lunes, 20 de junio de 2016

Calle Camino Viejo 128







Diego.
Cuando sonó la alarma del móvil a las siete y media, ya llevaba despierto casi dos horas. El silencio se había apoderado de la casa el día que lo dejó Nuria impidiéndole desde entonces conciliar el sueño. La soledad le aprisionaba el pecho causándole un dolor sordo: ya, su compañero habitual. Sólo por su tozuda determinación permanecía en la cama con la pequeña esperanza de conseguir dormir aunque no fuera más que unos minutos antes de levantarse para comenzar el trabajo que se traía entre manos desde hacía semanas. Pero era inútil. A su mente acudían miles de imágenes de otra época para recordarle que una vez fue feliz. 


Ya en la cocina, un sucio desorden le trajo a la memoria las mañanas de domingo en las que dejaban pasar el tiempo en largas conversaciones ante una taza de café y unas tostadas untadas con la mantequilla y la mermelada de madroños que les traía la madre de Nuria del pueblo. Buscó un vaso entre los cacharros sucios que se amontonaban en el fregadero, lo enjuagó bajo el grifo y lo llenó de café recalentado.

En su despacho, lo esperaban apilados sobre la mesa los libros que el día anterior había sacado de la biblioteca. No le quedaba más que escribir el último capítulo y las conclusiones para finalizar la tesis doctoral. Recordó cómo había cogido tres semanas de sus vacaciones para terminarla unos días antes de que se fuera Nuria. En su cabeza tenía perfiladas las palabras que pondrían fin a una tarea que había iniciado doce años atrás abandonándola y retomándola una y otra vez a lo largo de ese tiempo. Pero cuando al fin pudo vislumbrar la meta de aquel largo recorrido y con entusiasmo dejó de lado todo lo demás para dedicarse sólo a redactar su tesis, Nuria lo abandonó. 

Y, sin embargo, no lo vio venir. Diego se reprochaba no haberse dado cuenta de que Nuria no era feliz. Y eso que llevaba meses quejándose de que no le prestaba atención. Se enfurecía si, al llegar a casa al final de la tarde, no lo encontraba en casa o lo veía enterrado entre libros y papeles absorto en una tesis doctoral que nunca tenía fin. Se volvió irritable, de lágrima fácil. Hasta que, un día, le dijo que no podía seguir viviendo en aquel abandono y se marchó.

Diego intentó leer un artículo de una revista científica que había encontrado por Internet, pero las letras danzaban en su retina impidiéndole comprender el significado de las palabras. La vista se le desviaba continuamente hacia el teléfono móvil. Tal vez aún podía convencerla. Dejó que sus dedos recorrieran el teclado y escribió: “Tengo que hablar contigo. ¿Qué te parece si nos vemos a las siete en la nueva cafetería de la calle Camino Viejo? en el número 128, ya sabes. Donde antiguamente estaba el cine Imperial”.


Diana.
No pudo evitar lanzar a Artemisa una mirada airada. Era cierto que, si querían atraer a las mujeres más elegantes de la ciudad, debían vestirse y perfumarse a tono con su boutique, pero estaba cansada decirle a su socia una y mil veces que, en su estado, no soportaba fragancias tan densas. Claro que a su joven amiga le importaba poco lo que le pasaba o dejaba de pasarle a ella y mucho menos si el aroma a Chanel número 5 le provocaba náuseas. 

El reloj de pared anunció las doce menos cuarto. ¡Dios mío!, pensó, ya mediodía y no había entrado en la boutique más que la señora de todos los días. Allí estaba con un andrajoso abrigo de piel de zorro que a Artemisa le parecía de corte vintage y a ella una antigualla de los años ochenta. Cada mañana, ocurría lo mismo. Llegaba corriendo, como si tuviera mucha prisa, revolvía entre las prendas de cachemir, se probaba los vestidos de fiesta o se colgaba al cuello uno a uno los collares de fantasía. ¿Y para qué?, si nunca compraba nada. Lo dejaba todo manga por hombro, como diría su abuela, y se marchaba una hora después de marear con sus picantes cotilleos a quien se prestara a escucharla. 

Diana suspiró. Se llevó la mano al vientre cuando sintió al niño que esperaba. Un vuelco del corazón le recordó la decisión que había tomado la noche anterior tras luchar durante horas contra el insomnio y sus propios temores. De pronto, la invadió el deseo de contárselo a todo el mundo, anunciar la noticia a los cuatro vientos. Artemisa estaba junto a uno de los anaqueles doblando las blusas de seda. Pensó que tal vez se alegraría por ella si le hablaba de los planes que había estado tejiendo aquella larga noche. Pero, antes de acercarse a su socia, se arrepintió de su impulso. Artemisa la escucharía con la mente perdida en sus cosas, ni siquiera se molestaría en disimular su falta de interés. Sacó el móvil del bolso y se entretuvo repasando los contactos. Cuando vio el de su amiga Luisa se le escapó una sonrisa. Permaneció unos instantes pensativa y después escribió un mensaje: “Te vienes esta tarde a las siete en la nueva cafetería de la calle Camino Viejo?”

Roberto.
Miró el reloj que le regaló Clara, su novia, el día que hizo tres años que se habían conocido. Eran las dos de la tarde. Si se daba prisa en comer, aún podía llegar a tiempo a la sesión de las cuatro para ver la última película de “Star Wars”. Eso si su madre no lo retrasaba con su charla: ¡tenía tantas ganas de hablar después de pasar toda la mañana cuidando al abuelo…! No debía de ser fácil para ella escuchar durante horas y horas la cháchara plomiza del viejo. Siempre las mismas historias, siempre hablando de su vida en Alemania, cuando siendo joven, tuvo que partir en busca de un futuro que en España se le había negado; siempre las mismas quejas acerca de la desidia de los jóvenes actuales, tan distintos de los de su época. Cada día, rompía el corazón de su hija acusándola de malcriar al haragán de Roberto, sin dejarle decir una palabra en su descargo. Así que no era de extrañar que la buena mujer esperase con tanto anhelo a su hijo para pasar un rato de conversación. Pero aquella tarde no podía ser. No tenía tiempo de entretenerse en charlas. De aquel día no pasaba: lo esperaba “El despertar de la fuerza”. Luego, a las siete, un par de cervezas con Clara en la cafetería que habían abierto recientemente en la calle Camino Viejo número 128.

Juan Manuel.
El reloj del ayuntamiento daba las cuatro de la tarde cuando salió del edificio. Apenas podía reprimir las ganas de saltar. ¡Lo había conseguido y sin la ayuda de su padre! En un principio incluso él dudó que pudiera lograrlo. Pero ahí estaba él, saliendo del edificio más elevado de la ciudad donde tenía su sede la empresa de publicidad más prestigiosa del país. No había sido precisa la recomendación de su padre, aunque sabía que con sólo pronunciar su nombre se le hubieran abierto todas las puertas. Pero no. Lo había conseguido él solo, sin ninguna ayuda.

Hacía tres años que había finalizado sus estudios de publicidad y, desde entonces, había perdido la cuenta de las ofertas de empleo que había respondido, los currículos que había enviado, las veces que había esperado en la cola de la oficina del desempleo, las veces que había encendido las luces de la ilusión, las veces que las había apagado. Cada decepción era un acicate más para que su padre le insistiera en que aceptara su ayuda, convencido de que sin ella permanecería hasta el fin de los tiempos en el paro. Juan Manuel había hecho oídos sordos a los funestos augurios de su padre y no había querido rendirse. Pero eso ya se había terminado. Podía alardear de que lo había conseguido sin miedo a que se desvanecieran sus sueños.

Miró su reloj de pulsera: las cuatro y cuarto. Sacó de su bolsillo el teléfono móvil y buscó el número de su padre. “Papá, tengo que darte una noticia. Te invito a las siete a una copa en la cafetería que acaban de abrir en la calle Camino Viejo”.

Paula.
Se retocó el carmín de los labios ante el espejo. Eran las seis de la tarde y ya tenía que haber salido. Otra vez se iba a retrasar. Era su cita más importante con Jaime y de nuevo le iba a dar plantón. ¡Con lo que le molestaba que llegara tarde…! Y eso que había empezado a arreglarse a las cinco. Pero, claro, se había tenido que entretener alisándose la melena con la plancha nueva. Abrió el armario y permaneció unos minutos sin decidirse por el vestido beige, demasiado serio, o por la minifalda azul turquesa y el top negro, ¿tal vez demasiado atrevido? Le gustaba tanto Jaime que tenía miedo de estropearlo. Finalmente se decidió por los vaqueros y la blusa de color rosa que él le había regalado. 

Sus pensamientos volvían una y otra vez a las palabras que había preparado. Lo tenía muy ensayado. Si él no le decía nada, lo haría ella. Para eso lo había llamado y había quedado con él a esa hora tan extraña para ellos. Y es que ya no podía soportar la incertidumbre. Él no se decidía a dar un paso adelante. Siempre sucedía lo mismo. Cuando parecía que al fin le iba a decir proponérselo, acababa dando marcha atrás. Así que ella se lo daría todo hecho. Se lo presentaría como algo ya consumado, irremediable, y a ver si, entonces, se atrevía a negarse. 

Paula suspiró. No podía evitar estar asustada. ¿Y si Jaime la dejaba? Su plan se parecía al juego de la ruleta rusa. Estaba casi segura de que aceptaría, pero no podía quitarse de la cabeza el miedo al fracaso, a que se sintiera acorralado y se marchase. Si eso sucedía... Mejor no pensarlo. Tras dos años juntos, le horrorizaba la idea de que Jaime se fuera. No entendía de dónde le venía ese miedo. Él nunca le había dicho nada que pudiera hacerle sospechar que quisiera marcharse. Pero era tan poco afectuoso, tan poco comunicativo... Nunca sabía a ciencia cierta lo que pensaba.

Consultó una vez más el reloj: las seis y veinte. No podía entretenerse un minuto más si no quería llegar tarde. Había quedado a las siete con Jaime en la nueva cafetería de Camino Viejo 128. 


Calle Camino Viejo 128.
El reloj de las Carmelitas anunciaba las siete menos veinticinco. En la calle Camino Viejo se había dado cita casi toda la ciudad, animada por el sol de febrero, que, tras dos meses escondido, asomaba tímidamente la cabeza. Una pareja de adolescentes esquivaba a los viandantes mientras dibujaba arabescos en la acera con sus patines. De las tiendas entraban y salían turistas cargados de bolsas y, en el parque, unas niños se perseguían jugando al escondite. 

Diego.
Cruzó la puerta de la cafetería veinte minutos antes de lo acordado temeroso de que algún imprevisto le impidiese llegar a tiempo. Apenas había una mesa libre. Desde que abrieron unos meses antes, el local se había puesto de moda y toda la ciudad parecía congregarse allí a la caída de la tarde. Sin apenas poder dominar su impaciencia, recorrió el salón principal con ojos ávidos, pero le fue imposible distinguir a Nuria en medio de tanta gente. Una joven vestida con una sofisticada blusa de de color malva pasó por su lado dejando un rastro a violetas. Por un momento creyó que era ella. Los latidos de su corazón emprendieron una loca carrera antes de comprobar que sólo era una desconocida. Por su pensamiento cruzó veloz la duda: ¿Y si no acudía a la cita? Una mano se posó en su hombro. No le fue necesario volverse para saber que era ella. Cerró los ojos un instante para darse valor y, al abrirlos, como le ocurriera la primera vez que la vio, quedó deslumbrado con su belleza.

Diana
Al entrar en la cafetería, la asaltó el aroma a café y a croissants recién horneados. Paseó la mirada por el salón buscando a Luisa, pero aún no había llegado. Sus ojos se posaron en una pareja que, en un rincón, se hablaba en susurros. Una joven de algún país del este de Europa la guió hasta una mesa libre junto a la ventana. Los ojos de Diana cayeron sobre un muchacho con una camiseta negra de “Star Wars” que no prestaba atención a lo que sucedía a su alrededor, absorto pantalla del móvil. Cuando pasó a su lado, el joven levantó la cabeza como si creyese que era la persona que estaba esperando. Por un instante, se pintó la decepción en su rostro y, luego, volvió a su teléfono. 

Roberto.
Miró de nuevo el reloj: las siete y cuarto. Como de costumbre, Clara llegaba tarde. Levantó la mano para llamar la atención de un camarero que pasaba cerca de su mesa con una bandeja con los restos de una merienda y le pidió otra cerveza. Mientras paladeaba su espuma, saboreaba en el recuerdo escenas de la película que acababa de ver: El ataque aéreo de la Primera Orden con los cazas estelares, el abordaje de Han Solo y Chewbacca, la búsqueda del Halcón... Una llamada del móvil interrumpió sus recuerdos. Clara lo llamaba para decirle que aún se retrasaría un rato. Había salido de compras con su hermana Macarena y se encontraba al otro lado de la ciudad. A Roberto le costó reprimir su enfado: ¿cuántas veces le había hecho una cosa igual? Estuvo a punto de decirle que no se molestara en ir, que él se volvía a su casa. Pero sabía que, si se dejaba llevar por un momento de cólera, se enredarían en una discusión que no tendría fin. Así que prefirió callar y esperarla. Ya la cogería otro día tranquilo y le diría cuatro cosas. Notó su garganta seca, por lo que alzó la mano para pedir otra cerveza. Un joven con pelo rasta pasó por su lado. Por un momento, creyó que era su amigo Guille, pero, cuando iba a llamar su atención, se dio cuenta de que se trataba de un extraño.



Juan Manuel
Cuando entró en la cafetería, vio a su padre en una mesa al fondo haciéndole señas con una mano. Juan Manuel no pudo evitar una sonrisa. Su padre, un caballero a la antigua como le llamaban sus hijos, nunca llegaba tarde a una cita. Allí estaba él, intentando entablar conversación con la joven de la mesa de al lado. Con su príncipe de Gales y un pañuelo blanco impoluto asomando coqueto del bolsillo izquierdo de la chaqueta. Nada que ver con el desaliño de su hijo y su pelo rastas. Y, sin embargo, era a su padre a la persona que más admiraba y, desde su estilo tan opuesto, anhelaba ser como él. Por eso era la primera persona a quien quería contarle que había conseguido un empleo en la mejor empresa de publicidad de la ciudad.

Paula. 
Después de tanto correr y sortear el tráfico, entró en la cafetería con sólo cinco minutos de retraso. Jaime aún no había llegado. Mejor, pensó. Así tendría unos momentos para relajarse antes de verle. Pidió que le trajeran un té de jazmín y un trozo de tarta de Santiago. El nerviosismo le daba hambre. ¿Qué importaba que la tarta, con tanta almendra, tuviera un montón de calorías?, se dijo intentando acallar su conciencia. Ya se pondría a dieta al día siguiente. Un señor de edad avanzada elegantemente vestido parecía querer hablar con ellos pero Paula no le prestó atención. Vio a Jaime entrar por una de las puertas que daban a la ancha avenida. Su mirada miope recorrió el salón como buscando a Paula pero, con su despiste habitual, sus ojos pasaron por encima de ella sin verla. La joven agitó la mano y se levantó de la silla con la intención de ir a su encuentro pero entonces él le devolvió el saludo y se dirigió con una sonrisa a su mesa.

Una cafetería abarrotada de gente.
Un hombre de edad indefinida cruzó el umbral de la cafetería a las siete y veinticinco. Iba vestido todo de negro: sudadera, pantalón y hasta las zapatillas de deporte, cuyos cordones escarlatas ponían la única nota de color a su atuendo. Se aproximó a la barra y pidió un refresco de limón que no llegó a probar. Con un movimiento brusco, retrocedió sobre sus pasos y, llevándose las manos a la hebilla, accionó los explosivos de su cinturón. Tras un ruido atronador, la cafetería se llenó de silencio sólo roto por el tono de un teléfono móvil que parecía querer interpelarnos con su insistencia. Después, gritos, confusión, estupor: una tristeza tan inmensa que no había adjetivo alguno para calificarla.


Cuando se produjo la explosión, Diego llevaba casi media hora intentando convencer a Nuria de que volviese con él. Le habló del estruendoso silencio que se había hecho dueño de la casa, del frío que atenazaba su alma desde que lo dejó, de lo que dolía su ausencia. A pesar de leer el escepticismo en el rostro de su esposa, le prometió cambiar. Aflojar en su ritmo de trabajo y dedicarle toda su atención. Él, que desde que terminó el colegio, no había vuelto a abrir un libro de poemas, abrumó a Nuria con frases que, en otro momento, lo hubiesen avergonzado. Alargó la mano por encima de la mesa y la dejó descansar sobre la de ella, pero Nuria, no sabía Diego si asustada o enfadada, retiró aprisa la suya. En ese momento, se creyó perdido. En un nuevo intento, le habló de amor con palabras que no sabía que conocía. Lo último que vio antes de morir fue una sonrisa entre dulce e irónica asomando a los labios de Nuria.



Diana no tuvo tiempo de contarle a Luisa que iba a tener un hijo. Para su sorpresa, se había quedado embarazada después de tres noches de pasión con un antiguo compañero del instituto con el que no había tenido más que un divertido rollo en un largo fin de semana. Durante semanas, se negó a aceptar lo que era más que evidente: que la falta de menstruación no era un simple retraso debido al estrés por la gestión de la boutique que tenía con Artemisa. Después, cuando ya no había lugar para el engaño, creyó que el mundo terminaba para ella. No se sentía capaz de criar ella sola a un niño y sabía que tampoco Julián se iba a comprometer a ayudarla. Acorralada por el pánico, se había dejado cortejar por la tentación de interrumpir el embarazo. Había llegado a concertar una cita en una clínica a pesar de las dudas que la roían por dentro. Unos días antes, mientras esperaba el autobús, había estado engañando al aburrimiento observando los juegos de una joven con su bebé. Desde entonces se había dejado llevar por la fantasía, especulando con la posibilidad de tener a su hijo. Hasta la noche anterior, en la que, al fin, se había decidido a asumir su maternidad.


Roberto se contó entre los pocos supervivientes del atentado. No llegó a reunirse con Clara hasta tres horas más tarde. Anduvo desorientado por las calles de la ciudad sin saber quién era ni adónde iba; y perdido hubiera continuado sabe Dios cuánto tiempo de no haberlo encontrado vagando por un parque una patrulla de policía que lo llevó al hospital. Los médicos comprobaron que no tenía más que la conmoción por lo sucedido y unas cuantas magulladuras en el rostro y en las manos. Le aconsejaron que pasara la noche en observación. Pero Roberto, que tenía miedo de morir si permanecía en aquel lugar donde la reina del inframundo cortejaba a los hombres, llamó a Clara para que fuese a recogerlo. Cuando la vio cruzar la puerta de la habitación a la que lo habían llevado, creyó despertar de un sueño. Se abrazó a ella y dejó que se derramara el llanto como no había vuelto a hacer desde que era niño. Fue en ese momento cuando se acordó de su madre. Faltaban unos minutos para las doce de la noche. Si le contaba lo ocurrido por teléfono, la mataría del susto. Sacó el móvil del bolsillo de la cazadora y le puso un mensaje: “Paso la noche en casa de Nuria. Te quiero mucho, mamá”. Sólo cuando lo envió, se dio cuenta de que la última frase podía alarmar a su madre: él nunca le dedicaba palabras tan cariñosas. Luego, escabulléndose de la vigilancia de las enfermeras, Clara y Roberto salieron del hospital y se perdieron en la noche.



Juan Manuel estaba entusiasmado contándole a su padre sus planes para el futuro cuando una sombra pasó por su lado. No fue más que una milésima de segundo. Suficiente para que un extraño presentimiento le helase el corazón. Casi al instante, una intensa luz cruzó su cerebro y sin darle tiempo a tomar conciencia de lo que estaba sucediendo, se sumió en la oscuridad más absoluta para siempre. 


Unos minutos antes de la explosión, Paula superó su miedo al rechazo y le pidió a Jaime que se fuera a vivir con ella al apartamento que acababa de alquilar. En los dos años que llevaban juntos, ella siempre había dudado del tipo de relación que tenían. Jaime no era muy expresivo a la hora de mostrar sus sentimientos, nunca le había dicho claramente que la quería y a Paula solía asaltarle una dolorosa sospecha: que únicamente la moviese a seguir con ella el miedo a quedarse solo. Durante meses, había estado tentada a preguntarle si la quería pero el temor a lo que le pudiese responder la había hecho callar. Mas aquel día, había tomado una decisión: le pediría que se fuera a vivir con ella. Paula nunca llegaría a saber si Jaime la quería o no. En el momento en el que él iba a responder, una explosión cerró sus labios para siempre. 



Aquella tarde de febrero, reinó la sinrazón del odio. Roberto no volvió a ser el mismo. Diana murió. Y Paula. Y Jaime. Y Diego. Y Nuria. Y José Manuel. Y su padre. Y muchos más. A los que sobrevivieron, el fanatismo truncó sus vidas e ilusiones. Yo lo vi, por eso lo cuento. 


lunes, 6 de junio de 2016

A la espera del alba








«Hairesis maxima est opera maleficarum non credere»¹
Malleus maleficarum, 1487







Sábado, séptimo día de abril, San Pedro de Poitiers, de 1567


Después de mucha insistencia, ayer trajeronme recado de escribir para distraer las largas horas del día y ahuyentar los malos pensamientos que tanto se afanan en atormentarme. Fuera debe de hacer buen tiempo. El canto de un jilguero viene cada mañana a poner un poco de alegría a mi triste existencia.


Mi nombre es Mencía, en honor de doña Mencía de Álcantara, señora de las tierras en las que nací, mi madrina de cristianar y en cuya casa servía mi madre como fregona. Nunca supe quién fue mi padre. A pesar de mi insistencia, la dueña de mis días no quiso decírmelo las veces en las que se lo pregunté, mas no llegué a notar la falta en los años en los que otros se acurrucan en el regazo de su progenitor. Ni en mi niñez ni en mi mocedad di muestras de rareza alguna que me distinguiera de los muchachos y muchachas que habitaban la casa. Lo juro ahora y por siempre por lo más sagrado. De chica, jugaba a los mismos juegos que ellos; y ya siendo mocita, reíame y lloraba con las mismas historias y gustábame también la danza en los días de fiesta. 


Cuando mi cuerpo empezó a cambiar, la señora púsome al cuidado de las gallinas y las otras aves del corral. Sólo una manía mía traía desespero a mi madre. A los diez años, el sacristán de la iglesia de san Mateo enseñome las letras del abecedario y, desde entonces, quedome la afición por el papel escrito, sin importarme desafiar la férrea vigilancia de doña Mencía para coger prestados los libros que guardaba en la biblioteca. Así fueron mis años de niña: nada hubo en ellos que censurar pudiesen las buenas gentes temerosas de Dios. Mi don o maldición, que aún no sé qué fue, no apareció hasta que no entré en edad de buscar marido.




Miércoles, vigésimo quinto día de abril, San Marcos, de 1567


No obstante la ilusión con la que acogí el permiso para escribir estas mis confesiones, llevo muchos días sin ánimo para empuñar la pluma. Mi cuerpo quebrantado volvió a reclamar cuidado con terribles dolores en las piernas y en los brazos. Mas hoy siento alguna mejoría y puedo proseguir con esta historia mía.


Había en lo alto de la casa de doña Mencía, un desván en el que los días de lluvia se tendía la colada para resguardarla de la humedad. Al fondo de la habitación en la que dejábamos la ropa recién lavada medio se ocultaba una puerta que siempre permanecía cerrada y nadie osaba abrir. Los mozos que querían asustar a las muchachas contaban que esta estancia era habitada por el alma de un viejo pastor que habíase quedado a las puertas del Purgatorio. Se nos ponían los pelos de punta y la piel de gallina cuando oíamos las terribles historias e imaginábamos los horrores que causaba el maligno espíritu a las doncellas casaderas, a las que pretendía atraer inspirándoles pensamientos pecaminosos. De nada servían las protestas de mi madre para que no diera crédito a tales fábulas. Me sentía atrapada por estos cuentos que me fascinaban y atemorizaban a un tiempo. A veces permanecía al pie de la escalera mirando hacia lo alto mientras los pies se me escapaban hacia los escalones aguijoneada por la curiosidad hasta que mi madre me llamaba a gritos desde la cocina ordenándome que le hiciese algún recado o que volviese a mis gallinas. Mas yo me hacía la sorda y remoloneaba un rato por ver si me armaba de valor, me decidía a subir sola al desván y sorprendía al desgraciado espíritu. 

Un atardecer de finales de octubre, volvía de dejar en la biblioteca un libro para coger otro cuando, al pasar por delante de la escalera, sentí como si alguien me llamase desde la habitación encantada. Tal vez no fuese sino sugestión por las historias que había oído o el susurro del viento que se colaba por las rendijas. No lo sé. Batallaron en mí el miedo a toparme con el alma en pena y las ganas por conocer el misterio que se escondía en la habitación del desván. Me dejé vencer por estas últimas animada por mi encendida imaginación, que pintaba inusitadas aventuras. Tras presignarme, subí presurosa los peldaños de la escalera mirando de cuando en cuando hacia atrás temerosa de ser descubieta. Aún hoy me asombra la osadía que me dominaba en aquellos momentos, a mí, que, de naturaleza, soy miedosa. Cuando entré en el desván las sombras de la noche entraban sigilosas por el ventanuco. Fui de puntillas hasta la puerta que tanto me atraía y la empujé en el momento en el que un relámpago iluminaba el cielo. Para mi asombro, no estaba cerrada con llave ni candado alguno y se abrió al momento. No quise hacer caso del miedo que empezaba a cosquillearme las entrañas y entré en la habitación que tanto me atraía.



Apenas iluminaba la habitación la poca luz que entraba desde la otra estancia, mas no quise volver abajo a buscar un candil no fuera alguien a entretenerme. Dejé la puerta abierta para no quedarme a oscuras y me adentré entre los muchos bultos que, cubiertos con trapos, salíanme al paso. De vez en cuando, el fulgor de un relámpago me descubría por un instante el contorno de una cama desvencijada o me avisaba de la presencia de un balde olvidado en el suelo. En el cielo se habían convocado las más terribles furias; el rugido del trueno agarrábase a mi pecho. No me dejé amedrentar y me paseé por la habitación en busca de algún tesoro en ella escondido. De pronto, una figura, que bien podría ser de hombre o de mujer, se encaró ante mí al tiempo que la puerta de la habitación se cerraba con un espantoso golpe. Y, antes de que pudiérame percatar de nada más, caí sin sentido al suelo.

No me encontraron hasta horas más tarde, cuando después de ir en mi búsqueda dentro y fuera de la casa, alguien entró en el desván y tuvo la ocurrencia de abrir la puerta de la estancia en la que me encontraba desmayada. Apenas volví en mí y conté lo sucedido, empezaron a correr por la casa los más disparatados cuentos acerca de aparecidos, mas la señora los cortó de cuajo diciendo que no había sido sino una ráfaga de viento, mi propia imagen en el espejo y una loca imaginación los que me habían causado tanto espanto. Nos conminó a todos para que no volviéramos a hablar de ello so pena de gran castigo. A mí, la impresión por lo sucedido me dejó una inmensa debilidad de cuerpo y alma que me produjo unas fiebres. Durante días incontables grité palabras cargadas de sinrazón en medio de un terrible delirio; mas luego, desperté fresca y lozana y regresé a mis gallinas como si tal cosa.

Hasta que empezaron a sucederme extraños fenómenos de los que, ni aun hoy, encuentro explicación alguna.



Sábado, vigésimo séptimo día de abril, Santa Zita, de 1567


Un día en el que mi madre andaba indispuesta, mandome que fuese al río a lavar unas prendas que le hacían falta a doña Mencía. Aunque no era aquélla la faena que más gusto me daba, me preste contenta por tener la oportunidad de perderme en el campo y holgazanear un rato fuera de la fastidiosa vigilancia de mi madre. De camino al río, topeme con Tomé, el hijo del molinero, quien me rondaba siempre que yo no hacía caso de él. Bastaban unas cuantas palabras suyas para que me subiesen los colores al rostro y oía con gozo sus lisonjas mentirosas. En esas estábamos, cuando por mi mente cruzose una visión cual si estuviese sucediendo frente a mí. Vi tan claro como el día a Tomé debajo de un carro de heno quejándose de dolores en una pierna. No fue sino un instante, suficiente para que encogiéraseme el alma.

Me hubiese olvidado de mis visiones de no ser porque, pasados unos días, llegó la noticia del percance ocurrido a Tomé cuando iba de camino a la aldea a visitar a su hermana recientemente esposada con el herrero. Al parecer, debía de andar distraído silbando una tonada cuando topose de bruces con un carro de heno. Nadie imaginar puede la impresión que me causó saber que ni el incauto muchacho ni el campesino diéronse cuenta del inminente encuentro y, en menos que canta un gallo, acabó mi galán debajo de las ruedas del carro. De resultas de aquello, se le quebró una pierna y quedó cojo hasta el fin de sus días. 

No hubo tiempo para que me recuperase del susto que me produjo este acontecido cuando una nueva visión premonitoria vino a perturbar mi ánimo. Vivía en el bosque una anciana que se ganaba el pan haciendo alpargatas, sogas y cestos con las plantas de esparto que crecían junto a su choza. Gustaba yo de visitarla siempre que mis quehaceres me dejaban por el placer de escuchar las muchas historias que la señora Engracia, que tal era su nombre, sabía. Le llevaba unos huevos frescos que cogía por mi cuenta del corral y, a cambio, la hacía hablar de secretos que sólo ella conocía de la gente que en la comarca habitaba. Estando escuchando con deleite tales historias, me vino una nueva visión. En mis mientes vi a la señora Engracia yaciendo en su lecho de muerte con la boca torcida y un ojo abierto que parecióme me estaba regañando. Quise apartar de mí la terrible visión tras traer a la memoria lo sucedido al hijo del molinero; mas de nada sirvió mi intento. Al siguiente día grande fue mi horror cuando me enteré que habían encontrado a la anciana muerta en su lecho con un ojo abierto que daba pavor. 

Muchos sucedidos como éste y aquél acontecieron a partir de entonces llenándome de espanto, robándome el sueño. Tenía miedo mirar a la cara a quienes conmigo hablaban no fuera a vaticinarles alguna desgracia. Encerreme en el corral buscando la consoladora compañía de mis gallinas y me negué a cruzar palabra con cristiano pese a los insistentes ruegos de mis antiguos amigos.

Diome entonces por cavilar si no podía utilizar mi... don. Vamos, que empecé a darle vueltas a un pensamiento: tal vez podía yo utilizar esta facultad mía en bien de los demás para advertir a las buenas gentes de lo que podía sucederles y apartarlas del camino burlando de ese modo su sino. Salí de mi cobarde escondite y me apliqué en esta tarea que yo misma me impuse. Muchos tratábanme de lunática y tomaban por desvarío mis advertencias; mas los de mente prudente y temerosa las tomaban por juiciosas y obedecían lo que yo sugeríales.

Corriose entonces la voz por la comarca de mis poderes y empezó a rondar el corral de mis gallinas todo aquel que quería conocer su porvenir o encontrar remedio a sus desdichas. De nada servíame protestar y decirles que mi don era limitado, pues no me permitía ver más que un trocito del futuro de algunas personas, que no de todas, y no siempre tenían efecto mis consejos para trocar el mal en bien. Me perseguían buscando consejo sobre los más variados asuntos: amores contrariados, la cosecha o los días de mercado propicios a sus negocios.



Jueves, tercer día de mayo, San Felipe, de 1567. Onomástica de Nuestro amado Rey Felipe el Segundo, que Dios guarde por muchos años 


Mi madre, temiendo provocar el enfado de Doña Mencía con aquel ir y venir de conocidos y extraños que llegaban de lugares más y más lejanos, exhortome para que abandonase la casa y buscase acomodo en otros parajes. Con el corazón contrito por tan cruel proceder, hice un hatillo con mi saya nueva y un mantón para el invierno que, compadecida de mi desgracia, me dio la cocinera y abandoné la casa donde nací. 

Busqué el abrigo que mi madre me negaba entre las bestias del bosque y llevé mis escasas posesiones a la choza donde antaño viviera la señora Engracia. Hasta allí siguieronme quienes querían que les adivinase el porvenir. Algunos íbanse contentos con una palabra de consuelo, una caricia, mas otros requerían de mayor inteligencia. Ayudaban a mi sustento los presentes que, en agradecimiento, me hacían llegar: un tarro de miel, un corderillo, una alcuza de aceite o un poco de manteca. Y no obstante buscar unos y otros mi consejo, nadie quería trato alguno con mi persona. Los muchachos que antaño me cortejaban rehuíananme cual si de un bicho repugnante se tratase y las muchachas que tiempo atrás compartían conmigo sus pesares y alegrías me temían cual si fuese un súcubo u otra criatura salida del Averno. Aquellos que enfrentábanse a su destino por no querer escuchar mis consejos y, de resultas, topabanse con la desgracia me tachaban de hechicera acusándome de perjudicarlos con el mal de ojo. Mas yo juro por mi madre que jamás causé dolor alguno con mi voluntad.

La vida solitaria tornome mujer dada a la tristeza y de hurañas maneras. Añoraba las palabras severas de mi madre y las bromas de los muchachos y muchachas de mi edad. Cuando hízose insoportable mi propia compañía, cogí uno de los cestos que aún tenía de la señora Engracia y, en el momento en el que la noche prestome abrigo con su manto, atravesé los campos que me llevaban a mi antigua casa y, confiando en que no hubiesen reparado la ventana rota de la despensa, me dispuse a entrar en la morada de doña Mencía para, sin que nadie lo advirtiera, tomar prestados unos cuantos libros. No sé si fue la Luna la que me protegió en ésta y en las otras muchas visitas que después hice con el mismo propósito. Sí puedo asegurar que logré así aliviar con la lectura la soledad a la que me había condenado mi maldito don.

Entre los muchos libros que cogí en todos aquellos años, figuraba uno titulado “Libro recopilatorio de medicinas y productos alimenticios simples” de un sabio moro llamado ʿAbdllāh Ibn Aḥmad al-Mālaqī. Me extrañó que mi señora guardase obra contraria a la fe verdadera y me llené de pavor por tenerla en mis manos. Empero pudo más mi curiosidad y pasé muchas noches a la luz de un candil aprendiendo el arte de sanar con hierbas olorosas. Así pude ayudar mejor a las almas atribuladas que buscaban alivio a sus cuitas. Después vinieron libros de Plinio, Horacio, Virgilio y otros muchos más que dieronme a conocer cómo preparar filtros de amor, remedios contra el mal de ojo y pócimas para ayudar al buen nacer de cualquier criatura animal o humana.

De este modo, mi nombre se hizo conocido más allá de los confines de la comarca. Muchas almas atribuladas me buscaban para alivio de sus pesares más también hubo gente mezquina y envidiosa que llevarme quiso ante la justicia acusándome de malas artes, de donde salí airosa merced a miles de tretas y palabras con las que convencía a la autoridad. No obstante lo cual, encogíaseme el corazón siempre que oía de la muerte de alguna mujer por algún aborto o decíase que la algún cristiano había fenecido merced al concurso de hierbas venenosas, no fuesen a sospechar de mí.

Más de diez veces el invierno precedió a la primavera antes de que la desgracia se cerniera sobre mi cabeza ya encanecida.



Lunes, décimo cuarto día de mayo, Santa Enedina de Cerdeña, de 1567


Hoy he amanecido con el ánimo decaído por la melancolía. Imagino las margaritas que cubren los campos y las fiestas que, en honor a María, alegran la aldea cuando llega mayo. Mas heme prometido no dejarme vencer por la tristeza, así que retomo la pluma y el papel, mis fieles compañeros en estos aciagos días.


Mis cuitas llamaron a la ventana de la choza donde vivía el invierno más frío que nadie, ni tan siquiera aquellos a los que los muchos años vividos doblaban sus espaldas, recordaba. La heladora ventisca que recorrió la comarca no fue sino el heraldo del jinete que cabalgaba sobre el corcel negro². Las cosechas marchitáronse antes de nacer trayendo consigo la hambruna. Las calles de los pueblos y ciudades llenáronse de almas mendicantes que llamaban a las puertas de familias principales a las que el oro atesorado no les servía para comprar ni un mendrugo de pan porque los molinos quedáronse vacíos. En los corrales moríanse las aves por falta de grano y el pasto helado enflaquecía el ganado. Los cuerpos debilitados por falta de alimento caían enfermos sin remedio. A mi puerta llamaban madres con niños consumidos de calentura cuyas almas abandonaban este mundo sin que mis labios tuvieran tiempo de decir amén. 

Aún antes de que el jinete del corcel amarillo³ se hiciese con las vidas de buena parte de la comarca, empezaron a extenderse por los cuatro confines, como si de pólvora se tratase, rumores sobre la razón de tanto mal. Al principio apenas era el susurro del viento. “Esto es cosa del Maligno”, decían unos, “es cosa de brujería”, decían otros. Primero de forma timorata, de forma más y más insolente, después, señalábanme con el dedo acusador, menudeando con el tiempo quienes osaban salir en mi defensa. A mi puerta dejaron de llamar las buenas gentes que en otro tiempo buscábanme gustosas, no fuera a causarles algún mal. Yo misma dejé de ir a la aldea temerosa de las aviesas miradas que unos y otros me dirigían. Ayudó a mi mala fortuna la buena salud de mi cuerpo. En tanto dejaban este valle de lagrimas niños, jóvenes y viejos, la enfermedad y la muerte pasaban por delante de mi choza sin detenerse siquiera a saludarme. Tal cosa, no parecíale a la gente nada bueno y causábale gran espanto. No obstante lo cual, no tuve miedo alguno. Mi don de clarividencia se cegó ante mi propio sino y la desgracia precipitose sobre mí el día antes del Corpus Cristi sin que presintiera su llegada. 





Viernes, primer día de junio, San Justino mártir, de 1567


El sol no había llegado a lo más alto del cielo cuando el alguacil y sus hombres entraron en tropel en mi paupérrima morada. Me agarraron entre tres que semejaban gigantes y amordazaron mi boca para que mis gritos de protesta no los perturbase. El pavor me causó gran desmayo. ¿Quién sino un insensato no teme el largo brazo del Santo Oficio? Hiciéronme subir a un carro y tras recorrer muchas leguas, acabé encerrada en una mazmorra donde permanecí incontables semanas sin saber si era de día o de noche y donde hoy espero que se cumpla mi destino. Mis carceleros no dieron muestras de compasión para decirme el crimen del que se me acusaba; ni tan siquiera dignábanse a conversación darme cuando me traían el mendrugo de pan y el cubo con agua que constituían mi solo alimento. 

Todavía causame pavor el recuerdo de las penalidades que sufrí en prisión durante meses y meses. Se me negó incluso el consuelo de atisbar la luz del sol, que apenas entraba por el agujero que en lo alto de la pared simulaba una ventana. Y a pesar de mi sufrimiento, todo ello lo pude soportar con entereza; no así los tormentos que vinieron después, cuando los inquisidores me conminaron a confesar los tratos que nunca tuve con el Diablo y las prácticas de brujería que nunca usé mientras sometíanme a la tortura de la garrucha. Colgada de las muñecas con el horrible peso que me tiraba de los pies, perdía el sentido mientras descoyuntábanse los huesos. Alguna vez creí ver un destello de compasión en los ojos del escribano que tomaba cuenta de mi testimonio, mas los inquisidores eran implacables y hacían oídos sordos a mis palabras. Día tras día intenté en vano convencerlos de mi inocencia. Yo no era ninguna bruja ni nunca había tenido tratos con el Señor de los Infierno. Había sido agraciada con el don de la adivinación mas nunca me aparté de la recta senda del bien. No busqué tratos con las tinieblas sino lo mejor para la dicha de mis semejantes.

Visto que, no obstante tan crueles tormentos, negábame confesar tratos con el Maligno, deliberaron mis jueces someterme a la prueba de la aguja. Hicieron llamar a dos mujerucas vecinas de una aldea cercana y ordenáronles que me despojaran de todas mis ropas para, después, buscar la marca de Satanás en mi cuerpo. No tuvieron que afanarse mucho pues, al poco de empezar la faena encomendada, dieron con una mancha que, desde mi nacimiento, afea mi espalda. De nada sirvieron mis protestas cuando, a voz en grito, proclamaron que claramente se distinguía la forma de un lagarto y, sin necesidad de probar con la aguja si tal mancha era cosa inocente o del Diablo, los señores inquisidores declararon mi culpa y me condenaron a morir en la hoguera por bruja cuando llegase el alba.


Viernes, primer día de febrero, Santa Brígida, de 1568


No faltan sino unas horas para que se cumpla la sentencia y vuelvo a tomar la pluma para llevar a término estas confesiones que me propuse hace tantos meses. Fuera debe de hacer mucho frío. Carámbanos de hielo cuelgan del techo semejantes a cristales de colores. Su belleza me distrae de los horrendos pensamientos que acuden a mi mente en estos momentos, cuando ya no hay vuelta atrás posible. Mi cuerpo ha dejado de dolerme, tanto sufrimiento siento en el alma. Pero no quiero distraerme en vanos asuntos. Sigo, pues, con mi relato, que no me resta mucho tiempo.


Pronunciada la sentencia el día después de la Anunciación, encerráronme de nuevo en esta mazmorra fría y oscura. Se dispuso que llevarase a efecto de manera inmediata, mas un día dio paso a otro, hasta que el fin del verano anunció el otoño, éste fue seguido del invierno, la primavera me alegró con sus trinos y vuelta a empezar de nuevo otras dos veces. Al principio, mi alma no encontraba sosiego alguno. El ruido del viento causábame espanto y, cuando oía pasos, encogíame creyendo que ya venían en mi búsqueda. Muchas semanas tardé en levantarme del jergón en el que yacía, tal era mi quebranto. Muy lentamente fueron sanando las heridas del cuerpo, no así las del alma, que dolían más y más. Hube de suplicar con insistencia a mi carcelero para que me trajera algún libro que me permitiese engañar las largas horas de hastío. Después de mucho llorar, prestome pluma y papel con los que escribo estas confidencias. Diome, entonces, por recordar los años de mi niñez y mocedad, antes de que mi insensatez me llevase a aquella habitación del desván de doña Mencía y se truncase mi sino para siempre. La melancolía arrancábame lágrimas de arrepentimiento. ¡Ójala no hubiese hecho caso alguno de este don mío que tanta soledad me ha traído, que ni siquiera me previno de mi propia desgracia! Yo, que vaticiné el porvenir de tanta persona joven o vieja, rica o pobre, no supe ver el camino que tenía ante mí ni pude, como hicieron los que siguieron mi consejo, apartarme de esta senda que nadie osó a recorrer conmigo. 


Anoche, visitome un fraile dominico que a menudo viene a elevarme el alma con su sabio consejo. Traíame funestas nuevas. Al despuntar el día, se cumpliría la cruel sentencia que durante meses aguardo. Creí caer en desespero y mis oídos ensordecieron ante sus palabras de consuelo. La noche ha sido larga y oscura. Ahora, mi mente se ha vaciado de pensamientos y aguardo con sosiego la llegada del alba mientras escribo estas líneas y mi fraile amigo desgrana las cuentas de un rosario.


Mi tiempo se acaba. Las primeras luces del día asoman por la pequeña ventana de esta celda que mi morada ha sido tanto tiempo. Oigo voces de gente, rápidos pasos por los corredores que anuncianme que ya vienen a buscarme. El miedo agarrota mi garganta y seca mi lengua. Las manos temblorosas apenas sostener pueden la pluma. Los oigo acercarse más y más a mi celda. El tintineo de las llaves recuérdame el suplicio que me espera. Ya abren el herrumbroso candado. Una intensa luz inunda la celda. ¡Dios mío!, ¡apiádate de mi alma! 











1.«Hairesis maxima est opera maleficarum non credere»: La mayor herejía es no creer en la obra de las brujas. El “Malleus maleficorum” (Martillo de brujería, lat.) es el tratado de brujería que, desde 1487, fecha de su publicación, utilizaban los jueces e inquisidores en los procesos contra brujas y hechiceras. Fue escrito por los dominicos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger.

2. Corcel negro. El hambre: “Cuando abrió el tercer sello, oí al tercer ser viviente, que decía: Ven y mira. Y miré, y he aquí un caballo negro; y el que lo montaba tenía una balanza en la mano. Y oí una voz de en medio de los cuatro seres vivientes, que decía: Dos libras de trigo por un denario, y seis libras de cebada por un denario; pero no dañes el aceite ni el vino” (Apocalipsis, 6:5-6)

3. Caballo amarillo. La muerte: “Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía; y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad, y con las fieras de la tierra” (Apocalipsis, 6:8)