martes, 1 de marzo de 2016

La silueta de la mariposa




I

La joven sostenía la taza de café con firmeza. Sus ojos eran duros y un ligero temblor de la barbilla delataba su agitación. Por más que la miraba, Julia no veía en ella ningún rasgo que le fuera familiar. Era de elevada estatura y tan delgada que su hechura recordaba la de un efebo: el pecho apenas marcado por debajo de la blusa amarilla y las caderas lisas estaban muy lejos del aspecto de matrona que ella presentaba. Tampoco el óvalo de su rostro con unos pómulos salientes tenían nada que ver con su cara redonda ni con la mandíbula cuadrada de Juan. Cuanto más la miraba más convencida estaba de que la joven no era su hija.

El silencio entre ellas se iba haciendo más y más espeso. Entre ellas se interponía un racimo de preguntas que ninguna se atrevía a plantear. Julia se arrepintió de haber accedido a recibirla.

─Tengo unas perronillas que mi hija Isabel trajo de Salamanca el otro día. ¿Quieres probar una?

Julia se mordió el labio inferior. No debería haber mencionado a Isabel, pensó. A la joven podía molestarle que hablara de sus otros hijos.

─¿Cuántos tiene? Hijos, quiero decir.

Julia se quedó pensando antes de contestar. ¿Cuántos debía decir? ¿Tres?, ¿cuatro? La joven pareció darse cuenta y se impacientó al verla dubitativa. Sobre el televisor, una fotografía mostraba la imagen de su familia en las últimas vacaciones: caras sonrientes muy distintas del rostro adusto de la joven. Julia se levantó para enseñársela. Tal vez le ayudase a romper el hielo.

─Mira. La mayor, Isabel, tiene dieciocho años. Éste es Pedro, que tiene dieciséis y el pequeño pecoso, Santi, que tiene doce.

La joven tomó la fotografía con delicado cuidado y permaneció unos instantes contemplándola como si quisiera labrar en su memoria cada rasgo.

─¿Tú tienes hijos?

─No.

La conversación iba a morir antes de nacer. La joven no se lo estaba poniendo fácil. ¿Qué podía decirle ahora? Julia se removió incómoda en el sillón. En su interior se confundía la piedad por aquella joven que no sabía cómo plantearle las preguntas que la torturaban y la rabia porque la obligase a revivir todo el dolor que tanto esfuerzo le había costado dejar atrás. ¿Qué quería de ella?, ¿que se pusiera a hablar del pasado, así en frío, sin que le dijera una palabra que le ayudase a empezar? Después de todo, había sido la joven la que le había pedido que la recibiera: Julia jamás se hubiera atrevido a buscarla. Y aquel muro de silencio contenía una acusación más ofensiva que cualquier palabra injuriosa.

─¿Y tú a qué te dedicas? ─le preguntó a la joven en un nuevo intento por romper el hielo.

En Julia iba creciendo la hostilidad por aquella joven que la hacía parecer tan ridícula. ¿Cómo podía haberle hecho una pregunta tan tonta? La joven le sostuvo unos minutos la mirada como si quisiera retarla. No, aquélla no era su hija, no tenía nada de ella ni de Juan.

─No tengo hijos porque no puedo tenerlos ─contestó al fin la joven.

Para sorpresa de Julia, después de media hora de hostil silencio, la joven se animó a hablar. De su boca perfilada con esmero, salían confidencias a borbotones. Parecía como, si después de mantenerlos tras un dique, los sentimientos salieran a presión.

─Me casé hace tres años ─estaba diciendo─ y, desde entonces, mi marido y yo lo hemos intentado una y otra vez sin ningún resultado. Nos hemos sometido a toda clase de pruebas y no se ha encontrado ninguna causa física que justifique mi infertilidad; la mía, porque mi marido tiene dos hijos de un matrimonio anterior.

─¿Habéis pensado...?

─¿Adoptar? Antes intentaríamos otros métodos. No soportaría ver a un niño sufrir lo que yo sufrí.

Julia no quiso darse por aludida. Presentía que la mañana iba a ser larga y, si acusaba el primer golpe, podían acabar haciéndose daño.

─Todos piensan que la causa de mi infertilidad está en mi miedo, mi pánico, a convertirme en una mala madre; que, al sentirme repudiada por la mía, tengo miedo de sentir rechazo hacia mi hijo; que hasta que no supere lo que me pasó, no conseguiré quedarme embarazada. Por eso estoy aquí: mi marido piensa que, si hablo con usted...

Después del chorro de palabras, permaneció en silencio unos segundos como si vacilase. Se frotaba las manos y se mordía la mejilla mostrándose más y más nerviosa, más y más inquieta. Julia se dejó vencer por la compasión. Quiso ayudarla a seguir con sus confidencias. Intuía que la joven necesitaba ese desahogo más incluso que las explicaciones que ella pudiese darle.

─¿Y tú qué piensas? ─le preguntó.

La joven no contestó. Desvió la mirada y permaneció en silencio. Julia no sabía qué decir. Se compadecía de su dolor y lo sentía como suyo.

─Aunque te cueste creerlo, sé cómo te sientes. Para mí también fue difícil decidirme a ser madre después de aquello: como tú, tenía miedo de ser una mala madre.

La joven saltó como si hubieran pulsado algún extraño resorte. Sus ojos parecían despedir llamas.

─¿Cómo se atreve a compararse conmigo? Yo no tuve culpa de nada. Fui yo la que sufrió sus culpas, no lo olvide. Yo nunca he abandonado a nadie.

La joven se levantó bruscamente del sillón y cogió el bolso que descansaba en el escabel. Julia la miró asustada. No podía dejarla marchar sin que lo aclararan todo antes. Ahora era ella la que necesitaba hablar. Aunque dudaba que aquella joven alta y elegante fuera su hija, tenían que darse una oportunidad la una a la otra para poder cerrar las heridas definitivamente.

─Por favor, quédate, Paloma. ¿Me permites que te llame Paloma? Tú puedes llamarme Julia si quieres.

La joven no contestó pero volvió a sentarse. De nuevo se impuso el silencio, pero esta vez iba acompañado de un mayor sosiego.

─Me enteré que era adoptada el mismo día en que murió mi padre. No tenía más que nueve años, ¿sabe?

La joven hablaba en susurros, como para sí misma, conteniendo a duras penas la emoción. Ni siquiera dirigía su mirada hacia Julia. Un hilo de sudor perlaba su labio superior. Julia se preguntaba cómo se había decidido a llamarla y a exponer su dolor de esa manera ante ella: una extraña, por más que sospechase que fuera su madre. Debía de estar muy desesperada, pensó.

Las palabras de la joven fluían con lentitud, como si le costase encontrar las más precisas, como si temiera mostrar su corazón.

─No tenía más que nueve años y estaba destrozada, asustada: quería mucho a mi padre, ¿sabe? Fue en el tanatorio. Mi madre lloraba en brazos de mi abuela sin que ninguna palabra le diera consuelo.

Una nueva pausa se interpuso entre ellas. Fueron unos minutos en los que Julia no se atrevía a hablar. Al retomar el relato, a la joven le salían las frases entrecortadas. Era más que evidente lo doloroso que le estaba resultando enfrentarse a los recuerdos.

─La gente entraba y salía de la sala y nadie me hacía caso. Me senté en una silla medio rota que encontré en un rincón y quedé oculta por una columna, sin atreverme a moverme, a hacer ruido... Muy cerca de mí, una de mis tías hablaba con una señora que no había visto antes. Al principio... Al principio, no escuchaba lo que decían... No tenía ánimo para oír historias. Sólo tenía mi pena: un fuerte dolor en el pecho. Pero, cuando oí mi nombre, puse toda mi atención en su charla: mi tía se lamentaba de que mis padres me hubieran adoptado. Ahora que mi padre había muerto, decía, me convertía en una carga para mi madre.

─¡Dios mío! ¡Qué duro debió de ser para ti, tan pequeña!

Julia alargó la mano en un amago de caricia pero retrocedió por temor a asustarla.

─Me sentí tan desolada que no le dije nada a mi madre. Tuve miedo de que quisiera deshacerse de mí. Si mi madre verdadera me había rechazado, ¿por qué no había de hacerlo ella?

Julia quiso defenderse pero la joven estaba muy lejos de ella y no atendía más que a sus recuerdos.

─Desde aquel día, no viví más que para hacerla feliz, para ganarme su cariño. Y eso que mi madre fue siempre muy cariñosa conmigo, nunca me dio un motivo que justificasen mis temores; nunca me negó un beso, un abrazo, una caricia. Estábamos solas y nos apoyábamos la una en la otra. Volvió a acompañarme al colegio y eso que hacía tiempo que me dejaban ir sola: el colegio estaba a pocos pasos de nuestra casa en una calle por la que no pasaban apenas coches. Cada tarde, permanecía a mi lado mientras hacía los deberes y no nos íbamos a dormir sin antes contarnos las cosas que nos ocurría cada día. Poco a poco nos fuimos recuperando de la tristeza hasta que fueron más los momentos en los que predominaba la risa que en los que lo hacía el llanto.

Su voz se había ido volviendo más y más tierna a medida que iba recordando los momentos pasados junto a su madre. Con la cabeza inclinada y los ojos medio entornados, fue evocando la infancia de una niña mimada por su madre y arropada por abuelos, tíos, tías, primas y primos. Sin decirlo, dejaba entrever el consuelo que había supuesto para la viuda contar con la compañía y el apoyo de su hija; cómo tener que luchar por sacarla adelante la había salvado de caer en una depresión. Pero, de pronto, su mirada se endureció de nuevo.

─Y, entonces, a los doce años me lo contó todo.

Su voz se elevó tanto que Julia, que un momento antes se había dejado arrullar por el dulce tono de las palabras de la joven, se sobresaltó.

─Aún me duele recordar aquella tarde. Sin ninguna piedad por los sentimientos que pudiera tener mi madre, la asedié a preguntas. Quise saberlo todo, incluso aquello para lo que la pobre no tenía ninguna respuesta. Sí, porque lo que me atormentaba era no saber las razones que habían llevado a mi verdadera madre a abandonarme; qué tenía yo para que me rechazara antes de haber tenido tiempo a hacer daño a nadie. Pero mi madre sólo sabía darme razones del cariño que ella y mi padre sentían por mí, la niña adoptada.

Julia quiso hablar pero el nudo que atenazaba su garganta se lo impedía. A esas alturas de la mañana, la voz de la joven era ya un grito desesperado. Las lágrimas le corrían por las mejillas pero no parecía darse cuenta de ello. Cuando se impuso de nuevo el silencio, le preguntó a Julia si podía ir al baño. Permaneció casi media hora encerrada mientras Julia la esperaba preocupada: temía que la emoción la hubiese enfermado. Ya iba a llamar a la puerta cuando la vio salir. Se había retocado el carmín de los labios y en sus ojos no quedaba más rastro del llanto que una lágrima en la punta de una de sus largas pestañas. Tomó asiento de nuevo frente a Julia y, como si no hubiese habido ninguna pausa, continuó su relato donde lo había dejado.

─Todavía me duele recordar las lágrimas que le arranqué a mi madre aquella tarde con mi afán de saberlo todo, de desvelar lo que estaba oculto. Cuando me percaté de su dolor, la abracé y le prometí no volver hablar de ello nunca. Y bien sabe Dios que cumplí mi promesa aunque a veces me sintiera desgarrada por las preguntas, por mi anhelo de conocer toda la verdad.

Ahora era Julia la que permanecía en silencio. Buscaba en vano palabras de consuelo. Tal vez, pensaba, era mejor dejarla hablar para que se disolviera toda la amargura que llevaba dentro desde niña, aunque eso supusiera sumergirse en su propio dolor.

─¿Sabía que había dos niñas? ─dijo de repente la joven, como si hubiese cambiado de tema.

─¿Dos niñas? No entiendo.

─Cuando fui a hablar con las Hijas del Espíritu Santo, me contó la hermana que me atendió que  aquel día dejaron dos niñas en el orfanato: una era la de usted y la otra de padres desconocidos. Pero la hermana no supo decirme cuál de las recién nacidas era yo. Aquel día pusieron a las dos niñas en la misma cuna y se olvidaron de ellas hasta que, unas horas más tarde, las encontró una de las hermanas dormiditas y cogidas de una mano. Pero nadie se acordaba quién era una y quién la otra. Como no tenían nombre, la madre superiora quiso que llevaran el de la Virgen: Paloma, yo, Lourdes, la otra niña. Hasta que me adoptaron mis padres cinco meses después, nos criaron como si fuéramos mellizas. Compartíamos la misma cuna, los mismos trajecitos y, si nos separaban, llorábamos mientras nos buscábamos.

En la mirada de la joven, se posó la tristeza, como si recordase a la pequeña Lourdes. Otra pérdida en su vida antes de que fuera consciente de ello, pensó Julia.

─Así que, ya ve, ni siquiera se puede asegurar que yo sea su hija.

Julia se removió en su asiento. Una bola de dolor le atenazaba la garganta.

─¡Pero mi niñita tenía una marca en el pie! ─exclamó Julia en un hilo de voz.

La joven siguió con sus recuerdos sin que pareciera haberla oído.

─Yo tuve más suerte que mi hermana Lourdes. Ella se quedó en el orfanato, nadie la quiso adoptar. Era flacucha y pequeña; débil, muy débil, y, a los tres años, murió de meningitis.

Julia no pudo reprimir un sollozo. Por primera vez en toda la mañana se quebró. Su llanto estremecía todo su cuerpo. Lloraba por la niña muerta y por ella también. Se vio a sí misma en aquellos treinta años recorriendo las calles de Madrid, escrutando con ansiedad los rostros de las niñas, primero, de las jóvenes, con el deseo de encontrar sus propios rasgos en ellos; imaginando la vida de esa niña que le arrebataron al nacer; soñando con un encuentro que ya nunca se iba a producir. Unos brazos rodearon su cuello. La joven lloraba con ella. Julia intentó sonreír entre las lágrimas. La joven la besó en la mejilla.

─Tú no crees que yo sea tu hija, ¿verdad? ─preguntó pasando al tuteo.

─No lo sé. ¡Eres tan distinta a mí! Tan fina y elegante, tan guapa. Yo sólo soy un ama de casa que no he hecho otra cosa en la vida que ocuparme de mi familia. Mira tus manos, tan blancas y tan delicadas, y las mías coloradas y deformadas por tanto cacharro fregado... Cuando te vi llegar y me miraste con enfado, me diste miedo. Ya sé que tienes razón para guardar rencor, pero yo también he sufrido mucho. Mucho, mucho. Y sigo sufriendo. A pesar de tener otros hijos que me quieren, no hay día que no me acuerde de mi niña. Y, ya ves, hasta hoy, no me salía llorar. Tenía tanta pena dentro que no me salía llorar. Has tenido que venir tú a hablarme de la niña muerta para que se derramaran las lágrimas que tenía dentro.

─¿Qué pasó? Cuéntamelo, por favor, cuéntamelo.

La voz de la joven era entonces un dulce susurro que invitaba a hablar. Atrás quedó la hostilidad que la había acompañado desde hacía casi dos horas. Julia se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. Había llegado el momento en el que a ella le tocaba contar su historia.

─No era más que una niña y ya me creía mujer…

II

No era más que una niña pero ya me creía mujer. Tenía unas ganas locas por ser mayor. Pensaba que, cuando dejara atrás la infancia, se abriría ante mí un paraíso en el que bastaba con desear una cosa para tenerla al alcance de la mano. Parecía como si todo el universo se hubiera puesto de acuerdo para hacerme feliz. Me miraba al espejo y veía como mi cuerpo se iba transformando más de prisa que el de mis amigas del instituto: la oruga salía de su crisálida convertida en mariposa. Por primera vez, me sentí admirada. Yo, que siempre había pasado desapercibida, sorprendía a mi alrededor miradas codiciosas. Un cuerpo joven siempre despierta anhelos, pero yo, primeriza en esto, me creía que la razón de esta admiración era mi belleza única. Me sentía la más guapa y, en aquellos años en las que todas teníamos prisa por convertirnos en adultas, creí que el destino me había concedido el deseo de ser mujer antes que a las demás, que había hecho de mí una chica especial.

Aquel verano acababa de cumplir catorce años. Mi madre, con cinco hijos más pequeños que yo y otros tres de más edad, no tenía tiempo de ocuparse de mí, y mi padre, camionero, apenas paraba en casa, por lo que casi no lo veía. Así que no es de extrañar que anduviera correteando por las calles de mi pueblo todo el día y parte de la noche conquistando corazones. O, al menos, eso creía yo.

Para atraerse a los veraneantes, el alcalde había contratado una pequeña orquesta que tocaba cada noche en la plaza las canciones que entonces estaban de moda. Mi amiga María José y yo nos colábamos en la pista de baile: ella, alta y de piernas largas, como una cigüeña, yo, sin llegar al metro y medio, pero con mis formas femeninas y exuberantes, una mujer en miniatura. No haciendo ningún caso de lo que ocurría a nuestro alrededor, bailábamos la una con la otra, unas veces, con la seriedad de quien participa en una ceremonia solemne, otras, entre carcajadas; cualquier tontería nos producía risa: el tacón torcido de una chica, el bigote del que tocaba la trompeta, la pinta desgarbada de un adolescente... Te diré que nunca he sido muy aficionada a la música, pero todavía me emociono cuando oigo la canción “Maquíllate” de Mecano, que me evoca el último minuto en el que aún creía en la alegría y la bondad del mundo.

Cuando me fijé en Juan, no lo reconocí. Creí que se trataba del hijo de alguno de los veraneantes que alquilaban los chalés que había a las afueras del pueblo. Era de cabellos morenos y piel oscura con los ojos verdes más alucinantes que te puedas imaginar. ¿Has visto alguna vez el color del agua de un estanque cuando la acarician los primeros rayos del sol? Verde oscuro, muy oscuro, casi negro, con destellos dorados. Así eran los ojos de Juan. Y como las aguas de un estanque, tan profundos que, si hundías la mirada en sus pupilas, corrías el peligro de ahogarte en ellas.

─¿Quién es ese chico tan guapo? ─le pregunté a mi amiga incapaz de disimular mi emoción.

─¿No lo conoces? Es Juan, el hijo del panadero.

─¡No! ¿Aquel esmirriado que se fue hace años a la ciudad a estudiar con una beca de los Escolapios? ¡No puede ser!

Lo miré de reojo con torpe disimulo y, cuando sus ojos se encontraron con los míos, una corriente eléctrica me subió por la espalda y se posó en mi corazón palpitante.

A partir de aquel momento, no viví más que para encontrármelo. Me olvidé de María Jesús, a la que no volví a ver hasta acabado el verano, de mis hermanos, de mi padre, de mi madre. Durante el día, el tiempo se me escurría entre las manos mientras vagabundeaba en torno a la panadería con la esperanza de vislumbrar su silueta recortada en la ventana. Bastaba con que lo viera un instante para que me creyese en el cielo, para que no durmiese en toda la noche entretenida en dibujar en el aire cada una de sus bellas facciones. Pero si la fortuna no me regalaba con su presencia, me parecía que el cielo se teñía de cárdeno oscuro y mi corazón se llenaba de zozobra. ¿Se habría ido de regreso a la ciudad?, ¿y si ya no volvía a verlo?

A los catorce años, la vida está hecha de absolutos: todo o nada; siempre o nunca; blanco y negro. Y da miedo. Luego el paso del tiempo te enseña que se puede vivir la eternidad en lo que dura un beso y que el dolor por la pérdida de la persona amada tiene fecha de caducidad.

En una de mis rondas por la panadería, Juan vino a mi encuentro. ¡Oh, Dios mío! Todavía se me acelera el corazón cuando recuerdo ese momento. Vuelvo a ser la niña de catorce años enamorada por primera vez y vuelvo a sentir la emoción que me produjo oír mi nombre en sus labios. Paloma, ¿tú sabes lo que es estar prendada del chico más guapo del pueblo y que él te reconozca y te llame por tu nombre? Me convertí en ese momento en una hoja de abedul temblorosa por el soplo del cierzo, en pajarillo asustado que acaba de caerse del nido y descubre que tiene alas para volar. Y, sin embargo, no puedo recordar sus palabras a pesar de que estuvimos más de dos horas hablando. A media tarde, le llamó su padre para que le ayudase en la panadería y él se despidió de mí con un dulce beso en la mejilla. Te juro que ningún beso que me ha dado un hombre después, por apasionado que fuera, me ha transportado a las estrellas como aquel casto beso.

Al día siguiente, volví en busca de mi beso, y al otro, y al otro. Cada tarde lo mismo: un rato de conversación y un beso, que fue haciéndose más y más apasionado. Dejé de ir al baile por no verlo con otras. Tenía celos hasta del perro tuerto que lo seguía como su sombra. Juan jugaba con ventaja. Contaba con tres años más que yo y mucha más experiencia en el arte del amor. Fue atrayéndome con caricias y besos mientras me susurraba al oído palabras de amor. La pasión entre nosotros crecía de día en día hasta hacerme perder la voluntad.

Una noche sin luna llamó a la ventana de mi habitación y me escapé con él a escondernos en la panadería de su padre. Entre el cálido aroma a pan, nos amamos hasta que el sol nos tocó en el hombro para avisarnos de que había llegado un nuevo día. En mi recuerdo se confunden las caricias de las tres noches siguientes. Su cuerpo bronceado se me sigue apareciendo las noches en las que se esconde la luna y eso que ya no queda en mí ni las cenizas de aquel primer amor.


Sí, nos amamos durante tres noches. Después, se fueron espaciando más y más nuestros encuentros. Cuanto más le necesitaba, más parecía aburrirse conmigo. Le hablaba y me escuchaba distraído, más atento a la gente que pasaba por la calle que a mis palabras. Hasta que un día, con la precipitación de quien quiere quitarse de encima una obligación cuanto antes, rompió una relación que apenas había tenido tiempo de nacer.

Sin comprender aquella brusca ruptura, me torturaba tratando de encontrar en mi memoria alguna palabra que le hubiese podido ofender. Me preguntaba una y otra vez qué podía haberle hecho yo para que me apartase de su lado. Hoy, con la experiencia que dan los años, pienso que sólo fui para él una chica para pasar un rato y, al ver que mis sentimientos iban más lejos que los suyos, se asustó y decidió romper antes de que la situación se le fuera de las manos. Pero entonces sólo veía el amor que sentía por él y mi meta era recuperarlo. Me avergüenzo al recordar las veces que lo llamé por teléfono sin querer darme cuenta de que me rehuía cuando su padre me decía que estaba ocupado o que había salido; me avergüenzo al recordar las veces que lo seguí a distancia y me torturé al verlo desde mi escondite con sus amigos riéndose con otras chicas que no eran yo; me avergüenzo al recordar las veces en las que me expuse a la humillación, las veces en que, al cruzarse en mi camino, hizo como si no me viera o me dedicó un saludo tan cortés como distante, un saludo capaz de helarme el corazón. Nadie me había preparado para tanto dolor. Y, a pesar de todos los desplantes, nada fue tan doloroso como lo que vino después.

En septiembre Juan volvió a la ciudad a terminar sus estudios sin que me hubiera dado la oportunidad de hablar ni una sola vez con él en tanto que yo volví a la rutina del instituto. Poco a poco el dolor del abandono fue remitiendo. La realidad de las clases, los primeros fríos del otoño y las exigencias de mi madre para que la ayudase en las tareas domésticas se impusieron sobre el recuerdo de aquellos días de verano. Hubiera llegado a creer que mi amor por Juan no había sido sino un sueño de no haber ocurrido lo que sucedió con la llegada del invierno.

Mis reglas nunca habían sido regulares. Podían pasar meses sin que aparecieran y, de repente, tener dos seguidas separadas por sólo quince días apenas. No es, pues, de extrañar que tardase en darme cuenta de que estaba esperando un hijo. En Navidad no me había encontrado bien. Por las mañanas me mareaba y el resto del día me sentía muy cansada. Pero no empecé a sospechar la verdad hasta que, al regresar a las clases, la ropa que me ponía habitualmente parecía haber encogido. Un día, después del baño, me armé de valor y me planté desnuda ante el espejo. ¿Cómo explicarte el terror que me recorrió por todo mi ser? No pude contener el llanto ante la vista de mi vientre hinchado: ya no era la bella adolescente que despertaba las miradas ajenas. Mis sollozos debieron de oírse por toda la casa porque enseguida acudió la familia entera a aporrear la puerta del cuarto de baño. Me negué a dejar pasar a nadie y hubiera permanecido hasta el fin de mis días encerrada de no ser porque mi madre me amenazó con castigarme una semana sin probar bocado si no le abría la puerta. Y de sobra sabía yo que, cuando mi madre amenazaba con algún castigo, no lo hacía en broma.

Le bastó una mirada para comprenderlo todo y a mí me bastó otra para darme cuenta de que mi vida ya no sería igual.

No hubo los gritos que se hubieran esperado de haber sido otra madre ni me pidió en aquel momento ninguna explicación. Fue la calma con la que cerró la puerta y me ayudó a vestirme la que me asustó. Nada más que un suspiro y un “¡gracias a Dios que tu padre no está! Lo tenemos que arreglar antes de que venga”. Al salir del baño, les dijo a mis hermanos que me había puesto enferma, que no iría a clase. A mí me mandó a la cocina. Yo no sabía si debía tener miedo por lo que me iba a decir cuando nos quedáramos solas o alivio por dejar un problema tan inmenso en sus manos. Pasó la mañana hablando por teléfono sin dignarse ni a dirigirme una mirada y poco antes del mediodía me ordenó que guardara mi ropa en una bolsa y me fuera a la estación para coger el autobús de las dos que iba a Madrid. No me dijo nada más ni se despidió de mí con un beso ni con un abrazo. Así era mi madre cuando se enfadaba. No te gritaba ni te golpeaba, como hacía mi padre: simplemente te apartaba de su lado.

Hice el viaje atemorizada, sin saber cuál sería mi destino, qué o quién me esperaba en Madrid. A mi llegada, tras cinco horas de curvas, tras cinco horas de angustia, me recibieron los brazos amorosos de mi tía Luz, la hermana de mi madre, y fue ella, ya en su casa, la que, al fin, me explicó lo que habían dispuesto para mí.

Mi padre no pidió explicaciones cuando le dijeron que habían encontrado una colocación para servir en una casa de Madrid y eso que me faltaban dos años para tener edad suficiente para trabajar: una boca menos que alimentar, debió de pensar. También yo fingí estar conforme cuando me dijeron que tenía que renunciar a mi hijo: tal era mi miedo al mañana. Durante meses, lo sentí crecer dentro de mí. A mis ojos acudían las lágrimas con cada señal de vida. ¿Cómo me iba a separar de él? Dejaba correr los días esperando un milagro. Escribí una carta a Juan contándoselo todo, suplicándole que fuera en mi rescate; pero no sé si no le llegó la carta o le asustó la noticia. Lo cierto es que nunca me contestó. Nunca. Ni siquiera años después cuando un día lo encontré de nuevo en el pueblo y me acerqué a saludarlo. Fue como encontrarse con alguien vagamente conocido que no se sabe muy bien dónde ni cuándo lo vio por última vez.

A mediados de mayo, me sorprendieron los dolores del parto. Fue todo tan rápido que no recuerdo más que el blanco de las paredes del hospital y el mechón de pelo cobrizo de la comadrona. La niña no se hizo esperar. Y, en cuanto asomó su cabecita, me la arrebataron sin ni siquiera dejármela ver. Sólo cuando una enfermera la cogió en sus brazos, vislumbré en una décima de segundo uno de sus piececitos, apenas un trozo de piel sonrosada y, como si fuera un tatuaje, una marca más oscura: la silueta de una mariposa. Una mariposa igual que la que tiene mi hija Isabel en el tobillo derecho.      

III

─... igual que la que tiene mi hija Isabel en el tobillo derecho.

El sonido de unas llaves al abrir la puerta de la casa sobresaltó a Julia. Se trataba de su marido que venía del trabajo. Pasaban las dos de la tarde y había estado hablando y devanando los recuerdos durante casi tres horas. Sentía la boca seca y los labios agrietados le escocían. Había sido la primera vez que hablaba de su niña perdida, la primera vez en muchos años que dejaba paso libre a sus fantasmas. Se sintió dolorida y aliviada al mismo tiempo; sin fuerzas, agotada. Quiso levantarse para decirle a su marido que estaban en el salón pero Paloma se lo impidió tirándole de la manga del jersey. Su ojos ya no mostraban la hostilidad de aquella mañana, aunque estaban desbordados de lágrimas. De pronto, se quitó los zapatos y las medias dejando al descubierto un tobillo blanco. Sobre una piel lisa destacaba una mancha entre rojiza y amarronada: la silueta de una mariposa.






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