lunes, 14 de marzo de 2016

El canto del cisne



En los años veinte la ciudad de Los Ángeles se pobló de jóvenes aspirantes a estrellas de cine venidos de las cuatro esquinas de los Estados Unidos. Ellas querían ser Louise Brooks, Mary Pickford, Lilian Gish; ellos, Rodolfo Valentino, John Gilbert, Douglas Fairbanks. Los estudios de la cine rechazaban cada día a chicas soñadoras convencidas de que bastaba con un aleteo de los párpados para que Griffith se inspirase y repitiera la epopeya del “Nacimiento de una Nación”. Pero solo unos pocos elegidos estaban llamados a convertirse en los privilegiados que cada día conseguían con su interpretación que la gente dejase atrás los horrores de la Gran Guerra.

Sophie formaba parte de aquel ejército de jóvenes que buscaban dar un giro a su destino en la Ciudad de los Sueños. Había llegado a Los Ángeles desde su pueblo natal en Texas pocos días después de cumplir diecinueve años alentada por su prima Beth, quien llevaba tres años alternando su trabajo de aprendiz de peluquera con apariciones esporádicas como figurante en películas en los estudios de la Warner Bros recientemente inaugurados en Sunset Boulevard. Iban a compartir habitación con otras dos jóvenes en una pensión de segunda o tercera categoría donde recalaban un número mayor de futuras starlet del que hubiera sido sensato albergar si se consideraba el diminuto tamaño de las cuatro habitaciones de la casa. La pensión era regentada desde hacía siete años por Miss Blake, una antigua bailarina de variedades que había salido huyendo de Broadway para evitar el escándalo al quedarse embarazada del dueño del teatro, un hombre casado.


Mary Pickford



A los pocos días de pisar por primera vez el suelo de Los Ángeles, Sophie consiguió un empleo de camarera en un establecimiento que ofrecía platos caseros a bajo precio a los camioneros que cruzaban la ciudad de paso en su viaje de Norte a Sur, de Sur a Norte, por la Costa Oeste. Desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde, Sophie caminaba entre las mesas del local anotando los pedidos en una libreta, llevando y trayendo bandejas y aguantando las bromas algo subidas de tono que los clientes hacían a su costa. A la salida del trabajo, con los pies doloridos tras las prolongadas horas sin haber podido sentarse un instante y la cabeza repleta de voces, no la animaba sino un deseo: acostarse cuanto antes en su cama. De lunes a viernes su alma permanecía aletargada. Mas el fin de semana recobraba la vida y volvía a ser la joven que anhelaba convertirse en una nueva Lilian Gish.

Sophie creyó que, a su llegada a la ciudad, su prima le abriría las puertas del Paraíso, que iba a guiarla por los intrincados caminos que conducen a la Fama. Pero Beth estaba demasiado ocupada para dedicarle su tiempo y ni siquiera la llamaba cuando salía con sus amigos tal vez avergonzada de su acento pueblerino y su vestuario provinciano. Pero Sophie parecía entender los prejuicios de su prima y no se sentía ofendida de los desplantes de los que era objeto. Después de todo, ¿quién era ella comparada con Beth que salía en las películas que luego veía en el cine?




Douglas Fairbanks




Así que los sábados recorría la ciudad maravillándose a cada instante de los tesoros que en ella se escondían. De vez en cuando, veía un coche atravesar la calzada a toda velocidad y creía vislumbrar entre los cristales el rostro sonriente de alguno de sus ídolos de la pantalla. Entonces el corazón se le detenía un instante impresionada al pensar que respiraba el mismo aire que ellos.

A las cinco de la tarde, entraba en el “Cine Intercontinental” y se gastaba lo que había ganado con las propinas que le daban los clientes por su buen servicio. Allí la veía yo desde el rincón donde tocaba al piano las melodías que acompañaban aquellas películas del cine mudo. Enseguida me fijé en su cabello cobrizo peinado con ondas que le caían sobre los hombros y en sus ojos del color de las violetas. Desde mi rincón la vi reír con Charles Chaplin en “Vida de perro” y con Harold Lloyd en “La niña y la niñera”; llorar con “Lirios rotos” y con “Intolerancia”; suspirar con Rodolfo Valentino y estremecerse ante Nosferatu.




Louise Brooks


Al término de cada película, permanecía en su asiento como si su espíritu se hubiera quedado prendido a la pantalla. Yo no me atrevía a moverme por miedo a asustarla y, de ese modo, podía transcurrir un cuarto de hora largo hasta que, al fin, parecía despertar de un sueño y salía del cine casi corriendo como si temiera ser reprendida por su mal comportamiento.  Yo la seguía a distancia para asegurarme de que llegaba sana y salva a la casa donde creía vivía con su familia. Aquel amor a distancia duró semanas. Una tarde me armé de valor y, a la salida del cine, me ofrecí a acompañarla. Fue entonces cuando me contó sus esperanzas de llegar a ser un día una estrella de Hollywood. Con la ingenua convicción que otorga la juventud, me mostró el futuro que contemplaba ante sí, tan brillante como el presente de sus admiradas Mary Pickford y Louise Brooks. Y con la misma ingenuidad de la que la joven daba muestra, yo la creía, contagiado de su entusiasmo.



John Gilbert


A partir de aquella tarde, las veladas de los sábados dejaron de recordarme mi mediocridad de pianista frustrado y se convirtieron en el centro de mi existencia. Ya no tocaba para un público indiferente que, atento a las historias que se sucedían en la pantalla, no reparaba en las notas falsas que de cuando en cuando se me escapaban. Tocaba para ella y me recreaba en la melodía con la esperanza de llegar a su corazón. Pero para Sophie sólo fui su compañero de soledades, la persona que la aliviaba de sus pesares y le hacía creer que sus fantasías eran el preludio de una vida mejor.

Una de estas tardes la invité a cenar en un restaurante barato no muy lejos de la pensión. Enseguida me percaté de que algo le había sucedido. Sus ojos semejaban luciérnagas y reía por todo y por nada. Nunca la había visto tan contenta, pero hasta acabada la cena no me quiso decir qué la hacía tan feliz.

─Voy a salir en una peli de verdad.

Apenas entendía lo que me decía pues, entre frase y frase, dejaba escapar una risa nerviosa. Nunca me había resultado tan encantadora, nunca había sido menos para ella. Con su acento texano, se enredaba con las sílabas y la emoción le hacía atragantarse con las palabras.

─Te va a parecer increíble: yo todavía no me lo creo. ¡Una película!, ¡una película de verdad! ¡Como las que vemos en el Intercontinental!

─Cálmate, anda, y cuéntamelo desde el principio.

 ─Tenía que ir Beth, pero está con un gripazo que no se puede levantar de la cama. Verás, verás. La llamaron el lunes de los estudios de la Warner.

─Pero, ¿cómo es que la llamaron?, ¿acaso es la nueva chica de John Gilbert? ─le pregunté mofándome un poco; divertido al verla tan ilusionada como un niño al que regalan un trenecillo.

─No te burles de mí, Joey. Ya te he contado millones de veces que Beth hace películas. De figurante, pero sale en las películas. ¡Anda, no me interrumpas!

La hubiera besado en aquel momento si no hubiese sido por mi miedo a perder lo poco que tenía de ella.

─Pues, como te estaba diciendo antes de que me cortaras, la llamaron el lunes para que fuera al día siguiente a las diez de la mañana a hacer una prueba pero ella no podía ir porque tenía una fiebre espantosa, así que me dijo que fuera yo en su lugar, que habría tanta gente que nadie se iba a dar cuenta del cambiazo.

─¿Te hiciste pasar por tu prima? ─pregunté asombrado.

─No, no. No me atreví. Cuando llegué a las oficinas, había un señor calvo y bajito apuntando los nombres de los que íbamos entrando. Éramos miles, no te exagero, y me asusté tanto al ver tanta gente que casi me doy la vuelta y me voy. Pero entonces vi una foto gigante de Charlot y me subieron las cosquillas por la espalda al pensar en las estrellas que pasaban por allí y me quedé. ¿Por qué no podía intentarlo? Entonces, entonces, cuando me preguntó el hombre cómo me llamaba, le conté la verdad, que Beth no podía ir porque estaba en la cama con gripe. Y, ¿sabes?, no me dijo nada. Apuntó mi nombre y mi dirección en su libreta y me mandó pasar a una sala donde había mucha más gente esperando para hacer la prueba.

No conseguí saber en qué consistió la prueba: supongo que sería una prueba de fotogenia. Estaba tan nerviosa que iba de una cosa a otra sin acabar de contar ninguna. Quien la viera hubiera pensado que le habían dado el papel protagonista de una gran producción cuando no se trataba más que de una simple aparición de unos segundos en una película de un director desconocido: apenas unos cuantos fotogramas en los que se la vería un instante mientras contemplaba el escaparate de una tienda en el momento en que pasaba por la acera la pareja protagonista. Nada más. Y nada menos. Porque transformaron a Sophie en una gran dama de la alta sociedad neoyorquina. Cubrieron sus cabellos cobrizos con una peluca negra peinada la melena corta según el estilo que imperaba en aquellos años del Charlestón y la engalanaron con un collar de perlas de imitación que le daba dos vueltas y le llegaba por debajo de la cintura.

Después de aquel no me atrevo a decir papel, la llamaron con frecuencia. Ignoro cómo se las arreglaba para faltar a su trabajo. Me figuro que los días en los que tenía que acudir a los estudios a rodar sus dos segundos de gloria, engatusaría a alguna de las chicas para cambiarles el turno. No lo sé. A mí no me hablaba más que de sus apariciones en la pantalla, de los trajes que le hacían poner, de las veces que se cruzaba con alguno de sus ídolos... Ensayaba conmigo cada movimiento con la seriedad con la que una gran actriz se prepara el papel de Ofelia, aunque sus intervenciones se limitasen a cruzar una calle, sentarse en el banco de un parque con un libro entre las manos, pasear un perro o simular que se tomaba una copa en la barra del bar de un hotel. Era tal nuestro entusiasmo, que cuando se estrenaba la película, la veíamos una y otra vez sólo por deleitarnos con esos dos segundos en los que apenas se la distinguía.

Mientras yo me iba enamorando más y más de Sophie, ella se iba alejando de mí. De nada me servía confesarle mi amor: ella me acariciaba la mejilla con el dorso de su dedo índice y, como si siguiera una broma muy repetida que a mí me partía el corazón, decía entre risas que no se casaría con nadie más que conmigo.

Un año después de asomarse a la pantalla de los cines por primera vez, un director se fijó en ella y le ofreció un pequeño papel. Ya no se trataba de dos segundos que pasaban inadvertidos a la mayoría del público, sino de quince minutos en los que interpretaba a la doncella de la protagonista y mantenía una conversación que recogían los intertítulos. Su estreno como actriz hubiese pasado inadvertido de no ser por un primer plano de su bello rostro que llenó la pantalla. Todo el mundo se rindió deslumbrado ante la luz cegadora de sus ojos y se enamoró del hoyuelo de su barbilla. “Vanity Fair” sacó su fotografía en portada y los kioskos se llenaron de su sonrisa. A la puerta de la pensión se arremolinaban cada día periodistas, fotógrafos y curiosos a la caza de una palabra, una sonrisa, una mirada. El teléfono de Miss Blake repiqueteaba a todas horas con ofertas de papeles para miles de títulos de películas. Sophie no sabía si estaba en el cielo o en el infierno. Se sentía desbordada del cambio radical que estaba tomando su vida. Fue entonces cuando perdió el control de su vida y yo la perdí a ella.

Sophie nunca fue una primera figura ni una actriz deslumbrante de aquellos años de esplendor del cine mudo; sin embargo, alcanzó suficiente popularidad para ganarse el cariño de un público fiel. Los estudios de la Warner le hicieron un contrato por un año que, al finalizar, prorrogaron por otros cinco. En pocos meses convirtieron a la muchacha provinciana en una joven sofisticada con aire cosmopolita. Cortaron su larga melena por encima de los hombros, oscurecieron sus cabellos, la maquillaron resaltando sus pómulos salientes y la vistieron con trajes de alta costura. Los mismos estudios alquilaron para ella un apartamento en Beverly Hills, lejos de la pensión de Miss Blake. Y le buscaron un acompañante, un actor de segunda, con el que aparecía en todas las fiestas que daban los grandes del mundo del cine. Me bastaba abrir las páginas de “Harper Bazaar” para verla sonriendo a la cámara junto a Douglas Fairbanks y su esposa, Mary Pickford: sus ídolos apenas unos meses antes.



Lilian Gish



Podían pasar semanas sin que la viera más que en esas imágenes de la prensa o compartiéndola con el público que acudía al Intercontinental mientras mis dedos recorrían las teclas de marfil. Hasta que recibía una llamada suya y, durante unas horas, nos ocultábamos de las miradas indiscretas en el rincón más oscuro de una cafetería o paseábamos por “El jardín de las Rosas” saboreando un helado de fresa. Sophie, entonces, volvía a ser la joven ingenua que se entusiasmaba contándome sus sueños. Escuchaba embelesado sus historias sobre los chismes que corrían por los estudios, las manías y caprichos de actrices y actores. Me divertía cuando se escandalizaba con los rumores de adulterios y amores prohibidos que le susurraban en el oído los chismosos y chismosas del estudio. Seguía siendo la chica inocente llegada de un pueblo de Texas que se maravillaba por todo. Pero, con el paso de los meses, nuestros encuentros fueron haciéndose más y más distantes hasta que desapareció de mi vida.

No volví a ver a Sophie en mucho tiempo. Me costaba reconocer en la dama elegante que se paseaba por la prensa de oropel a la joven espontánea que se entusiasmaba contándome sus sueños. Las fotografías me la mostraban acudiendo a las fiestas y recepciones de la alta sociedad de Los Ángeles y Nueva York, bailando en los brazos de los actores más atractivos, navegando en los yates que atracaban en la Bahía de San Francisco o veraneando en La Costa Azul. En el otoño de mil novecientos veintitrés rompió mi corazón cuando la prensa anunció su matrimonio con el director de la primera película en la que fue protagonista y, apenas siete meses después, acabó de herirme cuando se divorció para casarse con un cámara que vivía de ella. Cada noticia que recibía de Sophie era una puñalada para mí y a pesar de ello, devoraba todo lo que sobre ella se publicaba.

Mientras tanto, salí con otras mujeres, a las que no podía evitar compararlas con su recuerdo, o más bien debería decir con la imagen que fui construyendo semana tras semana, mes tras mes. Una vez estuve a punto de casarme con una buena chica que me ofrecía su amor sin ninguna reserva y su familia también me tenía afecto. Llegamos incluso a mirar apartamentos y a fijar la fecha para la boda. Pero un mes antes del enlace, rompí el compromiso: Aceptar su amor deseando a Sophie hubiera sido cometer una vileza. Así que se lo conté todo y la abandoné tras romperle el corazón. Después ese fracaso, me sumergí en mi vida gris de pianista frustrado que tocaba en el “Cine Intercontinental” mientras se dejaba llevar por sueños imposibles.

Dos años después de que triunfase en los teatros de Broadway, se estrenó en los cines “El cantor de jazz”. La premier no causó sensación por su guión ni por la magnífica interpretación de Al Jolson sino por tratarse la primera película sonora. Muchos creímos que el entusiasmo que despertó en el público aquel avance de la técnica iba a ser pasajero, un capricho de excéntricos que desaparecería tan pronto como dejase de ser una novedad. Pero nos confundimos. La gente hacía cola para conseguir una entrada de las nuevas películas y se olvidó del esplendor del cine mudo. El cine sonoro no sólo trajo consuelo a los que, tras la crisis del veintinueve, habían perdido sus esperanzas, también llevó a la ruina a buena parte de los que, como yo, habíamos vivido de las antiguas películas. ¿Para qué servía ya un pianista en un cine? Fueron legión los actores y las actrices que no lograron sobrevivir a la revolución que se produjo en los últimos años veinte, entre ellos estaba Sophie.

En mil novecientos veintiocho, seis años antes que Greta Garbo, Sophie interpretó a Marguerite Gautier en una nueva versión de “La dama de las camelias”. El estreno en Nueva York causó una gran expectación entre el público y la prensa: era la primera vez en la que se podía oír su voz. Yo tampoco quise perderme la premier, de manera que me tomé una semana libre y, con unos cuantos dólares que había podido ahorrar, me presenté en Nueva York dispuesto a saborear aunque sólo fuera unas gotas de las mieles del éxito de Sophie.

Dos horas antes de tan importante acontecimiento, la avenida en la que iba a tener lugar el estreno y las calles adyacentes estaban colapsadas de gente que esperaba con impaciencia la llegada de Sophie. Muchos se conformaban con ver un trozo de su vestido, mas también eran muchos los que tenían la esperanza de ser los destinatarios de su sonrisa.

Por mediación de un amigo que trabajaba en la Warner, había conseguido una localidad en el patio de butacas lo suficiente cerca de la puerta como para ser testigo de su entrada en el cine. Llegó del brazo de Lou Tellegen, con quien se la relacionaba desde que éste obtuviera el divorcio de Nina Romano. La vi mucho antes que el público se diera cuenta de su entrada. Parecía una sirena con un vestido de lamé plateado que se ceñía a su figura hasta los pies. Cubría sus hombros desnudos una estola de visón blanco sobre la que caía su melena cobriza peinada en ondas. Un murmullo recorrió la sala cuando la pareja atravesó el pasillo central. Al pasar por mi lado, Sophie volvió la cabeza y, por una décima de segundo, me pareció que me había visto pero su mirada permaneció impasible mientras hacía su recorrido hasta las localidades de honor seguida de la admiración de su público.



Lou Tellengen



Al apagarse las luces y oírse los primeros acordes del “Concierto para piano número 2” de Rachmaninov se hizo el silencio en la sala. Sin darme cuenta de lo que hacía, cuando apareció en escena Sophie, adelanté todo mi cuerpo y me aferré a la butaca que tenía delante. Todo el mundo contuvo el aliento expectante por escucharla al fin. Y entonces ocurrió lo que nadie había previsto. En cuanto empezó a hablar con su voz chillona y su acento texano, una ola de carcajadas recorrió la sala. ¿Era aquélla la Sophie Maxwell que todos admiraban? Si no sabía pronunciar las palabras, si su voz producía risa. Mientras en la pantalla Marguerite Gautier se moría de tuberculosis, en una de las butacas Sophie se moría de humillación y yo me moría en la mía al pensar en su vergüenza. Y de pronto la vi salir corriendo hacia la puerta. Quise seguirla pero dos gigantones, guardaespaldas, supongo, me lo impidieron.

Después de aquel fiasco, Sophie desapareció. Durante meses, los sabuesos de la prensa husmearon en busca de su rastro sin lograr dar con ella. Inventaron sobre ella las historias más inverosímiles: que si había dejado a su marido por un magnate del acero, que si estaba en una clínica de desintoxicación, que si había entrado en un convento para expiar la culpa por la vida un tanto desordenada que había llevado hasta entonces... Pero no pudo comprobarse ninguna de tales historias. El misterio que la rodeaba hizo olvidar el fracaso de “Las damas de las camelias”. Se construyó en torno a ella una leyenda que la hicieron aún más deseable. Hasta que poco a poco cayó en el olvido: la Fama es ingrata y cuando asciende una nueva estrella abandona, cual madrastra, a sus hijos mayores.

Yo también la busqué. Egoísta, estaba convencido de que, si el éxito me la había arrebatado, el fracaso me la devolvería. Pero me equivoqué. Llamé a las puertas de la pensión de Miss Blake, que no supo decirme su paradero pero me dio el teléfono de su prima Beth. Me encontré a una mujer vanidosa precozmente envejecida que durante un par de semanas me entretuvo con el cuento de que iba a hablar con Sophie y arreglar un reencuentro. Pero resultó que no sabía de su prima más que yo y sólo obtuve de ella una noche de pasión que ni siquiera disfruté pensando en Sophie. Después de aquel fracaso, me presenté en las oficinas de los estudios de la Warner dispuesto a no moverme de sus sillones de cuero negro hasta que me dieran noticia de Sophie, pero sólo logré que llamasen a los de seguridad y me echasen de allí a patadas, literalmente. Finalmente, me resigné a su pérdida y me hundí en una existencia mediocre simulando ante mí mismo que la había olvidado.

Cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor, arrastraba mi vida en un colegio de señoritas en San Francisco enseñando a aporrear el piano a adolescentes sin ninguna vocación musical. Vivía en una casa medio en ruinas sin más compañía que la de un perro que recogí en la calle cuando alguien lo abandonó a los pocos día de nacer. Hacía mucho que había dejado atrás mis sueños de juventud y mi única esperanza cada despertar era llegar sano a la noche. No estaba al tanto de las noticias pues sólo oía la radio para escuchar el concierto de las siete de la tarde y, desde que desapareció Sophie, me negaba a gastarme unos centavos en quien había contribuido a su destrucción. Así no es de extrañar que no me enterase del bombardeo de nuestra base naval en Hawai hasta dos días después cuando llegué al colegio.

Aquella noche de diciembre, salí a pasear con mi perro antes de cenar. No me extrañó encontrar desiertas las aceras: el frío no invitaba a adentrarse por las calles. Recorrimos de arriba abajo el Embarcadero: siempre he encontrado paz contemplando el ir y venir de los barcos, imaginando los lugares que han visitado y las historias de los viajeros que se aventuran a surcar los mares. Durante un rato largo, descansé la vista en el horizonte antes de emprender el camino de regreso. A la altura de la iglesia presbiteriana a unos veinte metros de mi casa, el perro se puso a ladrar nervioso y tiró de mí, que lo llevaba sujeto por una correa, hasta casi hacerme caer. Una desconocida que parecía estar esperándome sentada en los escalones del portal. Al vernos llegar, empezó a temblar como si tuviera miedo no sé si de mi fiel compañero o de mí. Se levantó con mucha lentitud, como si le costara moverse. Pensé que se trataba de una vieja indigente maltratada por muchos años de vida a la intemperie, tal era su aspecto desgreñado.

─Joey ─gritó una voz del pasado─. Soy yo, Sophie.

Entonces reconocí sus ojos color violeta y el hoyuelo de su barbilla. Por un momento no supimos qué decir. ¿Cómo podía ser Sophie aquella mujer envejecida que despedía un fuerte olor a ginebra barata y a miseria? No debía de tener sino cuarenta y dos años y parecía una anciana. Sus ojos estaban vacíos y su boca no lograba esbozar una sonrisa, sólo mostraba una mueca a medio camino entre la amargura y el escepticismo. Una carcajada burlona muy diferente de su risa ingenua de otros tiempos me sacó de mi estupor.

 ─¿No me reconoces o qué?

Su acento texano había desaparecido para dar paso al modo de hablar de los barrios bajos de Los Ángeles.

 ─Te doy miedo, ¿eh? No creas que me extraña. No eres el único. ¿Pero me vas a dejar pasar a tu casa para hablar un rato o no? No quiero más que eso, no creas que vengo a pedirte dinero. No. A ti no, Joey.

Avergonzado de mí mismo, me recompuse como pude y la invité a entrar. Miró a su alrededor como para hacerse una idea de la persona en la que me había convertido en su ausencia.

─Veo que tú tampoco te has hecho rico. Pero me gusta tu casa. Es como te recordaba: ordenada y cálida.

Se acercó a la librería y leyó en voz baja los títulos de los cientos de volúmenes que me habían hecho compañía mientras ella estaba escondida. Quise decírselo, hablarle de mi espera sin esperanza, pero no me salían las palabras. Sentía unas ganas inmensas de llorar por lo que fuimos, por lo que nos habíamos convertidos. Pero aquella mujer ajada no era sino una extraña para mí ante la que no sabía cómo comportarme. Ella tampoco parecía sentirse muy segura conmigo, a pesar del tono descarado con el que me hablaba.

Improvisé una cena con los restos del almuerzo y abrí una botella de vino blanco, regalo una alumna cuya familia era propietaria de unos viñedos. Tal vez un plato caliente podía ayudarnos a romper el hielo. Durante la cena, Sophie apenas probaba bocado aunque llenó su vaso de vino en varias ocasiones. No paró de hablarme de los años gloriosos del cine, cuando el cielo la adoptó como una estrella más. Intenté que me contara dónde había estado en los últimos doce años pero esquivaba mis preguntas sin interrumpir su verborrea repetitiva. Eran las mismas historias con las que me entretenía cuando éramos jóvenes pero sin la inocencia de entonces: en ellas sólo había sarcasmo y amargura. Al acabar la cena, estábamos algo más que bebidos. Pasamos del plato a los besos sin que supiera cómo había sucedido: los primeros y últimos besos de nuestras vida, aquellos tantas veces deseados por mí: besos con sabor a hiel. A pesar de mi afán por disimularlo, la pasión había desaparecido de mi corazón dejando en su lugar un extraño sentimiento en el que se confundían la compasión y la repugnancia.

Como si me impusiera una penitencia, la conduje a mi habitación y la fui despojando lentamente de su ropa. En sus ojos leí la súplica como si quisiera volver a sentirse bella y deseable. Fingí un amor que estaba muerto y acaricié los restos de mi adorada Sophie. Le susurré las palabras que en otro tiempo deseé decirle. La colmé de ternura y, por unos momentos, me pareció tener en mis brazos a la mujer que nunca había dejado de amar. Sus ojos se desprendieron del resquemor y se vistieron de  dulzura. No fueron sino unos minutos en los que alcanzamos la dicha. Después apoyó la mejilla en mi hombro y se quedó dormida. La noche, con su placidez, me devolvió a mi Sophie. La estuve contemplando hasta que también me dejé mecer por el sueño.

El sol estaba ya en lo alto cuando me desperté. Alargué el brazo buscándola pero no encontré a nadie a mi lado. Recorrí la casa sin hallar rastro de ella, como si la noche anterior no hubiese sido sino un sueño. Entonces lo vi. En la esquina de la mesa de la cocina un pedazo de papel con una sola palabra: “Gracias”.

Salí a la calle en su busca pero no me encontré más que el frío de la mañana. Recorrí la larga avenida que conducía al Embarcadero y creí reconocerla en una mujer que caminaba delante de mí pero al aproximarme me percaté de mi error. Entonces lo comprendí. Aquella noche no había sido sino su forma de de decirme adiós, su canto del cisne antes de enterrar para siempre a la joven Sophie que un día secuestró mi corazón.










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