viernes, 27 de mayo de 2016

Arte









Javier leyó una vez más el tarjetón que tenía en la mano: «La Galería Las Gaviotas tiene el placer de invitarle a la inauguración el próximo ocho de marzo de la exposición “Hacia la esperanza”, en la que se presentarán los últimos trabajos de Eduardo Caso». Alzó la mirada hacia la pintura que tenía delante ladeando la cabeza en busca de un ángulo que explicase el significado de lo que estaba viendo.

Se trataba de un cuadro de pequeñas dimensiones que representaba el paisaje de algún lugar del sur de Europa. En la parte izquierda del lienzo, el pintor se había recreado con el pincel para mostrar con minucioso detalle unos campos de trigo. A Javier le parecía sentir la brisa que mecía las espigas inclinándolas hasta casi besar la tierra. Al otro lado, un huerto en el que se podían contar los frutos que maduraban en las ramas de los árboles. El esmero que el autor había puesto al pintar el paisaje contrastaba con la apenas esbozada figura central del cuadro: una niña arrodillada sobre una alfombrilla con las palmas de las manos unidas sobre el pecho en actitud de recogida oración. La niña iba ataviada con un vestido gris plomo que le colgaba de todas partes como si no fuese suyo sino de alguien mucho mayor que ella. Pese a apenas distinguirse los rasgos, su rostro transmitía una extraña emoción en la que se confundía la tristeza con la esperanza. Javier no podía apartar la mirada de los labios, que parecían implorar socorro. Hacía mucho tiempo que no había visto nada que lo emocionase tanto. Y, sin embargo, no podía decir si aquel rostro le hacía sentir dolor y angustia o dejaba entrever una promesa. En cada mirada, descubría un matiz nuevo; no podía sino reconocer la maestría del pintor.

Volvió a leer, incrédulo, el nombre del autor en el caballete que había junto a la puerta que daba acceso a la sala: Eduardo Caso. Le parecía imposible que el amigo de su primera juventud hubiera pintado aquel cuadro. Pasó al siguiente, que mostraba un pueblo devastado por la guerra. Aunque carecía de la fuerza del primero, le hizo sentir la desolación de las batallas perdidas. Otro más allá representaba un paisaje sin vegetación por el que vagaba una fila de caminantes. De nuevo siluetas apenas delineadas pero capaces de transmitir la fatiga y la incertidumbre del viaje. Cuanto más veía, más asombrado estaba. ¿Cómo era posible que Eduardo hubiera pintado aquello?, ¿tanto había cambiado? Debía de tratarse de otro pintor del mismo nombre: su amigo no era capaz de expresar una sensibilidad que no tenía. Miró a su alrededor buscando al autor y, al no verlo entre los corrillos de invitados, salió a la calle sin detenerse a saludar a nadie.





Javier supo de la fama de Eduardo mucho antes de conocerlo. Estudiaban los dos en la Facultad de Bellas Artes de la Complutense, aunque pertenecían a clases diferentes. Al poco de iniciarse el segundo curso, empezó a correrse la voz: Había un chico que pintaba mejor que los profesores. Cada dos o tres semanas, sorprendía a sus compañeros con una copia exacta de algún cuadro del Museo del Prado. Se atrevía con todo y alardeaba de su dominio de la técnica. Antes de que empezase su disertación el profesor de turno, sacaba de una especie de enorme cartapacio su versión de “Hipómenes y Atlanta”, “El vado” o “Baco”: Reni, Claude de Lorena y Annibale Carraci eran sus favoritos. Otras veces mostraba el retrato de algún alumno o profesor provocando el asombro y la admiración por su parecido con el original. No ocultaba su enorme satisfacción ante los elogios de sus compañeros, mientras parecía que le dejaban indiferente las críticas de los profesores de la Facultad.

Se conocieron en una cervecería que frecuentaban los alumnos de Bellas Artes. A diferencia de la mayoría de sus condiscípulos, a Javier no le impresionaron ni su carismática personalidad ni su destreza con el pincel. No veía por ninguna parte el supuesto talento de Eduardo del que todos hablaban. Para él no era sino un copista conocedor de unas cuantas técnicas; un fanfarrón frívolo y presuntuoso, sin nada dentro, incapaz de una idea original. No entendía cómo, siendo así, despertaba la admiración de toda la clase.

Tal vez por ser el único que no halagaba su vanidad, Eduardo empezó a buscar su aprobación y no descansó hasta ganarse una amistad que se extendería durante años. Cuando salían de clase, recorrían la Gran Vía en acaloradas discusiones que continuaban durante horas en una mesa del Café Comercial.

—El arte —empezaba diciendo Javier— es saber sacar a la superficie el mundo interior del artista.

—¡Tonterías! —replicaba Eduardo—. Eso de los sentimientos que expresa una pintura, su mensaje, no son más que chorradas que se inventan los inútiles sin talento. Una obra tiene mayor valor artístico cuanto más se parece a la realidad.

Cada uno sostenía su opinión en discusiones más y más apasionadas e intentaba ponerla en práctica cuando cogía los pinceles. Mientras Javier se afanaba por crear la obra que expresara el vaivén de emociones que asediaban su juventud, Eduardo se saltaba las clases para ir al Parque del Retiro a retratar a los que iba encontrando a su paso. Después, lleno de vanidad, le enseñaba pinturas que parecían fotografías: niñas saltando a la comba, un violinista junto al lago, una joven deleitándose con unas nubes de algodón de azúcar... Javier miraba aquellas figuras que parecían iban a saltar del lienzo y le causaban una extraña inquietud. Como si fueran retratos de seres sin alma, en sus ojos no había vida, sus sonrisas carecían de alegría y sus lágrimas de tristeza.

—Le faltan sentimiento —le decía—. Tienes que sentir lo que pintas, no limitarte a copiar lo que ves.

Antes de terminar el curso, Eduardo ya había vendido su primera obra. Una señora le encargó un retrato de su hijo para su Primera Comunión. Con una fanfarronería casi insultante, invitó a Javier a una opípara cena con las diez mil pesetas que le dieron por su trabajo. Pasaron la noche comiendo y bebiendo ginebra mientras disertaban de arte y mujeres. Acabaron en un garito de Malasaña hasta que, a las tres de la mañana, Javier lo dejó con un par de chicas sobre sus rodillas y un gin tónic en la mano.

Ambos abandonaron sus estudios al finalizar el tercer curso. Javier, decepcionado por su falta de talento, desistió en su empeño de convertirse en artista y se matriculó en la facultad de historia. Eduardo abrió un estudio de pintura y, en menos de cinco años, se hizo célebre con sus retratos.

Con el tiempo, la amistad se fue enfriando hasta que sus vidas se separaron. Él cogió gusto a la historia y conoció a una chica que le robó los pocos momentos libres que le dejaban los estudios. Eduardo, mientras tanto, fue aumentando su fama de retratista. En alguna ocasión, Javier oía hablar de orgías que se prolongaban días en las que derrochaba el mucho dinero que ganaba con sus pinturas.

Durante años, apenas supo nada de Eduardo, hasta que un día recibió una invitación a la exposición: “Hacia la esperanza”.

Unas semanas después de clausurarse la exposición, Javier encontró un mensaje en su móvil: “Te espero este sábado a las cinco en el Café Comercial”. Por un momento pensó que se trataba de la broma de algún amigo que conocía las tertulias de antaño: Si hubiese sido Eduardo no le hubiera citado en un café que llevaba meses cerrado. Borró el mensaje decidido a ignorarlo pero, cuando llegó el momento, pudo más la curiosidad y a las cuatro y media ya estaba esperando en un banco de la Glorieta de Bilbao.

Le costó reconocerlo cuando lo vio llegar por la calle Fuencarral. Los años habían sido severos con él. Se le había caído casi todo el pelo y su delgadez le hacía parecer mayor. Le extrañó su atuendo desaliñado. Eduardo, que de joven solía gastarse buena parte de lo que ganaba en ropa de marcas exclusivas, llevaba unos tejanos y un niki verde botella que vivieron tiempos mejores. Sin embargo, sus ojos parecían más jóvenes. Desprendían una serenidad que Javier no recordaba de sus años estudiantiles.

Fue Eduardo quien rompió el hielo que doce años de distancia había fraguado. Le tendió la mano y después miró extrañado la puerta clausurada del Café Comercial.

—Hace tres meses que regresé a Madrid —dijo como disculpándose—. He estado un año fuera y no he seguido mucho lo que ha pasado por aquí.

Fueron caminando hasta la cervecería San Julián, donde pasaron la primera hora recordando sus tiempos de estudiantes de Bellas Artes. Escuchándolo, a Javier le parecía estar ante un desconocido. Eduardo había dejado por el camino sus maneras arrogantes y su conversación superficial.

—¿Qué te ha pasado en estos años? —no pudo evitar preguntarle Javier— Te encuentro muy cambiado. Lo cierto es que ni siquiera te reconocí en los cuadros que vi en la exposición.

—¿Lo notaste? Ha sido la primera vez que me he dejado llevar, la primera vez que he pintado para mí, sin pensar en el dinero que voy a ganar. Tuve mucho miedo antes de exponer los cuadros. Me sentía inseguro. Eran cuadros tan personales que dudaba que fuesen buenos.

Hizo una pausa.

—¿Te gustaron? —preguntó con ansiedad.

—Muchísimo. Ya sabes que nunca me llegó a convencer tu pintura. ¿Cómo te diría? Me parecía que no tenía vida. Era fría. No decía nada. Sin embargo, los cuadros del otro día… ¡Madre mía! No tengo palabras.

—Me temo que era yo el que no tenía vida; el que era frío y no tenía nada que decir porque estaba vacío. Tú siempre me lo decías pero no lo entendía. Hasta hace un año, cuando me fui a un campo de refugiados y mi vida dio un vuelco.

—¿Te fuiste a un campo de refugiados? —su asombro iba en aumento— Eres increíble.

—No. No me mires con esa cara de admiración, que no hay nada admirable en mí. Al contrario. En los últimos años, he vivido sin freno alguno gracias al dinero fácil que he ganado con mis pinturas. Hacía retratos como churros. A mis clientes sólo les importaba que les sacara favorecidos. Y lo conseguía. Me hice un nombre y me llovían los clientes. Aproveché esta fama flacucha para conseguir mujeres que dejaba por otras con la misma facilidad con que cambiaba el agua con la que limpiaba los pinceles. Era más fiel a mi coche que a esas pobres incautas que se arrimaban a mí sin saber que no era sino un saco de serrín.

»Hace dos veranos conocí a Paula, una mujer en la que nunca me hubiese fijado de no ser porque no me hacía ningún caso. Me la presentó su hermana, la chica con la que estaba saliendo entonces. No puedes imaginarte dos mujeres más diferentes. La mía era todo lo que un hombre puede desear. Como una modelo de pasarela, pasaba del metro setenta y su cuerpo perfecto hubiese enamorado al mismo Policleto. Pero su hermana era la Jeanne Hebuterne de Modigliani. La misma sosería y antipatía, los mismos ojos diminutos y nariz larga. Ni siquiera una agradable conversación compensaba su fealdad. Y, pese a ello, no me prestaba ninguna atención.

»Probé con ella todas las técnicas de seducción que conocía, pero fue inútil. Su rechazo hería mi orgullo tanto más porque no me gustaba. No era digna de las mujeres que habían estado conmigo. Quería que se me rindiera sólo para dejarla tirada después. Conseguirla se convirtió para mí en un reto, casi en una obsesión. Pero Paula sólo tenía una cosa en la cabeza: marcharse a Grecia a ayudar a los refugiados que llegaban a sus islas.

»Fui detrás de ella para demostrarle que, si ella podía, yo también. Llegar allí fue... ¡Puff! ¡Menudo impacto! No creas que por las horribles condiciones en las que llegaban los que venían de Siria e Irak o porque me conmoviesen las historias que oía a los cooperantes. No. Lo que me impresionaba, me irritaba, era tener que dormir en sucias tiendas de campaña, aguantar el inclemente sol de julio, malcomer en medio de tanta porquería y el olor a muchedumbre, del que no me desprendía ni cuando me escapaba a la ciudad. Ni siquiera me compensaba el ligoteo con Paula. Podían transcurrir días sin verla, tan ocupada estaba en acoger a los recién llegados. Así que pasaba las horas haciendo bocetos de un cuadro que me rondaba la cabeza, algo grandioso, muy distinto de mis retratos: “Encuentro de León I y Atila”. Me había propuesto hacer algo bueno de verdad.

»Cada mañana, me alejaba del campamento y, sentado en el suelo, me dejaba llevar por mi escasa imaginación mientras con el lápiz llenaba las hojas de un cuaderno. Era la primera vez en muchos años que intentaba una cosa así, por lo que mis dedos se mostraban torpes y, aunque no desistía en mi empeño, me desesperaba al comprobar que dominaba la técnica pero no era capaz de crear nada original.

»Un día vi a una niña de unos diez años a pocos metros de donde me encontraba. No me quitaba los ojos de encima y distraía mi débil concentración. Agité la mano para que se marchara pero no me hizo ningún caso. Le grité en inglés mas no pareció entenderme. Visto mi poco éxito, recogí mis cosas y volví al campamento enfurecido.

»Los días siguientes, sucedió lo mismo. Mis gritos más y más amenazantes no hacían mella en ella. Permanecía de pie, a pocos metros de mí, observándome mientras dibujaba. Opté por ignorar su fastidiosa presencia, como si de una mosca se tratase, y conseguí garabatear algunas figuras. Poco a poco me acostumbré a tenerla cerca. Con las hojas de papel que yo desechaba y un lapicero corroído que no sé de dónde sacó, hacía sus propios dibujos. Mientras llegaban cada día al campamento decenas de hombres, mujeres y niños de Irak, Siria y del corazón de África, mientras Paula escuchaba historias terribles y se afanaba por avivar la esperanza de almas desesperanzadas, yo pretendía emular a Madrazo y la niña me seguía en mi camino. No nos hablábamos, ni siquiera por medio de gestos, pero nos acostumbramos el uno al otro. Sin ella, me faltaba la inspiración.

»Una noche en la que el calor estival me impedía dormir, salí de la tienda que compartía con tres cooperantes franceses para dar un paseo y refrescarme un poco. Encontré a Paula que venía de los servicios de señoras. Por primera vez desde que la conocía me dedicó una sonrisa. Quizás el lugar le hizo bajar la guardia, quizás fuese su gesto amistoso el que me desarmó. Lo cierto es que olvidamos nuestra absurda contienda y estuvimos hablando hasta que vino el día. Me estuvo contando cómo la invadía el desaliento por su incapacidad para ayudar a los que llegaban diariamente al campamento. Yo, para animarla, fui a mi tienda en busca de mi cuaderno. Mientras los ojeaba, veía esbozarse en sus labios una sonrisa. En un momento, su rostro se ensombreció y sus ojos me devolvieron una mirada angustiosa que no comprendí. Me tendió un dibujo que mostraba con ingenuo realismo el bombardeo de una ciudad. Miré la hoja de papel sin comprender: aquel dibujo no era mío. Entonces, recordé. Debía de haber cogido sin darme cuenta uno de la niña.

»Miré de nuevo el dibujo y vi en él las emociones de las que siempre hablabas cuando discutíamos sobre arte. En él se podía tocar la barbarie de la guerra y sentir el miedo de una niña que no entendía lo que estaba sucediendo. Revolví entre los demás papeles que guardaba en el cartapacio y encontré otro dibujo: una familia huyendo de un pueblo en llamas que dejaba atrás a su hijital. Seguramente, dijo Paula, mi pequeña dibujante formaba parte de los niños que viajaban solos porque sus familias los habían perdido. Más y más fascinado, no podía apartar la mirada de los dibujos. Fueron aquellos trazos infantiles, aún vacilantes, y no el contacto con los refugiados los que me abrieron los ojos a la tragedia de los que huían de la guerra.

»Al día siguiente, esperé a mi niña refugiada durante horas en el sitio donde solíamos ir a dibujar, pero no acudió a nuestra cita no concertada. La busqué por el campamento, sin encontrar rastro de ella. Cuando ya iba a darme por vencido, le pregunté a una anciana con la que la había visto alguna vez. Me dijo que había partido con un grupo de refugiados sirios que habían dejado el campamento aquella mañana.

»Los días siguientes, me sentí perdido. La echaba de menos y me reprochaba no haberme molestado en conocerla mejor. Pensé regresar a España y olvidarme de mi loca aventura pero lo fui posponiendo y acabé quedándome, implicado más y más en la vida del campamento. Allí encontré lo mejor y lo peor del ser humano. Gente que compartía lo que no tenía; gente capaz de matar por un mendrugo de pan. Gente que andaba siempre mirando para atrás con miedo... Recuerdo cómo me impresionó un padre con dos hijos que buscaba desesperado a su mujer y al que no pude ayudar. Todavía oigo sus gritos de angustia en mis sueños. Cuando volví a Madrid, supe que nunca volvería a ser el mismo. No podía quitarme de la cabeza las historias que había oído y, acompañado del recuerdo de mi pequeña artista, no descansé hasta que las plasmé en el lienzo.

***

Pasadas las diez de la noche, los dos amigos se despidieron después de agotar mil conversaciones. Durante horas Javier vagó entre el sueño y la vigilia mecido por las palabras de Eduardo. Lo despertó el timbre de la puerta; pero en el descansillo, sólo encontró un paquete sobre el felpudo. Al desenvolverlo, sus ojos tropezaron con una niña en actitud de recogida oración.









Nota: Con este relato participé en la semifinal del Torneo de Escritores de la web Tus Relatos. Según las normas del torneo, el título del relato debía ser "Arte" y éste no debía sobrepasar las 3.000 palabras.

Tuve el honor de tener como contrincante a Paco Castelao. Aprovecho estas líneas para felicitarlo por su merecido pase a la final. Mi reconocimiento también a los otros semifinalistas: Jorge Valín y José Purple. Cualquiera de ellos merece un lugar de honor en el mundo del arte de escribir. 





lunes, 2 de mayo de 2016

Alas rotas







La primera vez que la vi fue el día que murió Eugenio, mi hermano. No sé si alguien le abrió la puerta de la casa o consiguió colarse aprovechando la entrada de algún amigo o pariente de la familia. La casa estaba abarrotada de gente y una más no iba a notarse, debió de pensar olvidando sus rasgos orientales. Se sentó en una silla cerca del féretro. Iba vestida sencillamente con una blusa blanca, unos pantalones vaqueros y unas zapatillas de jugar al tenis, blancas también. El pelo liso y negro recogido en una coleta baja con un lazo azul celeste le bailaba en la espalda. Desde el sofá donde me encontraba, no podía verle sus ojos almendrados, escondidos bajo sus párpados como si le diese vergüenza estar allí. Le pregunté quién era a María, la mujer que ayudaba a mi cuñada en las tareas domésticas, pero me dijo que no la había visto antes de aquella tarde. Pregunté a unos cuantos amigos, mas ninguno sabía decirme quién era. En varias ocasiones quise acercarme a ella, azuzada más y más por la curiosidad. Pero mis esfuerzos fueron en vano pues en cada intento me salía alguien al paso para darme el pésame.

Era muy joven. No parecía tener más allá de veinticinco años, pero, ¿quién puede saber la edad de una chica oriental? Ignoro si se daba cuenta de mi escrutinio. No levantaba la vista de sus manos, que descansaban sobre su regazo, y parecía ajena a lo que ocurría a su alrededor. Cada vez que miraba hacia el rincón donde estaba, la veía sola, en silencio, sin hablar con nadie. Debía de haberse confundido y estar llorando la muerte de otra persona. ¿De qué iba a conocer mi hermano a aquella jovencita oriental? Pero ella no parecía percatarse de su error, pues no se movió de su silla en toda la tarde.

A las siete de la tarde, empezaron a marcharse las visitas que habían querido dar su último homenaje a Eugenio. María había encendido las luces y cerrado las cortinas del salón para preservar nuestro duelo de la curiosidad ajena. Acompañé a mi cuñada a su dormitorio para que descansara después de la fatiga de un día tan doloroso. Los hombres de la funeraria iban a llevarse el féretro al tanatorio y yo pensaba quedarme a pasar la noche para no dejarla sola. Al pasar por el salón vi a la joven desconocida. Parecía que no se hubiese movido durante horas. Me prometí hablar con ella cuando se acostase Pilar; pero al volver al salón, ya se había marchado.

Al día siguiente la vi de nuevo en el cementerio, medio oculta tras un ciprés aunque lo suficiente cerca de la sepultura para oír la oración del sacerdote. No se separó del enhiesto árbol durante la breve ceremonia. Sólo cuando los sepultureros iban a cerrar el sepulcro, se acercó al féretro, depositó una rosa blanca y se marchó antes de que nadie se diera cuenta. Salí corriendo tras ella pero no llegué más que a ver cómo se subía a un coche azul.

Le pregunté a Pilar de qué conocían a la joven oriental Eugenio y ella. Me miró casi divertida antes de decirme, como burlándose de mí, que con la conmoción de la muerte repentina de mi hermano debía de haber sufrido un espejismo y haberme confundido con alguna de sus primas más jóvenes. Yo sabía que la joven no era nadie que conociera pero no quise insistir: ¡Bastante tenía ella con la pena por haber perdido a su marido para preocuparse también con una extraña que se colaba en los duelos ajenos!

Aquella misma tarde, llamé a la empresa que tenía Eugenio a medias con un socio. Les dije que quería recoger los objetos personales que aún tenía en su despacho. Estaba convencida de que, entre sus cosas encontraría alguna pista sobre la joven desconocida. Es cierto que su socio me había dicho que no figuraba entre sus clientes ni la había visto antes del entierro, pero no se me ocurría otro lugar donde buscarla. Permanecí toda la tarde rebuscando en los cajones, entre los libros de la biblioteca y hasta en el cesto de los papeles; mas todo fue en vano. No había rastro de la enigmática oriental.

Ya iba a darme por vencida, cuando llamó la atención un velador medio oculto por las cortinas del ventanal. Ni el pequeño mueble, una antigüedad de estilo inglés, ni los adornos que descansaban sobre el velador parecían tener nada que hacer en aquel despacho de estilo funcional donde se deshacían hasta convertirse en polvo miles de viejos documentos: ¿qué hacían allí un cenicero de cristal tallado y una esbelta lámpara de Art Decó? Olvidándome de mis pesquisas, me acerqué al velador. Debajo del cenicero había un libro encuadernado en piel: “Alas rotas”, era su título. Lo abrí por una página al azar y me dejé llevar por el aroma a tabaco de pipa que me evocó las tardes de invierno que pasábamos de jóvenes Eugenio y yo en la casa de mis padres. Me extrañó encontrar en aquel despacho un libro de poemas y más aún que muchos de los versos estuvieran subrayados. Mi hermano, hasta donde yo sabía, no era aficionado a la poesía. Busqué en la cubierta el nombre del poeta y mi sobresalto fue inmenso cuando lo encontré: Toshiko Oshima.

—La chica del cementerio —pensé.

¿Por qué tenía mi hermano un libro de poemas de una jovencísima oriental? Pasé de prisa las hojas y leí el primer poema, nada más que dos versos octosílabos:

“Las alas se me quebraron
cuando volaba más alto”.

Quise leer más, pero el socio de mi hermano llamó a la puerta para recordarme que ya era la hora de cerrar. No cogí del despacho más que el libro y el cenicero de cristal tallado: el uno porque pensaba que guardaba la clave del misterio de la joven oriental, probablemente la autora de los poemas, y el otro, por parecerme tan ajeno a los gustos de Eugenio.

Al llegar a casa, anduve distraída, sin atender a la acalorada discusión entre mi marido y mis hijos que, como era habitual, amenizaba las cenas de mi familia. No sé cómo ninguno se daba cuenta de mi falta de interés. Debo decir que en aquellos debates sobre los temas más diversos, era yo la que más solía gritar, mientras que aquella noche permanecía en silencio. Estaba impaciente por quedarme a solas para poder sumergirme de nuevo en el poemario. En cuanto levantara el mantel, todos emprenderían el vuelo y me dejarían disfrutar de unas miajas de tranquilidad hasta el momento de irme a dormir. Mi marido acostumbraba a leer sus periódicos cuando terminaba de cenar y mis hijos se encerraban en sus habitaciones con la Playstation.

Pero de la lectura de los poemas no conseguí más que avivar la tristeza por la pérdida de mi hermano. En ellos se hablaba de amores frustrados, de abandono y de añoranza. Para sacudirme la pena, encendí mi iPad: quería buscar por Internet información sobre la autora. En el libro, sólo figuraba la fecha de impresión que me había dejado aún más intrigada: Año 2000. Quince años antes. La autora no podía ser la desconocida que se había colado en la casa de mi hermano y en el cementerio, pues aquéllos no eran versos escritos por una niña. La infiltrada no debía de tener más de veinticinco años, por lo que quince años antes sería apenas una niña.

Me sentía decepcionada. Lo más probable era que la joven no tuviera nada que ver con la autora del libro. Después de todo, ahora que Eugenio había muerto, ¿qué importaba quién fuera la joven desconocida de rasgos orientales? Estaba tejiendo en mi imaginación una fantasía para no enfrentarme a lo único que era real: el dolor por la repentina muerte de mi hermano después de un ictus. Pero no me sentí capaz de abandonar mis pesquisas y estuve navegando por Internet hasta entrada la madrugada.

Había miles de entradas en Google que respondían a la búsqueda de “Toshiko Oshima”. En cualquier parte del mundo había una. O uno, pues el nombre era femenino y también masculino. Las horas corrían unas tras otras y parecía que lo único que sacaba en claro era las miles de personas que poblaban el mundo con ese nombre.

Los días siguientes, seguí intentándolo. Una parte de mí me decía que era importante encontrar a la joven oriental; mientras que mi lado racional me azuzaba para que dejara aquella absurda investigación que no me estaba llevando a ninguna parte. Pero no me aparté de mi empeño hasta que encontré una página en la que se informaba sobre el fallecimiento en 2005 debido a una grave enfermedad de Toshiko Oshima, poeta japonesa afincada en Granada. No podía ser, pues, mi joven desconocida. Tal vez ésta no fuese más que una loca que se colaba en los duelos ajenos para dejar una rosa blanca y sólo una broma del azar había querido que Eugenio guardase en su despacho el libro de poemas de una japonesa. Decidí, pues, hacer caso a mi lado racional y regresar a la vida que, con mi obsesión, había descuidado.

Pero mi empeño en olvidar a la joven oriental se vio frustrado el día en el que nos llamó el notario para abrir el testamento de Eugenio. Allí estaba ella, con un discreto vestido azul marino, unas bailarinas del mismo color y la coleta baja impecablemente peinada. Quien fuera no se trataba de ninguna extraña, pues si la habían convocado a aquella reunión era porque mi hermano la nombraba en su testamento.

Vi a mi cuñada Pilar observarla de soslayo en más de una ocasión, como si viera en ella a alguien peligroso. Debía de haberla puesto nerviosa pues se removía en su asiento como si no encontrase la postura. No había ninguna duda de que la joven no era ninguna de sus primas. ¿Quién sería? Mi curiosidad no tenía límites, pero la de Pilar tampoco parecía tenerlos.

La voz del notario interrumpió mis pensamientos. El testamento no iba a sorprender a nadie. Al menos no al principio. Le dejaba toda su fortuna a su esposa. A mis hijos les dejaba una cantidad de dinero para ayudarlos en sus estudios y a mí su colección de veleros en miniatura. Nada que no esperásemos. Nada. Al menos, eso creíamos. Cuando ya nos disponíamos a marcharnos, el notario carrapeó y prosiguió leyendo:

—A mi hija Natsuki Martínez Oshima, le dejo la casa que tengo en Granada.

Un estruendoso silencio recorrió la sala. ¿Su hija?, ¿la casa de Granada? Nadie se atrevía a moverse hasta que un grito ahogado nos hizo estremecer. Pilar se había puesto en pie y, si no la hubiera sostenido mi hijo Javier, se hubiese precipitado sobre la joven. Durante un tiempo que me es imposible determinar, reinó la confusión en la notaría. Mi cuñada había roto en llanto y todos los que estábamos en la sala hacíamos lo imposible por consolarla. Y en medio del revuelo, Natsuki, la hija de Eugenio, mi sobrina, volvió a escabullirse sin que me hubiese dado tiempo a hablar con ella.

Creí que la había perdido una vez más y hasta que no llegué a casa no me percaté de que nos habían entregado una copia del testamento en la que figuraba la dirección de Natsuki, de manera que, al día siguiente me presenté en su casa.

Vista de cerca, Natsuki era de más baja estatura de lo que me había parecido en las tres ocasiones anteriores en las que la había visto. Como el primer día, llevaba unos pantalones vaqueros y una sencilla blusa blanca. Fue ella misma la que me abrió la puerta y no tuve ninguna duda de que me reconoció nada más verme pues retrocedió como si le asustase encontrarme allí. Ninguna de las dos supo qué decir. Permanecimos en silencio unos instantes que a mí me parecieron una eternidad.

—Soy tu tía Susana, Natsuki —le dije intentando sonreír—. Te he traído un libro que tu padre guardaba en tu despacho.

Natsuki miraba de un lado a otro como si le pusiese nerviosa mi inesperada visita.

—Pensé que te gustaría tenerlo.

Le tendí el libro de poemas con una sonrisa miedosa. Natsuki lo cogió distraída y sólo cuando leyó el título de la portada me devolvió una sonrisa y me hizo pasar. Dejé vagar la vista por el apartamento. Me parecía encontrarme con mi hermano en cada esquina. Una fotografía con Natsuki de niña, un cuadro que años atrás había desaparecido de la casa de mis padres, su gorra azul… Por un momento me sentí incómoda al imaginar la vida que Eugenio nos había mantenido oculta. Todo me parecía extraño y familiar a la vez.

Mientras tanto, Natsuki no me lo estaba poniendo fácil. En ningún momento despegó los labios. De vez en cuando, sorprendía en ella una mirada furtiva, como si quisiera asegurarse de que estaba allí. Intenté ponerme en su lugar, comprender sus sentimientos. Yo no era para ella sino una desconocida que me había presentado de improviso en su casa. Recordé que había perdido a su padre y pensé que tal vez quería llorar su pérdida en soledad. Me compadecí de su pena, que era también la mía, y me dispuse a decirle adiós. Pero, cuando quise despedirme, Natsuki se aferró a mi brazo y me pidió que me quedara.

—Sólo quería conocerte —le dije—. Hasta ayer, no supe que tenía una sobrina.

—Nosotras nos enteramos de que mi padre tenía otra familia cuando yo tenía nueve años.

—¿Nosotras?

—Mi madre y yo.

—Tu madre escribió el libro de poemas, ¿verdad?

Asintió.

—Cuéntamelo todo, por favor —le pedí casi susurrando—. Quiero conocerte.

—Hasta los nueve años, creí que mi familia era igual que la de cualquier niña. Es cierto que mi madre era japonesa y yo había heredado de ella sus rasgos orientales, pero eso en el colegio constituía más bien una ventaja que un inconveniente. Vivíamos a las afueras de Granada. Mi padre viajaba mucho por razones de trabajo por lo que pasaban muchos días fuera de casa. Cuando llegaba el verano, mi madre le insistía en que nos dejase acompañarle, pero él siempre decía que los negocios no le dejaban tiempo para ocuparse de nosotras. Lo peor era en Navidad. Algunos viajes lo llevaban a Perú o Guatemala y no llegaba a tiempo para celebrarla con nosotras. O, al menos, eso nos decía.

Me acordé de que mi cuñada Pilar se quejaba a menudo de que apenas se veían por culpa de los viajes de trabajo, que cada vez se tomaba menos días de vacaciones. Ahora entendía los ejercicios de equilibrio que tendría que hacer para engañar a ambas mujeres.

—Recuerdo echarle de menos cada vez que emprendía un largo viaje. Me lo imaginaba surcando los mares en un barco velero como esas miniaturas que coleccionaba y guardaba en su despacho.

Su dulce voz se había vuelto pausada, como, si al volver a la infancia, se hubiera desvanecido su desdicha. Parecía hablar para sí misma, como si hubiese olvidado que estaba allí. Yo la escuchaba sin atreverme siquiera a respirar no fuera a arrepentirse de sus confidencias.

—Cuando mi padre volvía a casa, parecía un día de fiesta. Y no sólo para mí: mi madre parecía florecer cada vez que veía a mi padre. A mí me iba a recoger al colegio y me llevaba a tomar leche merengada a la heladería más elegante de Granada sin oír las protestas de mi madre, que no quería que rompiera el orden que presidía mi vida. No hay muchas niñas que no quieran a su padre pero para mí lo era todo. Sabía hacerme reír imitando a los personajes que salían en la tele, llorar cuando me contaba cuentos o ilusionarme cuando me hablaba de los lugares que visitaba en sus viajes. Ahora pienso en lo que tenía que inventar para que nos creyéramos sus historias.

»Mi madre por entonces había escrito su primer libro de poemas. Me dejó con una amiga y vino a Madrid para hablar con un editor. Cuando regresó, parecía haber envejecido. No me dijo sino que mi padre ya no viviría con nosotras. Pasaría algún tiempo hasta que me contó que había descubierto la doble vida que llevaba mi padre. Durante años se negó a nombrarlo. Sólo desahogó su corazón y habló de su felicidad truncada en su libro “Alas rotas”.

»No volví a ver a mi padre hasta que fue a buscarme cuando ella murió. Para entonces yo tenía quince años. Me dijo que había alquilado una casa en Madrid para que me fuera a vivir con una señora que había contratado para que cuidara de mí, que quería tenerme cerca pero que no podía vivir conmigo. Si no hubiese estado tan aturdida por el dolor, me hubiese resistido a sus deseos. Le hubiese reprochado el daño que le hizo a mi madre, que quisiera mantenerme escondida de su familia, de la mía. Pero cuando se presentó en casa, sólo vi a la persona que más había querido. Después, me habló muchas veces de vosotros, de su infancia, de su otra vida, pero cuando le pedía que me presentara a mis primos, siempre lo aplazaba al año siguiente. Hasta que me resigné y dejé de pedírselo.

Cuando Natsuki terminó su relato, guardó silencio. Su rostro reflejaba la tristeza por la infancia perdida. Yo tampoco me atrevía a hablar y así permanecimos con las manos entrelazadas hasta que cayó la noche y regresé a mi casa.


Después de aquella tarde, la vi en unas cuantas ocasiones más. Con motivo de alguna celebración familiar, la invitaba a pasar la tarde en nuestra casa de la sierra, procurando que no se encontrara con Pilar, mi cuñada, para no abrir heridas que aún tardarían en cicatrizar. Pero tales encuentros no eran fáciles ni para ella ni para nosotros. Una familia no se improvisa en un día ni el cariño nace súbitamente porque un papel decrete que es tu sobrina. Aunque todos nos esforzamos para que se sintiera una más entre nosotros, no podía ocultar cuánto la cohibíamos con nuestras ruidosas charlas y nuestras risas estruendosas. Al principio, aceptaba todas mis invitaciones, pero con el tiempo se hicieron más frecuentes las excusas hasta que un día dejó de asistir.




*Nota: Este relato se basa en el que escribí para la tercera ronda del Torneo de Escritores que se está desarrollando en la Web “Tus Relatos”. Una de las condiciones era el título, “Alas rotas”. La otra, no sobrepasar 2.099 palabras, pero mi tendencia a enrollarme me llevó a las 3.000 por lo que tuve que meter las tijeras. Ésta es la primera versión mejorada. O eso creo.