiempo posible o distraerme memorizando poemas y realizando operaciones aritméticas para no caer en pensamientos morbosos que sólo conducían a una estéril desesperación.

    Una vez, después de un sueño prolongado en el que regresé a mi infancia, me despertó una luz intensa. Al abrir los ojos, creí que seguía soñando. Estaba en una especie de quirófano rodeada de dispositivos sorprendentes y seis o siete seres semejantes a champiñones de color azul y del tamaño de un caballo que se movían a mi alrededor portando sobre ellos una especie de tenazas. Una de las paredes de aquella especie de sala de tortura parecía toda de cristal y dejaba ver el exterior. A través de él, se veían galaxias desconocidas por mí que dejaban paso a nebulosas de estrellas y objetos incandescentes. Se diría que estábamos atravesando el espacio a gran velocidad.

    Una duda cruzó mi cerebro: ¿Y si aquello no fuera una prueba para determinar mi resistencia al estrés? Después de todo, tras superar el proceso de selección, no nos habían vuelto a someter a semejantes situaciones simuladas. Un escalofrío me recorrió la columna vertebral. La alternativa que venía a mi mente no era precisamente tranquilizadora. 

    Mientras tanto, aquellos extraños seres se movían a mi alrededor. Del sombrero o cabeza, que no sé cómo llamarlo, salían unos filamentos que, a modo de brazos o largos dedos, les permitían manipular los aparatos que me rodeaban. Contra mi voluntad, tres de ellos consiguieron inmovilizarme sobre una especie de tarima en tanto los otros me aplicaban unos electrodos en la cabeza e introducían un cable de apenas unos milímetros de diámetro por mi ombligo. 

    A partir de entonces, no volví a estar sola. Me llevaron a una sala llena de aparatos y en la que permanecí bajo vigilancia de dos champiñones, alimentada como si fuera un feto a través de aquel siniestro cordón umbilical y unida mediante largos cables a una máquina que, según deduje, medía cada una de las variaciones de mis constantes vitales. Inmóvil y aterrorizada mientras la nave en la que me mantenían presa surcaba el espacio. Pasaba las horas tumbada en el suelo con los ojos cerrados para no ver a aquellos seres inquietantes, mudos y silenciosos; llamando a la muerte que se mostraba sorda a mis súplicas, procurando, no siempre con éxito, contener el llanto para no llamar la atención de mis captores.

    Lo más inquietante de aquel infierno era el silencio que presidía mi cárcel espacial. No se oía nada, salvo el silbido que, a intervalos regulares, repetía mi nombre. Ignoro cómo hacían aquellos seres para moverse sin emitir ruido alguno ni qué mecanismo hacía funcionar sus máquinas y aparatos, tan silenciosos como ellos. Me di cuenta que, de vez en cuando, enlazaban los filamentos, como si se dieran la mano, y supuse que, de alguna forma, así se comunicaban entre ellos. Pero nada puedo decir con plena certeza pues aquello no era sino una mera conjetura mía. 

    Mientras mi ánimo decaía, el tiempo transcurría sin que fuese consciente si eran horas, días, meses o años, lo que iba dejando atrás. Poco a poco, como una serpiente se despoja de su piel, me iba desposeyendo de mi condición de persona. Tras un par de veces en las que quise rebelarme y me abandoné a la furia, atacando a diestro y siniestro, me inmovilizaron en una especie de camilla, amarrándome con cables al suelo. Desde entonces, me encerré en mí misma. Con los ojos cerrados, me evadía de aquel entorno hostil trayendo a mi memoria el recuerdo de tiempos mejores.

    Así seguí hasta que volvieron a llevarme a la sala de operaciones. Sin ningún tipo de anestesia ni sistema que paliara el dolor, sin posibilidad de resistirme a las descargas eléctricas que me paralizaban por entero, fui testigo de cómo me abrían el costado derecho e introducían en él un pequeño dispositivo cilíndrico de unos cuatro centímetros de largo y tres de diámetro que emitía a intervalos regulares una luz amarilla. El pánico inhibía la sensación del dolor, que me invadió de golpe cuando, al término de la operación, me dejaron sola por vez primera. Imposible, pues, disfrutar de aquel momento de soledad pues la sensación de que me quemaba por dentro me hizo perder la consciencia.

    Unas bofetadas me devolvieron la consciencia. No pude reprimir las lágrimas cuando abrí los ojos y me encontré con dos hombres que intentaban reanimarme. Asustada, pronuncié palabras incoherentes sin apenas comprender lo que me preguntaban.

    —¿Es usted Tamara Pérez de la Morena?

    Pero yo, en vez de responder, miraba en torno a mí con temor de encontrarme con los alienígenas. No me costó reconocer el claro en el que había aterrizado la nave espacial, el bosque de hayas y robles, el banco de piedra donde, antes de ser capturada, me comí los sándwiches que me había preparado con tanta ilusión. Un repentino pensamiento me hizo estremecer: los alienígenas me habían despojado de mi ropa. Pero, para mi asombro, no sólo estaba vestida sino que mi chandal no había sufrido ningún desperfecto. 

    Pronto llegaron unos policías y una ambulancia. Me trasladaron al Hospital Virgen de la Oliva. No pude evitar que me recorriera un escalofrío cuando me llevaron a la UVI y me vi rodeada de máquinas y cables. Agitadísima, intenté salir de allí hasta que me cogieron entre tres o cuatro auxiliares de clínica y alguien me puso una inyección. Durante días y días, respondí a miles de preguntas de médicos, psicólogos, y policías. Al principio les contaba mi historia, ésta que estoy contando en mi ordenador. Les dije que sentía dentro de mí, a la altura de mis costillas derechas, un tamborileo, la emisión de un mensaje cifrado detrás de otro solicitando contactar con la Tierra; que estaba segura de que me habían traído de vuelta a casa para utilizarme como transmisor de sus mensajes. Pero pronto me di cuenta que me tomaban por loca. Me desdije de todo y fingí que no recordaba nada de las siete semanas en las que había permanecido desaparecida. Me desdije de todo, sí, sólo para que me permitieran volver a casa. 

    Debo decir que todo lo hubiese soportado: la burla, las miradas huidizas de los médicos que me trataron, las explicaciones absurdas de psiquiatras y psicólogos, las palabras cargadas de sardónica ironía de la policía, la pérdida de mi trabajo... Todo lo hubiese soportado. Todo, menos la reacción de Visconti, mi gato. 

    En cuanto Visconti me vio a mi regreso a casa, se encaró a mí, enarcó el lomo con el pelo erizado y dio un bufido como si no estuviera ante su ama querida sino en presencia del más peligroso enemigo. Después, salió por la ventana de la cocina y, desde entonces, no le he vuelto a ver. 




***



    Elías Calderón, doctor en psiquiatría, sacó del pequeño frigorífico de su despacho una botella de Veuve Clicquot cosecha del ochenta y ocho que tenía reservada para una ocasión como aquélla; no en vano había pagado por ella mil doscientos treinta euros.

    —El Proyecto Andrómeda ha sido un éxito —le dijo a su ayudante mientras le tendía una copa rebosante de champán—. Brindemos por ello.

     —No sé si se puede calificar de éxito, después de que la pobre mujer se suicidara. Creo que esta vez hemos traspasado una línea peligrosa en nuestro afán de estudiar sus respuestas en la prueba de simulación.

    —No te dejes llevar por el sentimentalismo y piensa en cuánto nos deberá la ciencia. ¿Qué supone una mujer comparado con todo el bien que le hacemos la humanidad?

    El doctor Gades se removió incómodo en su asiento. Aquel experimento había ido demasiado lejos. Elías Calderón había traspasado todos los límites de la ética y él había sido su cómplice. El psiquiatra pareció darse cuenta de la desazón de su ayudante. 

    —¿Te crees que yo no he tenido dudas?, ¿que no he estado más de una vez a punto de abortar el proyecto?, ¿de abandonarlo? Cuando me contrataron los servicios secretos no pensé que llegaríamos tan lejos, aunque siempre fui consciente de que no sería una investigación al uso sobre la respuesta del ser humano al estrés. Y tú también lo sabías y aceptaste cuando te elegí como ayudante. No te creo tan ingenuo como para no te dieses cuenta de que en este trabajo el fin justificaba los medios.

    —Lo sé, lo sé, doctor. Yo soy el primero que me doy cuenta de que la guerra contra el terrorismo requiere nuevas estrategias de combate. Nuestros hombres deben estar psicológicamente preparados para resistir situaciones de tortura, lavado de cerebro, etcétera. Pero llevar a la muerte a una mujer sólo por comprender mejor los mecanismos físicos y psicológicos que se ponen en marcha ante situaciones traumáticas...

    Durante casi dos horas, el doctor Calderón le estuvo dando argumentos con el fin de convencerlo de las bondades de aquella investigación. El siguiente paso sería, le dijo, entrenar a una veintena de hombres para que se infiltrasen en el ejército yihadista que estaba operando en Sudán y los conocimientos que habían recopilado a lo largo de veinte años serían de valiosa utilidad para salvar miles de vidas. 

    Cuando su ayudante se fue, el doctor Calderón se abandonó al agotamiento. Con los codos apoyados en la mesa, escondió la cara entre las manos y así permaneció unos minutos. Luego abrió uno de los cajones de su escritorio y extrajo de él un pequeño dispositivo cilíndrico de unos cuatro centímetros de largo y tres de diámetro que emitía a intervalos regulares una luz amarilla. Estuvo dándole vueltas en su mano antes de levantar el auricular del teléfono y marcar un número que se sabía de memoria.

    —Presidente. Soy el doctor Calderón. El Proyecto Andrómeda está a salvo. Mi ayudante no sospecha nada. ¿Cuándo quiere que nos veamos para planificar la siguiente fase? Es preciso establecer las bases para responder los mensajes enviados desde el planeta XOL 2.567. 
















lunes, 12 de septiembre de 2016

El buen samaritano














Podía haber sido un déjà vu; podía haber sido una jugarreta de mi imaginación o podía haber sido ella, que venía a saldar las deudas del pasado. Pero no fue más que el azar, que unió unos cuantos elementos para traerme a la memoria el ayer. ¿Qué era sino aquella calle en la que un tímido sol reflejaba dos o tres rayos en los charcos que había dejado la lluvia el día anterior?, ¿qué era sino aquella calle abarrotada de gente que iba y venía sin orden ni concierto, donde unos y otros se empujaban afanosos por ser los primeros en llegar a su destino mientras una joven con un bastón blanco y un golden color canela intentaba cruzar de una acera a otra? Como doce años antes, parecía que yo era el único que se daba cuenta de la situación en la que se encontraba la pobre muchacha ciega. Desde los cristales de la cafetería donde cada mañana me detenía a tomarme el primer café del día de camino al trabajo, la veía titubear, tirar de la correa del perro guía y darle órdenes mientras los viandantes pasaban indiferentes a su lado. Como doce años antes, parecía que yo era el único que se daba cuenta de su desvalimiento, el único que podía prestarle ayuda. Pero, ¿estaba dispuesto a repetir el pasado?, ¿a rectificar mis errores?, ¿a enmendar el ayer?


Conocí a Rocío una mañana de noviembre. No llevaba mucho tiempo en aquella ciudad donde había ido a parar después de casi quince años vagando por distintas centrales nucleares de Alemania. Estaba cansado de pelear con desconocidos en un idioma que no era el mío y cantar las alabanzas de una energía en la que no creía mientras la vida pasaba a mi lado sin apenas darme cuenta de que la estaba perdiendo. Así que, cuando venció el plazo de mi contrato, cancelé todas las cuentas pendientes y regresé a España. Por mediación de un antiguo compañero de estudios, conseguí un empleo como profesor de “Tecnología eléctrica y energética” en la Escuela de Industriales de una ciudad de provincias y, a pocas calles de ella, alquilé un estudio donde poder descansar cada noche. No tenía más contacto con la gente que las superficiales relaciones que mantenía con los profesores y los alumnos de la escuela o los esporádicos encuentros con mi casero. Pero no me pesaba la soledad; por el contrario me gustaba disfrutar de esos momentos al final del día que tenía para mí solo. Acababa de dejar atrás una tormentosa relación amorosa y mi único anhelo entonces era poner un poco de sosiego a mi vida. 

Así estaban las cosas cuando conocí a Rocío. 


Si cierro los ojos, aún puedo sentir el aroma a tierra húmeda por la lluvia de los días anteriores mezclado con el olor agrio de la goma quemada de las ruedas de los coches que derrapaban en el asfalto. Me veo entrando en la cafetería donde cada mañana me deleitaba con el mejor café con leche que he tomado en mi vida y dos porras recién salidas de la sartén, en tanto las voces de los clientes que se agolpan en la barra se confunden con la de Luis del Olmo que nos da los buenos días desde la radio que, a todo volumen, suena en su estante de la pared. Aquellos quince o veinte minutos que pasaba leyendo los titulares de El País mientras degustaba el desayuno eran para mí los más placenteros del día. A mis oídos llegaban frases sueltas que, unidas, formaban la historia de las gentes de la ciudad: la boda de la hija del farmacéutico con el guitarrista de un desconocido grupo de rock, el Audi nuevo del profesor de latín del instituto, que a saber de dónde había sacado el dinero para comprar un coche de lujo, la euforia o la desesperación, que de todo había, por la victoria del Real Madrid gracias al gol de Roberto Carlos... 


Aquella mañana, la suerte estaba de mi parte. Nada más pedir mi consumición, un viejo parroquiano se levantó de su mesa, un pequeño velador junto a la ventana. Desplegué sobre el mármol el periódico y, mientras revolvía el azúcar, me distraje con el panorama que transcurría tras el cristal. Como doce años después en una ciudad distinta, las aceras estaban llena de gente que, ensimismada, iba y venía sin preocuparse de lo que sucedía a su alrededor. En el paso de cebra, una joven con un golden color canela y un bastón blanco intentaba cruzar la calle. Un adolescente en patinete la esquivó con un arriesgado viraje. La maniobra me cortó la respiración. Dejé mi desayuno sin tocar y salí casi corriendo al encuentro de la joven ciega que, titubeante, se balanceaba al borde de la calzada. 


—¿Me permites que te ayude a cruzar la calle? —le pregunté.


Una amplia sonrisa iluminó su rostro no dejando sin luz más que sus pupilas de color violeta.


—¡Oh!, sí, por favor. Se lo agradecería mucho.


De cerca, me pareció mucho más joven. Supuse que no habría cumplido los veinte años. Su estatura menuda y el color del bronce envejecido de su cabello recogido en una cola de caballo contribuían a acentuar su apariencia aniñada. Llevaba un cartapacio que abultaba más que ella colgado al hombro en bandolera aunque no parecía pesarle mucho, tal era la soltura con la que caminaba antes de que se lo cogiese para que se asiese a mi brazo izquierdo. Le pregunté adónde iba y le mentí cuando le dije que su destino me caía de camino sólo por poder acompañarla y asegurarme de que llegaba sana y salva. Se la veía tan frágil e indefensa...


 —¿Y adónde vas tan temprano? —le pregunté un poco por curiosidad y otro poco por llenar el silencio hasta llegar a la casa que me había indicado.


—A mi primera clase del día.


—¿Y qué estudias?


La joven me dedicó otra acogedora sonrisa. 


  —¡Oh! Yo no soy la que estudio. Martirizo a unos cuantos adolescentes con escalas de piano. Tengo varios alumnos a los que doy clases particulares. 


  —¿Que das tú las clases? Pues si eres una niña...


La joven volvió a reírse. A medida que hablábamos me iba pareciendo más encantadora.


—Me halaga pero ya no soy ninguna niña. ¿Cuántos años cree que tengo?


—No sé. Soy muy malo para adivinar esas cosas.


—¿Cuántos? Diga lo primero que se le ocurra.


—¿Dieciocho, diecinueve?


—Tengo veintiséis años.


Y volvió a reírse.


—¿Y por qué no les das clases en tu casa, si no es una indiscreción mi pregunta?


—Tengo una habitación muy pequeña en una residencia y no me cabe un piano. Además, me gusta mucho recorrer la ciudad para ir a la casa de mis alumnos.


—¿Pero no te da miedo ir tú sola por las calles a hora tan temprana?


—No voy sola. Me acompaña Col —y señaló al perro guía—. Además, casi todos los días encuentro a alguien tan simpático como usted que hace un trozo del camino conmigo.


No me quedé muy tranquilo y, al despedirme de ella, prometí esperarla al día siguiente en el mismo paso de cebra donde la había encontrado aquella mañana. No me atreví a pedirle su número de teléfono: después de todo, yo no era más que un extraño para ella. Tampoco le di el mío. ¿Dónde se lo iba a anotar si la pobre ciega no podía leer el papel? Entonces no sabía todavía que con Rocío era imposible plantearse lo que podía o no podía hacer: ella siempre rompería mis esquemas. 


A partir de aquel día, me tomaba deprisa mi café y la esperaba cada mañana en el paso de cebra para acompañarla hasta la casa de su primer alumno. La mayoría de las veces, no teníamos que recorrer sino unas cuantas calles, pero otras debíamos atravesar la ciudad. Cambié el turno de mi clase con el profesor de física para, así, disponer de una hora más sin los agobios que siempre me produce llegar tarde a una cita y me convertí en su acompañante habitual.


Hoy me pregunto por qué puse tanto empeño en una tarea que nadie me había encomendado y aún no puedo decir si fue la ternura que me inspiraba la joven o si se trató de una forma de ahuyentar la soledad de la que tanto me enorgullecía pero que ya empezaba a pesarme. O tal vez no fuera sino el placer de sentirme necesitado, mi propia necesidad de saberme importante para otra persona. Lo cierto es que, durante meses, me deleité con su risa cantarina, sus divertidas anécdotas acerca de sus alumnos o sobre las gracias del bueno de Col mientras la acompañaba por la ciudad.


El que las clases en la Escuela de Industriales me dejaran mucho tiempo libre que no sabía muy bien cómo llenar ayudó a afianzar mi amistad con Rocío. Empecé a citarme con ella alguna tarde para ir al cine o al teatro. Nos sentábamos en la última fila del patio de butacas donde le susurraba al oído contándole lo que sucedía en la pantalla, en el escenario, sin hacer caso de los espectadores cercanos que nos reprendían por nuestras risas ruidosas y nos mandaban guardar silencio con escasa amabilidad. Era Rocío una oyente exigente; no quería perderse ningún detalle y me obligaba a agudizar el ingenio buscando las palabras con el poder de llevar la luz al rincón oscuro de su mente.


—¿De qué color es el vestido de la madre? —me podía preguntar en algún momento de la velada.



—Verde —le contestaba yo.


—¿Verde? Pero ¿qué verde? ¿El de la hierba después de la lluvia o el del mar embravecido?


Yo la contemplaba admirado y me preguntaba a mi vez cómo podía saber ella cuál era la apariencia del verde de la hierba después de la lluvia o el del mar embravecido si nunca sus ojos habían visto otra cosa que una oscuridad uniforme y sin color. Otras veces me sorprendía con su intuición o clarividencia, que no sé muy bien lo que era, cuando me decía que el azul de tal camisa iba mejor al tono oscuro de mi pelo que el blanco de la otra. Y me maravillaba de sus juicios, que parecían cosa de magia, fruto de algún embrujo, tan certeros eran siempre.


—Dime la verdad, Rocío —le decía medio en broma, medio en serio—. ¿A que me engañas y ves perfectamente?


Entonces ella, por toda respuesta, me regalaba con su risa cantarina como si, pícaramente, quisiera mantenerme en la duda.


Su intuición la convertía en una oyente excepcional. Con ella podía hablar tanto de los pequeños acontecimientos cotidianos que traían un poco de alegría a mi vida como de los pesares que afligían mi corazón. Nunca me enjuició cuando le conté algún episodio del pasado en el que no salía muy bien favorecido ni me obsequió con vanas alabanzas cuando le conté alguno en el que demostré alguna valía. Rocío se limitaba a escucharme en silencio, con la cabeza ligeramente ladeada hacia el hombro izquierdo y los labios entreabiertos. Lo que no me atrevía a confesar ni tan siquiera ante mí mismo lo desplegaba ante ella como un mercader expone ante su mejor cliente su más preciado tesoro y, cual si de verdad de un tesoro se tratase, así recogía yo sus tiernas palabras. Ya fuesen de consuelo, de aliento o, simplemente, de asentimiento, siempre sabía dar con las más acertadas. Y yo, mientras tanto, me sentía halagado por despertar tanta atención en otra persona.


Recuerdo, como si sólo hubieran transcurrido unos días, las tardes de primavera: sentados en una terraza cercana a la residencia en la que vivía con un granizado de limón que acababa derritiéndose porque la conversación nos hacía olvidar todo lo demás. A veces, me recorría el pecho una corriente de ternura. Le tomaba la mano, que descansaba con desganado abandono en el borde de la mesa, y dejaba un beso en su palma. Se hubiese dicho que la tierna caricia era tan leve que Rocío no se había dado cuenta de ella de no ser por el rubor que teñía sus mejillas. Un rubor rojo encendido, como el de las cerezas en junio, y para mí eran sus mejillas igual de apetitosas que el dulce fruto, tanto que me robaban otro beso. 


Pero no supe adónde fueron a parar aquellos besos míos nacidos de la ternura hasta muchos meses después.


Por aquel entonces ya no me consideraba un extraño en la ciudad. A menudo salía por las noches con otros profesores que, solteros como yo, no tenían obligación alguna que les impidiese regresar a sus casas los fines de semana después de las primeras luces del amanecer. Por ellos conocí una cara diferente de aquella pequeña ciudad que, durante el día, parecía dormir suspendida en un tiempo pasado; me hice asiduo de un garito donde un hombre con el rostro surcado de arrugas y de edad indefinida cantaba viejas canciones de Cole Porter acompañado al piano de una bella mujer nigeriana vestida como una bailarina de charlestón; y descubrí el sabor del vino tinto criado en tenebrosas bodegas a pocos quilómetros de allí que tomábamos a pequeños sorbos a las tres de la mañana. Por ellos conocí a Teresa, la mujer que, con una sola mirada, me hacía temblar como un niño que despierta de pronto una fría mañana de otoño.


No puedo recordar ni cómo ni cuándo apareció Teresa por primera vez. Imposible decir si llegó con alguno de los jóvenes profesores que hacían de Virgilio para mí por los locales nocturnos o la encontramos en alguno de los pubs que frecuentábamos: uno de esos pubs que tanto le gustaban a Teresa, según descubrí después. Era alta, muy alta. Su estatura debía de rozar el metro ochenta: casi los dos metros subida a unos esbeltos estilettos de color escarlata con cristalitos de Swarovski que formaban una margarita en el empeine y que hacían que todos volvieran la mirada a su paso cuando entrábamos en algún restaurante. Llevaba una melena rubia, del color de los girasoles, que le caía en ondas por debajo de los hombros y movía al compás de su palabras como si quisiera recalcar así la importancia de sus argumentos.


Aún no puedo decir qué la llevó a elegirme a mí entre los cuatro amigos que salíamos habitualmente a recorrer la noche de la ciudad. Todos estábamos fascinados con los vaivenes de su melena, sus manos enjoyadas con turquesas que parecían planear cuando las movía y sus labios perfectamente perfilados con un carmín del color de las mandarinas. A su lado, las demás mujeres se tornaban en fantasma: mujeres sin vida difuminadas en la nada. Como digo, todos intentaban arrancarle aunque no fuera sino la promesa de una noche y todos fracasaron; todos, menos yo. Ante mi sorpresa, he de decir, pues nunca he sido demasiado afortunado con quienes se han venido en llamar mujeres de bandera. 



Empezó para mí, que estaba a punto de cruzar la orilla de los cuarenta años, una etapa de locura y desenfreno que se llevó por delante toda mi vida ordenada y sin gracia. A la salida de las clases, sin detenerme siquiera a tomar un bocado, enfilaba la calle que llevaba a la tetería que regentaba Teresa y, al cruzar el umbral, me dejaba envolver por sus brazos que traían la fragancia de las manzanas asadas, de las hierbas aromáticas y el perfume a gardenias de sus cabellos. Sin darle apenas darle tiempo a avisar a los que trabajaban para ella, la tomaba de la mano y la llevaba hasta mi estudio donde nos esperaban horas de pasión. Si vuelvo la vista atrás hasta aquellos meses, se me confunden unos días con otros. Días en los que no tenía otro pensamiento que Teresa. Vivía inquieto hasta que mis labios se juntaban con los suyos y, al llegar la noche, le robaba las horas al sueño para contemplar su bello rostro dormido. Aún hoy me estremezco al recordar cómo me hacía temblar el simple roce de su mano o la caída de sus párpados cuando algo le gustaba. Después de aquellos meses, no he vuelto nunca a sentirme tan vivo.



Mientras tanto, cada mañana, seguía haciendo de guía para Rocío por las calles de la ciudad. Me es imposible explicar por qué le oculté la existencia de Teresa si a ésta le había hablado a menudo de mi amiga ciega. ¿Cómo iba a consentir mi bella amante que me ausentara unas cuantas tardes si no era diciéndole que iba a llevar al teatro a una joven que no podía ver el escenario? Alguna vez, como si se sintiese orgullosa de lo que llamaba mi corazón bondadoso y quisiera emularme, se ofreció a venir conmigo a conocer a quien era objeto de tantas alabanzas por mi parte. Pero mi intuición me decía que la arrolladora presencia de Teresa no sería bien acogida por la dulce Rocío si no la preparaba antes. De manera que le iba dando largas y recurría sin mucho convencimiento al “otra vez será”. Y mientras tanto mantenía en la ciega ignorancia a mi amiga invidente.



Dejé pasar el verano, las vacaciones en Marraquech con Teresa, los exámenes de septiembre y el inicio de las clases a principios de octubre. Cuando me volví a acomodar en la rutina escolar, pensé que mis temores rozaban el ridículo; me decidí, al fin, a invitar a merendar a Rocío y a Teresa en una cafetería que se estaba poniendo de moda para que se conocieran. Cuántas veces después me habré reprochado no haber dejado pasar el tiempo, como me aconsejaba mi instinto.



Llamé a Rocío a la residencia un domingo de mediados de octubre y le dije que la iba a recoger a las cinco de la tarde. No le di más explicaciones. Era la primera vez que quedaba con ella desde que finalizaran las clases en junio y debía de estar esperando con anhelo esas horas de asueto porque se había arreglado más de lo que era habitual en ella. Y, aun así, qué sencilla me pareció con su pantalón color café con leche, la camisa blanca y el blazer azul celeste. Nada que ver con la mujer sofisticada que cruzó el umbral de la cafetería y se dirigió a nuestra mesa. 



No sé qué pensó mi joven amiga cuando oyó el beso sonoro que Teresa me dio en los labios ni cuando precipitadamente le presenté a la recién llegada como mi novia. Di gracias al cielo de que no pudiera ver la sonrisa maliciosa que me dedicó Teresa ni la patadita que me dio por debajo de la mesa cuando se sentó a mi lado. Desde el primer momento supe que había sido un error el encuentro entre las dos mujeres sin haberle dicho nada a Rocío acerca de mis intenciones. La joven se escondió detrás de una timidez que no le conocía resultando incluso arisca cuando yo intentaba sacar a la luz su rostro más radiante, la mujer inteligente y alegre a la que cada mañana acompañaba de camino a sus clases. Mientras tanto Teresa tampoco estuvo muy acertada. Cuando se dirigía a Rocío, parecía que estuviera hablando con una niña. Le hacía preguntas absurdas o la besaba en la mejilla sin venir a cuento. Yo sabía que lo hacía con su mejor intención, que sólo quería ser amable y mostrarse cariñosa, gustarle a quien tanto me gustaba a mí, pero Rocío no lo debía de ver de ese modo pues los intentos de Teresa por ganársela no servían sino para enfurruñarla más y más.



No hacía media hora desde que llegara Teresa cuando mi joven amiga pareció recordar otro compromiso. Se levantó de su asiento y quiso marcharse sola con su perro guía. Disgustado con su precipitación y su comportamiento de aquella tarde, me empeñé en ir con ella hasta la residencia después de hacerle una seña a Teresa para que me esperase en mi estudio. Durante el trayecto me quiso engañar y simuló la alegría que cada mañana pintaba de colores el camino. Pero sus palabras estaban humedecidas por las lágrimas. Hablaba con inusitada celeridad, sin terminar las frases, yéndose de un tema a otro sin transición alguna.



Yo la escuchaba entre triste y desconcertado, sin entender lo que le sucedía, por qué estaba tan excitada, al borde del llanto, y la dejaba hablar esperando que se sosegara para que me pudiera decir lo que la había disgustado. Así llegamos a la puerta de la residencia. Por primera vez desde el día en que la conocí, me pidió que entrase en su cuarto. A punto estuve de negarme recordando que Teresa me esperaba en mi estudio pero no me atreví a dejarla sola en aquel estado tan agitado. Me sorprendió el aspecto alegre de la pieza. Había imaginado que, al tratarse de la habitación de una muchacha ciega, tenía que ser oscura, en la que predominase los colores grises y apagados, y no aquel luminoso cuarto con una cama de hierro pintada de blanco, la colcha estampada con flores fucsias y azules al estilo de Liberty y una inmensa lámina que reproducía una de las pinturas de Monet con sus nenúfares.


—¿Qué te pasa, mi dulce Rocío? —le pregunté tan pronto como cerró la puerta de la habitación—¿Por qué has estado tan disgustada toda la tarde?, ¿es que no te ha gustado Teresa?


Por toda respuesta me enlazó el cuello con sus brazos y me besó en los labios con un apasionamiento del que nunca la creí capaz. Fue tal mi sorpresa, mi aturdimiento, que perdí toda capacidad de reaccionar y, desde luego, no la respondí. Entonces ella, como si se avergonzase, se apartó con la misma brusquedad con la que se había lanzado a mí y se sentó en el borde de la cama con el rostro oculto entre las manos mientras se deshacía en lágrimas. Me acerqué a ella y le acaricié el cabello pero, con ello, sólo conseguí que se retrajera sobre sí misma.



—Perdóname, por favor —me dijo cuando al fin pudo hablar —. Perdóname. La culpa es mía que creí ver lo que no existía.


—No tengo que perdonarte nada, mi niña.


Entonces, como movida por un resorte, levantó su rostro hacia mí y, con la voz llena de ira apenas contenida, me dijo:



—No soy ninguna niña. Ese es el problema. Te olvidaste de que no era una niña y me colmaste de una ternura que no te habías permitido con otra mujer. ¿No lo comprendes? Con tus besos y tus caricias me hiciste creer que significaba algo para ti pero tú no veías en mí más que a una niña indefensa que te hacía sentir bien cuando la ayudabas. Y, mientras tanto, tenías una novia aunque nunca me hablaste de ella. Venga a contarme esto o lo otro, como si fuera tu confidente, pero de Teresa nunca me dijiste nada. ¿Por qué, si yo no era nada para ti?, ¿qué tenías que ocultarme?


Intenté explicarme, pero ni yo encontraba los argumentos ni Rocío me escuchaba. Se enredó en frases sin sentido en las que unas veces me reprochaba mi engaño y otras se culpaba a sí misma por haberse dejado seducir por una ilusión. Yo intentaba defenderme, hacerle ver lo importante que era para mí su amistad, el cariño que la tenía. Pero a medida que hablaba, me daba cuenta de lo inútiles que eran mis palabras. De pronto pareció tranquilizarse. Volvió sus ojos hacia mí, como si pudiese verme, como si me mirase, y me pidió casi suplicante que olvidase lo sucedido aquella tarde y la dejase sola.



Aquella noche apenas pude dormir. A mi memoria acudían una y otra vez las palabras de Rocío confundidas con el recuerdo de los momentos que habíamos pasado juntos. La veía ruborizarse ante mis caricias, ante mis besos, y me avergonzaba al recordar cómo me había dejado llevar por la ternura olvidando que estaban en juego sus sentimientos.


Los días que siguieron, quise hablar con ella, explicarme, disculparme. Pero Rocío me había pedido que la olvidara por un tiempo; que esperase a que me llamara. Mas, ¿cómo olvidarla? Cada mañana, desde la cristalera de la cafetería donde me detenía a tomarme mi primer café, la veía cruzar el paso de cebra. Unas veces acompañada de algún buen samaritano; la mayoría sola, con su golden color canela y su bastón blanco. Tenía entonces que hacer un esfuerzo para no salir a su encuentro. Mas, cuando la veía alejarse hasta perderla de vista, no podía evitar un sentimiento de alivio que venía a reconfortarme. ¿Qué podía decirle yo en mi descargo?, ¿acaso estaba en mi mano recomponer su corazón quebrantado? 


Las semanas pasaron sin que Rocío me llamase. Tampoco yo me acerqué a ella ocultando mi cobardía con el pretexto de no querer molestarla. Así dejé transcurrir el tiempo, haciendo más y más difícil un encuentro.


Antes de la llegada de Navidad Teresa me dejó por otro y el dolor que me causó eclipsó cualquier otro sentimiento. Le tomé aborrecimiento a la ciudad. En primavera, metí mis cuatro cosas en una maleta y me marché a otra parte. Durante mucho tiempo, enterré a Rocío en el rincón más oscuro de mi memoria. No podía consentir que su recuerdo perturbase mi conciencia. Sólo a veces fantaseaba con la idea de pedirle perdón a sabiendas de que el momento de obtenerlo hacía mucho tiempo que había pasado. 


Pero una mañana, doce años después, el ayer vino a mi encuentro.


Podía haber sido un déjà vu; podía haber sido una jugarreta de mi imaginación o podía haber sido ella, que venía a saldar las deudas. Pero no fue más que el azar, que unió unos cuantos elementos para traerme a la memoria el ayer. ¿Qué era sino aquella calle en la que un tímido sol reflejaba dos o tres rayos en los charcos que había dejado la lluvia el día anterior?, ¿qué era sino aquella calle abarrotada de gente que iba y venía sin orden ni concierto, donde unos y otros se empujaban afanosos por ser los primeros en llegar a su destino mientras una joven con un bastón blanco y un golden color canela intentaba cruzar de una acera a otra? Como doce años antes, parecía que yo era el único que se daba cuenta de la situación en la que se encontraba la pobre muchacha ciega. Desde los cristales de la cafetería donde cada mañana me detenía a tomarme el primer café del día de camino al trabajo, la veía titubear, tirar de la correa del perro guía y darle órdenes mientras los viandantes pasaban indiferentes a su lado. Como doce años antes, parecía que yo era el único que se daba cuenta de su desvalimiento, el único que podía prestarle ayuda. Pero, ¿estaba dispuesto a repetir el pasado?, ¿a rectificar mis errores?, ¿a enmendar el ayer?




Me armé de valor. Dejé sobre la mesa unas cuantas monedas y salí a la calle hasta el paso de cebra.




—¿Me permites que te ayude a cruzar la calle? —le pregunté a la joven en el momento en el que la luz del semáforo cambiaba de color.


















viernes, 2 de septiembre de 2016

Tal vez no fue sino una ilusión











Cuando Gertrud abrió la puerta, el cielo se iluminó de naranja. Una silueta se recortó enmarcada en el dintel antes de que todo volviera a oscurecerse. El estruendo de una bomba apagó su grito de terror. Una mano le agarró la muñeca y la empujó al interior de la leñera. El olor a sudor que despedía el hombre casi la hizo desmayar. Retrocedió hacia una esquina y se cayó sobre la vieja estufa. El gato tiñoso protestó con un gruñido y salió por el ventanuco. Alargó la mano hacia el interruptor de la luz y, al encenderse la bombilla desnuda del techo, se encontró con unos ojos aterrorizados.



─¿Quién es usted?, ¿qué hace aquí?



Por toda respuesta, el hombre la soltó y se acurrucó junto a la leña. Gertrud quiso alcanzar la puerta pero un gemido la detuvo. El hombre debía de estar herido y se quejaba de dolor. Reprimiendo el miedo, se aproximó a él. Al tocarle el brazo, el desconocido dejó escapar otro quejido. Tenía la frente bañada en sudor por la fiebre. Gertrud se preguntó cómo, en aquel estado, había podido reunir las fuerzas para empujarla cuando ella entró en la leñera.



─Déjeme ver la herida. Soy enfermera y puedo ayudarle.



Gertrud le quitó la guerrera. No podía apartar sus ojos de las alas cosidas a la manga: el símbolo distintivo del ejército enemigo. De nuevo sintió miedo. ¿Y si la herida era leve y el hombre estaba fingiendo su debilidad? No sería la primera mujer a la que encontrasen muerta tras ser mancillada por algún soldado. Un nuevo quejido la sacó de sus reflexiones.



─No haga ruido. Mi marido está en la casa y, si lo descubre, podría matarlo.



No era cierto. En la casa sólo estaba su abuelo, que hacía mucho tiempo que no se enteraba de lo que sucedía a su alrededor.

Palpó la herida que laceraba el antebrazo del hombre y su mano se cubrió de sangre. La herida parecía muy profunda. El soldado se había desmayado. Gertrud lo dejó solo y fue a la casa a buscar el botiquín. Después de curarle, lo arrastró hasta un jergón que puso junto a la vieja estufa. Hacía mucho frío; fuera habían comenzado a caer unos copos de nieve. La estufa funcionaba mal y a Gertrud le daba miedo que la llama prendiera demasiado y alcanzase la leña o los travesaños de madera del techo, pero no tenía fuerzas para llevarlo hasta la casa. Preocupada, se sentó a su lado y le enjugó el sudor del rostro. 



Durante dos semanas, el soldado estuvo vagando en la inconsciencia. En su delirio, enhebraba palabras en su lengua, que Gertrud conocía bien porque era la lengua de su madre. Palabras que hablaban de montañas nevadas, de niños haciendo castillos de arena en la playa, de un padre severo, de una madre que recitaba versos de amor... Alguna vez, el desconocido parecía querer levantarse del lecho y, cuando ella le tendía de nuevo, la abrazaba y apoyaba la cabeza en su hombro mientras le susurraba un nombre en el oído: “Lizzie, Lizzie”. La joven no podía evitar estremecerse cuando el soldado, confundiéndola con otra, le cogía la mano y se la llevaba a los labios. A veces parecía que iba a despertar y la miraba entre las brumas de la inconsciencia. Fruncía el ceño y entrecerraba los ojos como si la buscase en su memoria. Hasta que, a punto de reconocerla, volvía a caer en el sueño del olvido. Entonces ella no podía evitar dejarse llevar por la emoción y posaba en sus labios un leve beso.



Gertrud, quién sabe si espoleada por su soledad, construía fantásticos sueños alrededor del soldado desconocido. Registró los bolsillos de su guerrera. Cada objeto que encontraba le evocaba mil imágenes tejidas por su fantasía: una pipa, el paquete del tabaco picado, la cadena del reloj, un lapicerito de plata… Su desconocido era un príncipe que, cuando despertase, la llevaría muy lejos de allí.



El despertar se produjo el día que el sol derritió la nieve. Un hombre de dura mirada abrió los ojos. La debilidad le impedía hablar pero sus gestos eran elocuentes.



─¿Quién eres?, ¿dónde estoy?



Volvió a caer en la inconsciencia, volvió a despertar. Y en cada despertar la hostilidad de su mirada atemorizaba a Gertrud, que veía cómo sus sueños se desvanecían. Se hicieron más frecuentes los momentos en los que el soldado estaba consciente, las miradas que la interpelaban. A medida que recobraba las fuerzas, ella le fue contando cómo había aparecido herido, cómo había caído en la inconsciencia. Pero aquellas conversaciones, en lugar de aproximarlos, los alejaban más y más.



Una mañana, lo encontró de pie listo para partir. Llevaba puestos los pantalones y la guerrera sin abrochar, que ella unas semanas antes había cepillado con cuidadoso esmero, las botas relucientes y la gorra bajo el brazo. No quedaba nada en su aspecto marcial del hombre que la hizo soñar. Sólo pronunció unas frases de agradecimiento y otras cuantas de despedida. Volvía al frente, le dijo, donde lo esperaba su regimiento. A Gertrud le hubiese gustado encontrar unas palabras que lo conmoviesen y se grabaran en su memoria para siempre, besarlo en los labios o acariciar su rostro pero no se atrevió más que a tenderle la mano. Él se abrochó la guerrera, se puso la gorra y cruzó la puerta sin volver la mirada. Lo vio alejarse por la vereda. Con él se iban los sueños de los últimos días de su juventud, las esperanzas de escapar de su vida solitaria. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Susurró el nombre del soldado, pero tan bajo que ni siquiera ella lo oyó. Entonces, él, como si respondiera a su llamada, se volvió y la miró un instante que pareció una eternidad. Tal vez no fue sino una ilusión, tal vez no. ¿Quién sabe si una promesa de amor?