lunes, 30 de noviembre de 2015

Rozando el cielo




Treinta kilómetros antes de la entrada a la ciudad por la Puerta del Ángel, ya se divisaba El Edificio Menfis, una esbelta pirámide de acero y cristal de doscientos setenta metros de altura. En el vértice, una aguja de quince metros parecía querer rozar el cielo con su afilada punta. La mitad de sus sesenta plantas las ocupaba un hotel de cinco estrellas, un tercio eran oficinas y el resto, apartamentos de lujo, salvo el último piso, el único capricho que me permití al diseñar el edificio y donde dispuse un jardín mantenido con un sofisticado sistema invernadero en el que convivían plantas y aves tropicales de los más exuberantes colores. Pasear entre las hileras de allamandas de color vainilla, anturios fucsia y begonias pintadas de bermellón mientras se contemplaba una pareja de guacamayos, tan lejos del suelo, tan cerca del cielo, era como encontrarse en medio de un sueño.

El Edificio Menfis fue mi primer rascacielos. Su esbozo lo tracé en una noche en la que tuve que empuñar el lapicero para calmar mi cabeza, ebria de ideas, después de leer la convocatoria de un concurso del ayuntamiento de la ciudad. Cierro los ojos y me veo a mí mismo con tan solo treinta años sin más experiencia como arquitecto que la reforma de unas cuantas casas de amigos de mis padres, pero con el convencimiento de ser un Lloyd Wright por descubrir. Aquella noche no dormí ni tan siquiera una hora de la excitación mientras iban surgiendo sobre el papel crujías, paredes, dinteles, cornisas y pilares. En mi imaginación se dibujaban las historias que sobre el antiguo Egipto nos contaba mi padre y que yo iba transformando en un rascacielos. Y cuando asomaron los primeros rayos del sol en el horizonte, ya había terminado el primer esbozo del edificio. Las semanas siguientes pasaron sin enterarme ocupado en perfeccionar mi obra. Eliminando una columna aquí, proyectando un arco allá, me maravillaba viendo cómo se iba haciendo realidad lo concebido en mi imaginación.

Me costó dar por finalizado el edificio. Cada vez que me acercaba al tablero de dibujo, veía un elemento que cambiar, pero el tiempo apremiaba y un día antes de finalizar el plazo de presentación de los proyectos, tuve que registrar el mío en las oficinas de la Concejalía de Urbanismo. Me gustaría poder decir que, tras la entrega, seguí mi vida olvidado del fallo del concurso que no acababa de llegar, pero faltaría a la verdad si lo hiciera. Durante cuarenta y tres días, que los conté uno a uno, estuve más atento al timbre de la puerta a la espera de una carta certificada que a María, mi novia. Andaba con la mente distraída: unas veces con la seguridad de ser el elegido para cambiar la silueta de la ciudad; otras con el ánimo decaído agrandando los defectos de mi proyecto que asaltaban mi memoria.

Para engañar al tiempo, iba paseando por la alameda hasta la tienda de antigüedades en la que trabajaba María y aguardaba su salida a las cinco de la tarde para invitarla a merendar un té con dulce de almendras en una confitería que se había puesto de moda entre los jóvenes de la ciudad. Hasta más allá de anochecida, la abrumaba mostrándole el futuro que teníamos ante nosotros después de que seleccionasen mi proyecto, en tanto ella me escuchaba entre ilusionada e incrédula sin atreverse apenas a interrumpirme. Viajes, una casa diseñada para ella junto al Valle de los Nogales, los hijos más inteligentes y hermosos... Nada iba a ser imposible para el arquitecto más afamado de la ciudad y, quién sabía, si del país.

Quedé en segundo lugar en una contienda en la que disputaron conmigo otros quince arquitectos. Aquella posición me pareció a mí, aprendiz todavía de la escuadra y el cartabón, la más dulce de las victorias. Era la constatación de que lo había hecho bien, suficiente para mí, que no era sino un desconocido. He de decir que cuando supe los nombres de mis contrincantes, me recorrió un escalofrío de orgullo y de cierto temor también al pensar que había rebasado a tan prestigiosos arquitectos.

Nada hacía sospechar que se fuese a levantar mi edificio, pero la renuncia del vencedor permitió que a los ocho meses del fallo se pusiera la primera piedra de mi esbelta pirámide.

El Edificio Menfis se levantó en apenas veintitrés meses. En ese tiempo pasé en miles de ocasiones de la euforia al abatimiento y del abatimiento a la euforia con sólo leer una crítica, oír una alabanza. Veía maravillado cómo se iban levantando las paredes inclinadas hasta besarse en el vértice de la pirámide. Mientras el edificio tomaba forma, nacía mi fama de arquitecto de ideas innovadoras. Empezaron a lloverme ofertas más y más suculentas, más y más tentadoras. No daba a basto en mi ir y venir de mi estudio a las obras que ponían en pie mis proyectos. La prensa especializada hablaba de un estilo propio que enlazaba los clásicos arquitectos de mediados del siglo XX con la vanguardia que aún no acababa de nacer.

El día que se inauguró el Edificio Menfis lo mejor de la ciudad se dio cita en una fiesta de la que muchos años después todavía se hablaba. Las mujeres se dejaban ver por el vestíbulo Art Decó de mi torre con sus mejores galas. Los destellos de lámparas de cristal competían con el resplandor de las perlas y brillantes que lucían sus escotes. Llegué cuando la fiesta ya estaba en su máximo apogeo llevando del brazo a María que, ya mi esposa, esperaba a nuestro primer hijo. Pasé la velada escapando del asedio de los periodistas que disputaban entre sí por obtener de mí unas palabras sobre los temas más inverosímiles. Los invitados a la fiesta se acercaban a estrechar mi mano y a felicitarme. Personas que no había visto nunca, me solicitaban para hacerse fotos conmigo y me palmeaban en la espalda como si fuéramos amigos íntimos de toda la vida. Mientras, María me guiñaba un ojo, orgullosa y divertida por verme en tan insólita situación como si fuera un actor de cine y no un arquitecto aún principiante.

Aquella fue la primera de miles de noches en las que la ciudad me entronizó en la cumbre de la fama. Al principio escuchaba con asombro e incredulidad los halagos a mi obra. Me parecía estar viviendo en mitad de un sueño del que despertaría en cualquier momento. Era como si todo lo que se decía se refiriese a otra persona. Me costaba reconocerme en el arquitecto brillante del que todos decían había revolucionado el arte de construir edificios. Pero, con el paso del tiempo, llegué a creerme el genio que describía la prensa más aduladora.

María celebraba mis éxitos con alborozo. Cada edificio que acariciaba las nubes merecía un bizcocho especial que mi esposa preparaba en la cocina con la, decía, ayuda de los niños. Cuando llegaba a casa a media tarde encontraba a mi familia metida en faena. Alrededor de la mesa de madera fregada, correteaban los más pequeños cubiertos de harina y azúcar, mi hijo Juan batía los huevos y María preparaba el horno mientras animaba a nuestros hijos a seguirla en sus canciones. Después, alrededor de las tazas de chocolate, sentaba sobre mis rodillas a Alicia, que aún no había dejado atrás sus modales de bebé, y les contaba cómo iban ascendiendo hasta el cielo las paredes del último edificio, que llevaba el nombre de alguno de ellos: Juan, Ricardo, Begoña, Cristina y Alicia eran los nombres de mis hijos y de los rascacielos que me encumbraron a la fama por todo el país aquellos primeros años de mi carrera.

Durante más de diez años fui el hombre más feliz del mundo. Lo tenía todo. Éxito en el trabajo, la mejor de las familias, una esposa que me amaba y una casa en el Valle de los Nogales que diseñé pensando en ella. Aunque me cueste decirlo, debo reconocer que, de tanto oír alabanzas a mi talento, me llegué a creer una eminencia llamada a cambiar el concepto de la arquitectura contemporánea. Tenía mi propio estudio en el que trabajaban para mí tres arquitectos y otros tantos delineantes que no parecían tener otra función en la vida que reverenciar mi persona. Jamás se atrevían a cuestionar mis ideas ni a exponer otras que no fuesen pálidos reflejos de las que plasmaba en el papel. Y yo mismo, creyéndome infalible, cortaba cualquier intento de mis colaboradores por salirse de las normas por mí impuestas.

María, en su afán por evitar que perdiese el sentido de la realidad, era la única que se atrevía a contradecirme y a poner en cuestión mis diseños. Ella, que carecía de conocimientos técnicos, tenía un don especial para ver los puntos débiles de mis proyectos y, sin temor a herirme o a provocar mi cólera, me señalaba los detalles que a ella no le gustaban. Y he de decir que, aunque me dolieran muchas de sus críticas, siempre acababa viendo su acierto. No es de extrañar, pues, que fuese ella la primera persona a la que mostrase mis esbozos. Temía más su opinión que la del arquitecto de mayor prestigio. Su aprobación era para mí el mayor de los premios y sus censuras el mayor de los suplicios. O, al menos, en los primeros años; luego, me fui encerrando más y más en mí mismo y me hice impermeable a sus palabras.

A los doce años de la inauguración del Edificio Menfis empezaron a menudear las críticas negativas. El artículo en un periódico de tirada nacional abrió el debate sobre el valor arquitectónico de mi obra. Lo firmaba un oscuro profesor de una escuela de arquitectura de una ciudad cuyo nombre pocas personas conocían. Según se explicaba en el artículo, mis edificios no se diferenciaban entre sí más que en los elementos ornamentales y carecían todos ellos de originalidad alguna siendo simples collages de las ideas de otros. Con claros argumentos, iba desgranando los defectos de mis más célebres rascacielos. El artículo levantó un gran revuelo entre el público, que se dividió entre los que me defendían enfurecidos por las críticas y los que se unieron al profesor.

Pero para entonces era tal mi vanidad, que tras una rápida lectura, mandé el artículo al cesto de los papeles. El autor me pareció un pedante ignorante lleno de conocimientos teóricos que carecía del saber que da la experiencia. Así era yo: un hombre que me creía por encima de los demás y despreciaba a todo aquel que discrepaba con mi manera de concebir la arquitectura. Pero el artículo no fue la única voz que se alzó contra mis rascacielos. Después vinieron otros más que pusieron en duda el valor de mis diseños. En un primer momento, apenas eran un puñado de arquitectos que se atrevían a criticar a la estrella más fulgurante porque no eran nadie y no tenían nada que perder. No eran sino unos cuantos ociosos que se situaban al margen de los círculos oficiales que no temían exponer opiniones contrarias al sentir común. Y por ello no merecían sino mi desdén. O, al menos, así los veía yo.

Pero, cuando arreciaron las críticas del profesor, mi indiferencia dio paso al miedo: un profundo miedo a la mediocridad. Empecé a leer cada artículo con detenimiento y a encontrar en ellos destellos de verdad. Revisaba una y otra vez mis esbozos hasta rasgar el papel en busca de la perfección. El estilo de mis edificios, que hasta entonces se había caracterizado por líneas puras huyendo de abigarramientos, se llenó de elementos extraños con los que quería sorprender a ese profesor que desde una ciudad desconocida, señalaba con su dedo acusador la banalidad de mi obra. Miradores en forma de estrella que giraban en el último piso, torres más y más elevadas, plantas articuladas que parecían poder desmontarse... No daba tregua a mi imaginación, que ideaba diseños cada vez más originales, decía yo, cada vez más extravagantes, decían mis detractores.

Fui perdiendo seguridad en mí mismo a medida que crecía mi obsesión por lograr la perfección, obsesión que no era sino el deseo de complacer a mi adversario. Pero, cuanto más me esforzaba, más críticas recibía del oscuro profesor. Lo invité a visitar mi estudio con la intención de mostrarle mis proyectos y explicarle mi manera de entender la arquitectura, con el deseo oculto de ganarme su reconocimiento y quién sabe si su admiración. Pero el profesor declinó mi invitación con una excusa tan fútil que parecía inventada para no ser creída. Aquel rechazó acabó por amargarme. Que un arquitecto desconocido que se había hecho famoso a expensas de hablar de mí despreciase mi mano tendida era más de lo que podía soportar.

Con el paso del tiempo el resentimiento se fue haciendo dueño de mí. Mis diseños eran cada vez más extraños, tan delirantes que ahora me cuesta reconocerlos como míos. Quise resucitar el espíritu de la vieja Escuela de Chicago, con sus edificios de fachadas de mampostería y ventanas corridas, pero aquel cambio tan radical no fue bien recibido y mis proyectos hasta entonces acogidos sin ninguna objeción, empezaron a ser rechazados. Mi carácter, que, aunque engreído, nunca había dejado de ser apacible, se tornó colérico. Cualquier nimiedad podía encender mi ira: el retraso en el trabajo de mis colaboradores, una pelea entre mis hijos, el timbre del teléfono a la hora de comer... Ni siquiera María con su paciencia y comprensión era capaz de apaciguarme.

Aún siento vergüenza al recordar las caras de mis hijos, de tristeza, primero, de miedo, después, cuando les gritaba sin ahorrarme palabras soeces porque con sus juegos ruidosos interrumpían mi concentración ante el tablero de dibujo. Alicia, la más pequeña, sabiéndose mi preferida, me quería aplacar con sus besos y me contaba historias que improvisaba sobre sus muñecas con el deseo de arrancarme una sonrisa cada vez menos frecuente. Cuando me acostaba, le volvía la espalda a mi esposa y me hacía el dormido para no tener que oír sus ácidos reproches. Y en mi estudio tampoco encontraba un ambiente mejor: caras que reflejaban un temor y un desprecio crecientes hacia mí por no hablar de las deserciones a medida que fui perdiendo el favor de la ciudad y los encargos se hicieron más esporádicos. En pocos meses perdí el respeto de los que aún me contrataban quienes, en el mejor de los casos, demoraban los pagos y en el peor de ellos, ni siquiera se hacían cargo de las facturas más pequeñas.

Con más deudas que ingresos, tuve que dejar el estudio tras despedir a los dos únicos delineantes que habían permanecido fieles. Tampoco pude mantener la casa que con tanto amor diseñé para María y que ella fue transformando hasta convertirla en el paraíso de la infancia de nuestros hijos. Su rápida venta apenas sirvió para contentar a unos cuantos acreedores y para llevar más tristeza a mi familia, que hubo de contentarse con un piso de tres pequeños dormitorios en un barrio muy alejado y en la que vivíamos amontonados.

Y, a pesar de la evidente decadencia, a pesar del deterioro que vivía mi familia no me di cuenta de que mi mundo se estaba desmoronando hasta que María me abandonó.

Una noche, al regresar de una entrevista con un cliente, encontré la casa vacía. Las luces extrañamente apagadas, el silencio de la ausencia de mis hijos más ruidoso que sus gritos adolescentes y la desaparición de los juguetes de Alicia me helaron el corazón antes incluso de saber lo ocurrido. La mesa del comedor dispuesta para un solo comensal parecía estar aguardando la llegada de mi fantasma. Mirase por donde mirase no veía sino los huecos que habían dejado los objetos que en una noche habían desaparecido; agujeros mudos que hablaban de la ruina en la que había ido a parar mi vida. Y sobre el plato, una larga carta de despedida.

María no se fue porque nos hubiera sobrevenido una vida de pobreza después de años de opulencia. No se fue porque tuviéramos que abandonar la casa donde fuimos felices para trasladarnos a un barrio que nos era extraño. Lo hizo porque hacía mucho tiempo que la había abandonado olvidando el amor que nos teníamos y dejándola sola con sus hijos mientras, de vez en cuando, hacía acto de presencia colérico y obsesionado con construir el edificio más impactante del mundo. Convertido en un hombre que tenía atemorizados a sus hijos y a ella también.

Los cinco años siguientes malviví construyendo casas para arribistas de fortuna recién estrenada a los que les sonaba mi nombre por haberlo visto escrito en la prensa pero que no sabían nada más de mí. A mis hijos apenas los veía. A medida que cumplían años, se iban alejando y sólo el día de Navidad y de los Reyes Magos conseguía reunirlos a todos unas cuantas horas. La única que me siguió regalando su amor con el paso de los años fue Alicia, mi niña pequeña. Su alegría era mi alegría cuando los viernes por la tarde la recogía en la puerta del colegio, antesala de un fin de semana que parecía llegar a su fin antes de haber comenzado. Dos días de tregua tras cinco jornadas grises. Ni siquiera cuando rebasó la infancia se negó a ver conmigo su película favorita, prepararme tortitas con nata o contarme sus penas y alegrías.

Hace tiempo que no diseño sino casas sencillas para gente sencilla; que mi nombre no está más que en la boca de mi hija. En los últimos meses, el pasado vuelve a mí y me llena de añoranza. El dulce rostro de María me visita por las noches recordándome todo lo que he ido dejando por el camino.

Hará siete meses me desperté una mañana muy temprano antes de que la luz del amanecer se filtrase entre las cortinas de mi habitación. Abrí los ojos con la extraña sensación de tener pendiente un trabajo. Extendí la mano buscando la cálida presencia de María. Pese a los años transcurridos, al despertar siempre espero encontrarla a mi lado. Frustrado por no tener más compañía que su ausencia, me dirigí a la habitación que hace de salón y despacho en el minúsculo apartamento donde ahora vivo. En el tablero de dibujo, un lienzo de papel en blanco. Me senté frente a él y con la escuadra y el cartabón fui trazando ángulos y rectas como si estuviera poseído. Hasta el anochecer, no me sostuvieron más que las ideas que aparecían en mi imaginación y una taza tras otra del café más oscuro. Poco a poco fueron surgiendo tabiques, crujías, dinteles y cornisas hasta dar forma a un rascacielos de líneas simples: una planta hexagonal que iba elevándose piso a piso que culminaron en un mirador giratorio de cristal, concebido como un faro que, con su luz, alejase las tinieblas del caminante.

Durante semanas lo estuve retocando: eliminando un tabique aquí, añadiendo una cornisa allá. Y cuando lo hube terminado, presenté mi proyecto a un concurso del ayuntamiento.

Desde entonces, como si fuese un aprendiz de arquitecto, aguardo con miedo, pero con un tímido optimismo también, el fallo que se resiste en llegar. Cada mañana, espío la venida del cartero con la esperanza de que me haga entrega de buenas nuevas. Mi hija me llama todos los días y me pregunta impaciente por la resolución del concurso. Durante semanas, que se van prolongando en una eternidad, aguardo el momento en el que, estoy seguro, levantaré el que será mi último rascacielos, el que me redimirá de mi estúpida vanidad, el que tal me devolverá a la senda de la que durante tantos años me desvié, el que me haga ser el que siempre fui: El Edificio María.








lunes, 23 de noviembre de 2015

Rosas Rojas para Odetette






I Monsieur Lombard

En los años que duró la guerra contra los alemanes fui testigo de espantosas crueldades por parte del ejército nazi que helarían la sangre del hombre más insensible. También nuestros hombres se dejaron llevar a menudo por los instintos más bajos olvidando que debajo del pecho del enemigo latía un corazón humano. Yo mismo tomé parte en acciones que, si no hubiese estado protegido por mi uniforme de jefe de escuadrón del ejército francés, me hubieran conducido al cadalso. Durante esta terrible contienda y más adelante como miembro de la Resistencia, vi cuerpos desmembrados, mujeres mancilladas, niños que actuaban como alimañas... Pero nada me causó tanta impresión como las represalias contra una mujer colaboracionista de la que fui testigo en un pueblo de Bretaña después de la Liberación.

Ocurrió en la primavera de mil novecientos cuarenta y seis. No recuerdo muy bien cuando: en la memoria se me confunden las fechas. Pero sí puedo casi asegurar que fue un día más cercano a junio que a marzo.

Hacía poco tiempo que habíamos disuelto nuestro grupo de milicianos y aún no me sentía con fuerzas para enfundarme la toga de abogado, tras tantos años de lucha. No tenía familia ni ningún lazo que me uniera a ninguna ciudad. Mi esposa había fallecido de consunción antes de que estallara la locura de la guerra; tal vez Dios quiso evitarle el dolor que trajo al mundo la desmesurada ambición de Hitler. En los años que disfrutamos del amor y la compañía del uno y el otro, sólo una desgracia vino a oscurecer nuestra felicidad: no tuvimos hijos, pese a haberlos deseado desde que contrajimos matrimonio veinte años antes de su partida. Así que, cuando los aliados nos ayudaron a liberarnos de la bota germánica, preferí retrasar mi regreso a Nimes, la ciudad en la que fuimos tan dichosos. Casi ocho meses después de su liberación, dejé París agobiado por el bullicio que se respiraba en nuestra capital. Quería descansar de tanto ruido que me había perseguido en los años anteriores y comprobar que el hombre que fui aún seguía vivo en mi interior. Compré un pasaje de tren sin apenas reparar por dónde me llevaban los raíles de la larga vía y me dispuse a emprender un viaje del que no conocía ni su destino ni su duración.

Me apeé muchas horas después en la estación de un pueblo bretón. Era noche cerrada y mis huesos se resentían después de tanto tiempo de forzada inmovilidad. Las calles estaban desiertas sin apenas más iluminación que la que me brindaban la luna y las estrellas del firmamento. Durante un rato, anduve vagando por empedradas calzadas sin más compañía que la de algún gato que se cruzaba en mi camino. Mi vista buscaba algún lugar donde protegerme del frío de la noche, pero según avanzaban los minutos, me iba convenciendo de que la única almohada que recogería mis sueños sería una piedra del sendero y la única manta que me arroparía sería el cielo raso. A punto estaba de desesperar cuando encontré a un lugareño al que pude preguntar por un lugar donde hospedarme. Me indicó una casa donde daban comida y habitación por unos pocos francos, no muy lejos de la calle en la que me encontraba. Se ofreció a acompañarme, para que la que sería mi casera en los siguientes meses no desconfiase de las intempestivas horas a las que llamaba a su puerta.

Madame Gullon era la viuda de un suboficial muerto en Verdún durante la Gran Guerra. Me ofreció una habitación en la que no había más que una cama desvencijada y un armario de tres cuerpos de caoba oscura, pero con el lujo de una ropa limpísima. ¡Ah! También me regaló con la cena más sabrosa que he disfrutado en mi vida. Se trataba de una mujer de unos sesenta años envejecida por los avatares de la vida que transitaba por este mundo sin más compañía que la de un periquito que ponía música con su canto al monótono transcurrir del tiempo. Tal vez la falta de un oyente hizo que la viuda del suboficial acogiera mi estancia con tanta alegría. En pocos días supe a través de su amena conversación de las aventuras y desventuras de los vecinos del pueblo. No había nacimiento, boda o funeral del que no me diese cuenta con su pronunciado acento bretón y su conversación sazonada de palabras lugareñas y chispeantes. No crean que para mí era un fastidio escuchar su charla; por el contrario aliviaba la soledad que me embargaba entonces y amenizaba mis comidas.

En aquel pueblo era poco lo que podía hacer. Si el tiempo era propicio, cogía un bastón, que más me servía de compañero que para facilitarme mi caminar, y salía a recorrer sus calles o me adentraba en su campiña y subía por una colina hasta llegar hasta una ermita de traza normanda desde donde se divisaba todo el valle. Sólo si nos visitaba la lluvia, me quedaba en casa de Madame Gullon escuchando las noticias de la radio. Pero, como digo, aprovechaba cualquier débil rayo de sol para estirar mis piernas y explorar los parajes de la región. Alguna vez encontraba en mis andanzas a una joven que transitaba desde su bicicleta los mismos caminos que yo y, que según se acercaba el verano, alegraba mis ojos con vistosos vestidos floreados. Aún me parece verla. Tendría entre veinticinco y treinta años. El cabello castaño con reflejos dorados le caía como una cascada de miel añeja sobre sus jóvenes hombros y una melancólica sonrisa apenas asomaba a los labios. Las idas y venidas por aquellos senderos se convirtieron en costumbre y, a las pocas semanas, la presencia de la joven era el acontecimiento del día más esperado por mí. En cuanto la divisaba pedaleando en sentido contrario a mi caminar, la saludaba tocando el ala del sombrero con la empuñadura del bastón. Una sonrisa iluminaba su bello rostro y, al pasar a mi lado, un delicioso “Bonjour” me endulzaba la mañana. Durante nuestros paseos, no llegamos a intercambiar más que tales breves cortesías, pero yo ya me sentía como si fuese un viejo conocido suyo y el día que no disfrutaba de tan fugaz encuentro, un vago sentimiento de inquietud inundaba mi pecho.

Supe por Madame Gullon que su nombre era Odette. No diré su apellido porque su padre fue un oficial de alta graduación muy conocido en toda Francia. Hasta el final de la guerra, se le dio por muerto después de estar prisionero en el campo de concentración de Struthof-Natzweiler, mas tras la liberación, fue hallado en Dachau por los americanos medio enloquecido y sin saber muy bien quién era. Pero dejemos a su padre. Como decía, la joven se llamaba Odette y había sido la maestra del pueblo hasta unos meses antes del desembarco aliado en Normandía. Al inició de la contienda, se había quedado sola con su madre cuando su padre y su hermano partieron al frente. Para matar las largas horas de hastío y, por qué no decirlo también, para ayudar a su madre en la casa, se había ofrecido, junto con una amiga, a reabrir la pequeña escuela que se había quedado sin maestros por la guerra. Allí enseñaban las primeras letras y los rudimentos de las cuatro reglas de los números a niños y niñas harapientos, que más acudían a la escuela por el vaso de leche que les esperaba que por afán de saber. Fue una maestra querida hasta que los alemanes ocuparon el pueblo...

Madame Gullon no quiso contarme más. Nada de lo ocurrido después de la llegada del ejército germánico escapó de sus labios. Mas su mirada lo dijo todo y yo tampoco quise preguntar por no empañar la imagen de la joven Odette.

Llevaba casi dos meses en la casa de Madame Gullon cuando comenzaron las depuraciones de los colaboracionistas. En los más de cuatro años que habían permanecido los alemanes en el norte de Francia, quien más y quien menos había tenido alguna relación con los nazis. Con la misma rapidez que el pueblo se había tornado en amigo complaciente de los invasores, se volvió después un justiciero hambriento de venganza. He de decir que no me siento capaz de juzgar a mis compatriotas ni en uno ni en otro caso. El miedo a ser señalados, a convertirse en parias, o a perder el pan de la boca de sus hijos hambrientos puede convertir en verdugos a bondadosos ciudadanos que, en tiempos de bonanza, jamás hubieran hecho daño a un gorrión. Me consta que en toda nuestra Francia hubo muchos hombres y mujeres que se acostaron entonando el grito de “¡Heil Hitler!” y se levantaron con el de “¡Viva De Gaulle!” en sus labios. Tal vez les agobiase el peso de la conciencia. No lo sé. Lo cierto es que tales ciudadanos fueron, pondría la mano en el fuego por ello, los que con mayor celo persiguieron a sus hermanos los colaboracionistas. No crean que olvido a aquellos que perdieron familia, bienes y dignidad bajo la bota germánica. También los hubo y muchos. Y, en los meses que siguieron se extendieron como la pólvora por nuestro amado país las delaciones, los saqueos de las casas de los que caía la sospecha, el ultraje de sus mujeres y otras innumerables atrocidades de las que supe por las historias que me contaba mi hermana en sus cartas.

En el pueblo donde me encontraba la persecución de los colaboracionistas comenzó, como digo, semanas después de mi llegada. Mi casera me informaba cada mañana durante el desayuno de detenciones de familias enteras. Al principio contaba con horror cómo las tropas gaullistas entraban en las casas de vecinos respetables después de que una denuncia anónima los señalara como amigos de los alemanes. Se los llevaban detenidos y días después aparecían en una cuneta con un disparo en la sien. Con el paso del tiempo, la postura de Madame Gullón se fue volviendo más comprensiva hacia los delatores. Hablaba de las atrocidades de los nazis como si éstas sólo hubiesen sido posible con la ayuda de franceses traidores; como si muchos de tales colaboracionistas no se hubiesen visto abocados a relacionarse con los alemanes para evitar males mayores. Perdone mis palabras. No justifico ni mucho menos a los traidores; sólo denuncio los excesos. ¿Acaso no habíamos combatido a los nazis, dejando por el camino tantas vidas, para acabar con la barbarie?

Una mañana poco antes de salir a dar mi paseo diario, el fuerte murmullo de un tumulto vino a turbar mi tranquilidad. Debía de ser domingo o algún día festivo porque recuerdo que, momentos antes, había visto desde la ventana de mi dormitorio a unos niños jugando con su aro y a unas muchachas paseando mientras lucían sus mejores galas. Movidos por la curiosidad, Madame Gullon y yo nos asomamos al balcón de la salita. Vimos un grupo ingente de lugareños que avanzaban con paso rápido hacia la plaza mientras dirigían gritos de ¡¡a ella, a ella!! a alguien que iba delante de la multitud. Incapaz de permanecer sin hacer nada, cogí el sombrero y, sin que los ruegos de Madame Gullon pudiera impedirlo, salí por el gran portalón para unirme a la muchedumbre. Pude ver cómo salía más y más gente de las casas vecinas; hombres, sobre todo, aunque también había mujeres y algún que otro niño. Éramos muchísimos. Nunca pensé que viviéramos tantos en el pueblo Los gritos se hicieron más elevados cuando llegamos a la plaza. Con mucho esfuerzo, logré acercarme al centro donde habían improvisado una especie de estrado que me recordó el cadalso de los tiempos de la guillotina.

Y entonces la ví. A Odette. La traían entre dos hombres, con los vestidos desgarrados y el pelo enmarañado. Cuando la multitud se percató de su presencia, elevó el tono de los gritos; los insultos se hicieron más y más ultrajantes. Le lanzaban piedras y objetos, algunos de los cuales lograron alcanzar su bello rostro. Uno de los acompañantes, extrajo de un portafolios un pliego de papel y, en un simulacro de juicio, leyó la lista de cargos que tenían contra la joven. Aunque la ristra de acusaciones era muy larga, todo se reducía a haber mantenido relaciones con un alto mando alemán y, como consecuencia, haber dado a luz un bastardo. Cuando terminó de leer el pliego de cargos, el otro hombre que venía con ella emitió su veredicto sin esperar a escuchar la palabra que Odette nunca pronunció. La condenó al escarnio público. Cortaron su abundante melena y rasuraron su cabeza a la vista de todos. El pueblo enardecido lanzaba insultos y se mofaban de ella con calificativos cada vez más groseros. Mientras tanto, yo asistía paralizado a tan cruento espectáculo. Incapaz de hacer nada, me aparté de aquella enfurecida multitud, buscando un rincón solitario donde desahogar mi corazón cuajado de lágrimas. Dirán que un hombre como yo, acostumbrado a presenciar las mayores brutalidades en el frente y en la Resistencia, no debería haberse impresionado por un suceso a todas luces menos cruel. Pero en él no vi sino la inocencia escarnecida e indefensa ante la sinrazón del odio descontrolado.

Vagué por las calles del pueblo sin fijarme adónde me llevaban mis pasos. No sé cuánto tiempo estuve en aquel deambular sin rumbo en el que la rabia y el dolor pugnaban por hacerse con mi alma. Un sentimiento de odio se iba apoderando de mí. Odio contra aquella muchedumbre ciega y sorda a la compasión; odio contra mí mismo por no haber sido capaz de parar aquella barbarie. Los gritos de la muchedumbre se oían cada vez más lejanos. Acabé en la ermita que había en lo alto de la colina y, arrodillado ante el Cristo yacente que albergaba una urna, no sé si pedí para todos nosotros clemencia o venganza; misericordia o fuego eterno.

Hasta el día siguiente no le conté nada a Madame Gullon. No me sentía con fuerzas. Debo decir que la pobre mujer se deshizo en lágrimas silenciosas cuando oyó mi relato. Por ella supe después que Odette había buscado refugio en casa de una amiga donde yacía semiinconsciente. Una semana después, mi casera se animó a hacerle una visita. Con la excusa de protegerla de posibles agresiones por mantener trato con una colaboracionista, me ofrecí a acompañarla.

En aquella visita apenas la pude ver. Me causó una gran impresión contemplar su actitud humillada: los ojos bajos y la cabeza oculta bajo un pañuelo para no dejar a la vista su vergüenza. Estuvo un momento ayudando a la dueña de la casa a servir el chocolate con bizcochos con el que nos agasajaron y después se retiró a su habitación. La amiga de Odette no quería hablar mucho de ella pero sí que nos contó que llevaba varios días sin pronunciar más palabras que algunos monosílabos y ocupándose de su hijo. Aunque el médico no había encontrado ningún daño apreciable en su cuerpo, las heridas de su alma eran muy profundas y tardarían aún mucho tiempo en cicatrizar. Permanecimos en aquella casa algo más de una hora y salimos con la promesa de volver al día siguiente. A partir de entonces las visitas vespertinas se repitieron no diré que todas las tardes pero sí casi todas. Con el transcurso de los días, Odette iba acostumbrándose más y más a nuestra compañía. Se sentaba en silencio en un rincón de la habitación con una labor de punto entre las manos, escuchando atentamente nuestra sencilla conversación. De vez en cuando levantaba la vista de las agujas y nos dirigía una melancólica sonrisa. Alguna vez se oía el llanto de un niño de pocos meses, me parecía a mí. Cuando esto ocurría, se levantaba de su silla y entraba en la habitación que había junto a la salita, donde permanecía hasta que se apaciguaba el bebé.

No volví a verla durante mis paseos de la mañana: Odette dejó de coger la bicicleta y salir a la calle. Pero, el día antes de mi partida, la encontré en las inmediaciones de la ermita. Me acerqué a ella y, después de caminar media hora junto a ella, conseguí que me contase su historia, mientras fumaba un cigarrillo tras otro.

II Odette

Hasta la firma del armisticio, en el pueblo nadie parecía haberse enterado de que había habido una guerra. Es cierto que los hombres habían marchado al frente y algunas familias sufrimos la pérdida de nuestros seres queridos; pero la vida en la pequeña población siguió con su parsimonia de siempre. A veces nos sorprendía el fragor de la batalla que se oía a lo lejos, al otro lado del valle. Pero nos parecía el sonido de otro mundo: un mundo que no tenía nada que ver con nuestras dichas y desdichas cotidianas. Nada cambió para los habitantes de este pueblo hasta que el ejército germano se convirtió en un vecino más.

Cuando los alemanes llegaron al pueblo por primera vez hacía pocos días de mi vigésimo cuarto cumpleaños. Lo recuerdo bien porque llevaba un vestido color caramelo que había confeccionado mi amiga Madeleine para regalármelo. Llegaron en sus jeep, sus KDF Wagen, sus camiones imponentes, sus motocicletas, y se quedaron una o dos semanas. Después tomaron la carretera que lleva a Sant-Mitchel-en-Greve dejando tras de sí una nube de polvo. Unos días más tarde llegó otro destacamento militar que tampoco permaneció mucho tiempo en el pueblo; luego vino otro y después otro. Finalmente, un destacamento hizo del viejo castillo del marqués Duvais su cuartel permanente. Nos acostumbramos a las idas y venidas por nuestras calles de aquellos hombres altos y fuertes que apenas se relacionaban con nosotros. La mayoría eran soldados rudos que atemorizaban con sus voces atronadoras y sus palabras en una lengua que a mí me sonaba tan dura.

La gente del pueblo mostrábamos sentimientos encontrados hacia los ocupantes. El odio hacia quienes habían arrebatado las vidas de tantos seres queridos se manifestaba en una hostilidad sorda que no siempre el miedo al castigo lograba esconder. Pero, con el tiempo, la costumbre de encontrar nuestras calles repletas de aquellos militares hizo que los contempláramos como parte de la vecindad. Ni siquiera parecía molestarnos el toque de queda, que nos confinaba en casa al caer la tarde. Algunas veces Madeleine y yo espiábamos a los más jóvenes desde algún rincón oculto mientras comentábamos, entre risas apenas ahogadas, cuál nos parecía más guapo, cuál más feo. Pero, como le digo, Monsieur Lombard, con el paso de los días, nos fuimos haciendo más y más indiferentes a la presencia de aquellos militares que ocuparon nuestro pueblo.

Por aquel entonces mi madre y yo aún estábamos tratando de acostumbrarnos a vivir solas. A mi hermano Antoine lo habían matado al principio de la guerra en algún lugar del Sarre y a mi padre lo habían cogido prisionero y no sabíamos dónde se encontraba, si estaba vivo o muerto. En casa yo intentaba aliviar el desconsuelo de mi madre y mi madre trataba de apaciguar el mío, pero lo único que conseguíamos era acrecentar nuestro dolor. Así que, en cuanto podía, me escabullía y cogía la bicicleta para ir en busca de Madeleine. Tal vez le parezca que me mostraba insensible al sufrimiento de mi querida madre; nada más lejos. Pero sí es verdad que era joven y en mis venas, junto a la sangre, corrían las ganas de vivir.

Precisamente fue idea de mi amiga que nos ofreciéramos para reabrir la escuela que cerraron cuando Monsieur Albert, el maestro, se unió al ejército. Al principio no me convencía mucho el plan. Una cosa era salir un rato a dar un paseo y otra muy distinta dejar sola a mi madre casi todo el día. Pero fue precisamente ella, mi madre, la que acabó persuadiéndome con la excusa de que nos vendría bien un poco de dinero. Así que yo me hice cargo de los alumnos más pequeños, de seis y siete años, mientras Madeleine se ocupaba de los que eran mayores. Debo decir que no era mucho lo que enseñábamos. La mayoría de las veces pasábamos el día jugando con los niños y peinando las coletas de las niñas. Cuando el sol nos regalaba con su presencia, salíamos de excursión a recoger las flores del campo, las únicas joyas que en tiempos de penurias adornan nuestros cabellos. En los alrededores del pueblo la madre Naturaleza nos brindaba una paleta de colores sin igual: Los pasteles de la hortensia, el violeta de la flor del brezo, el amarillo de la de la retama o de la aulaga...

A las nueve de la mañana abríamos la escuela y a las cuatro de la tarde la cerrábamos. Entonces Madeleine y yo corríamos a mi casa donde mi madre nos esperaba con una taza de chocolate, que sabía a cualquier cosa menos a chocolate, y unos bizcochos rancios que, hambrientas tras pasar el día sólo con un mendrugo de pan negro, nos parecían delicias celestiales. En la salita se podían oír todo el día las alegres canciones con las que “Radio París” intentaba hacernos la vida más agradable a los franceses en aquellos tiempos de incertidumbre tras la firma del armisticio. A Madeleine le encantaba Maurice Chevalier. Siempre tenía en los labios la tonadilla de alguna de sus canciones: “On se rappelle toujours sa premier maîtresse / J´ai gardé d´la mienne un souvenir pleine d´ivresse...” Pero yo prefería a Mistinguett: Mon homme, Pour etre hereux, Tout ca c'est pour vous, Ca est Paris... Cuando la radio nos obsequiaba con su voz, mis pies se lanzaban solos a bailar las alegres melodías. Podría cantar una tras otra cada una de sus canciones sin confundir ni una sola palabra: “Quand on m´voit/ On trouve j´ai ce petit j´ne sais quoi...”. Se nos podía pasar la tarde sin sentirla escuchando y bailando las canciones de “Radio París”. Y mi madre, que nos contemplaba desde el sillón que había junto a la ventana con la labor entre las manos mientras susurraba bondadosamente “¡qué muchachas!, también disfrutaba en aquellas tardes en las que el sufrimiento no traspasaba la puerta de aquella pequeña habitación.

A Helmut lo conocí a mediados de abril. Bueno, aún tardaría en ser Helmut pues a quien conocí aquel día fue al Comandante Branhauer. La manera en que tropecé con él parecería sacada de una de esas novelillas sentimentales y nuestra historia podía haber sido igual de almibarada que las que en ellas se cuentan de no ser porque el dolor que vino después fue real y sin posibilidades de que un final feliz pueda borrar tanto sufrimiento.

Era una tarde de domingo. El cielo lucía sus mejores galas. El azul intenso no era empañado más que por unas pocas nubes algodonosas. Después de comer mi madre dio unas cabezaditas acomodada en su sillón con Mizzi, el gato, enroscado como un ovillo sobre su regazo y el rosario resbalándole de las manos. Como no quería turbar su descanso, salí a dar un paseo con la bicicleta. Al dejar atrás el pueblo, la brisa perfumada del aroma de la retama me fue marcando el camino. Una sensación de gozosa libertad inundó mi corazón. Pedaleando alegremente, fui ascendiendo por la colina hasta llegar a la Ermita de Cristo Yacente. Luego bajé por la ladera que lleva al otro lado hasta el valle. Bajaba por la cuesta con la alegría de la juventud, disfrutando de un paisaje vestido de primavera mientras tarareaba una canción. Tomé una curva a velocidad excesiva, se desequilibró la bicicleta e, incapaz de recobrar la postura, me caí sobre el tobillo mientras un KDF Wagen negro y reluciente venía hacia mí en sentido contrario. Sin que me diese tiempo a asustarme ante el peligro de ser atropellada, el vehículo se detuvo al otro lado de la calzada y, después de abrirse la portezuela, se bajó un oficial alemán que se dirigió hacia donde yo me encontraba. Me habló en un francés mucho más correcto que el de muchos de nuestros compatriotas y con palabras tranquilizadoras se interesó por lo que había ocurrido. Tras comprobar que no me había lastimado más que el tobillo, regresó al coche para volver enseguida con un maletín. Con mucha delicadeza, casi con mimo, me vendó el pie y, al terminar, me ayudó a subir al vehículo y se dirigió al conductor en alemán para que guardase la bicicleta en el maletero y nos condujera a mi casa, a la dirección que yo le había dado.

Al día siguiente apareció en nuestra casa al atardecer. Me trajo el ramo de rosas rojas más bello que he visto en mi vida. Quería, dijo, saber por él mismo cómo me encontraba. Mi madre y yo intentamos agradecerle su ayuda del día anterior, pero él rechazó toda palabra de reconocimiento. Pese a no permanecer en casa más de diez minutos, a mí me bastó para observarlo con detenimiento. El Comandante Branhauer tendría unos treinta y cinco años. Era tan alto que había de inclinar un poco la cabeza para poder traspasar las puertas de nuestro humilde hogar. Y guapo, muy guapo; con los ojos de un azul oscuro, como zafiros pulidos, y la mirada más dulce que se pueda uno imaginar. Bastaron esos diez minutos para que me abandonase el sosiego y no lo volví a recuperar hasta el día siguiente, cuando repitió la visita.

Mientras la torcedura del tobillo me impidió salir de casa, no hubo día en la que no se acercase a nuestra casa al atardecer para interesarse por mí. Al principio, apenas cruzaba el umbral y nos dirigía unas corteses palabras; mas, a la semana, ya se sentaba en la salita y se enfrascaba en una amena conversación con mi madre. Cuando mi pie recuperó casi su estado normal, vino una tarde a recogerme en su flamante automóvil conducido por su ordenanza que nos llevó a un llano al otro lado de la ladera para que pudiese dar un pequeño paseo. Debió ser el nerviosismo, no lo sé. Lo cierto es que, cuando me di cuenta de que estaba sola con él, mi lengua se desató y, como si tuviera vida propia, no dejó de hablar hasta que emprendimos el camino de regreso a casa. Yo le contaba los recuerdos de mi infancia, mis esperanzas, mis ilusiones; cómo alguna vez dejaría el pueblo para irme a París donde pondría una tienda de ropa. Mi padre nos había llevado a la capital a mi hermano y a mí cuando éramos niños y aquel viaje había dejado en mi alma una huella muy profunda. El nombre de París me sugería palabras como luz, sueños o felicidad. Sólo el estallido de la guerra impidió, no, retrasó mi partida a la capital.

El comandante Branhauer me escuchaba con mucha atención, como si las tonterías que le contaba no fueran cosas sin importancia; como si de mis labios no salieran sino estrategias militares de vital importancia para el futuro de su país. Aquel día, él habló poco, pero en las tardes que se sucedieron, pude saber más sobre el comandante alemán que me estaba robando el corazón. Como si fuese fundamental para él, lo primero que me dejó claro es que no era ni nunca había sido miembro del partido nazi. Su familia, procedente de la Alta Sajonia, era de una larga tradición militar. Su padre y sus tíos habían combatido con honores en la Gran Guerra y tanto su hermano mayor como él habían ingresado en el ejército tras terminar los años de colegio. Apenas me dijo más de sí mismo sino que tenía dos hermanas mayores. No las veía con frecuencia; sólo en celebraciones familiares pues vivían con sus respectivos maridos e hijos en ciudades muy alejadas de la casa paterna. Me hablaba con ternura de su familia, con entusiasmo de sus amigos; más nunca hizo mención a la guerra, que seguía asolando pueblos al otro lado de la frontera de Francia, ni se refirió a Hitler o a la política de su país.

Muchas mañanas de domingo, el ordenanza me traía una carta suya en la que me invitaba a pasar el día en los pueblos de los alrededores. Al principio me invadía el temor a que mi madre no me permitiera salir sola con él para no atentar contra el decoro. Me demoraba entonces casi hasta el último momento y no le decía nada hasta unos minutos antes de partir. Pero, para mi sorpresa, no sólo no ponía ninguna objeción, sino que me alentaba a estrechar más y más mis lazos con el que ya era para mí Helmut, con la esperanza de que me hiciese algún día su esposa. ¡Qué mayor orgullo para ella que su hija se casara con el que tenía todo el poder de la región! No sabía mi querida madre que yo no necesitaba que me animasen mucho para aceptar la dulce compañía del comandante alemán. Cada día que pasaba me sentía más hechizada con sus modales corteses cuando me abría la portezuela del coche o cuando me tocaba levemente el codo para ayudarme a cruzar la calle de alguna pequeña ciudad; y me asombraba con su delicadeza cuando, al irme a recoger a mi casa, me regalaba un ramo de rosas rojas que había cogido del jardín del castillo donde se alojaba su destacamento. Y sé, porque una mujer siempre lo sabe, que él sentía lo mismo por mí. Más de una vez sorprendía en él una mirada de soslayo que más parecía la de un sediento viajero que, después de atravesar el desierto durante días y días, encuentra un oasis al final del camino. Con el paso del tiempo se fue instalando entre nosotros la tensión de la pasión insatisfecha, hasta que una tarde nuestros labios se buscaron y se fundieron en un beso.

Un día me sorprendió con una invitación a pasar el fin de semana en París. En esta ocasión sabía que mi madre no iba a transigir tan fácilmente. En el pueblo ya se murmuraba de nosotros y, aunque hubo más de un vecino que acudió a mí en busca de favores del poderoso comandante, sabía que, si cometía algún desliz, no tendrían piedad conmigo. Sé de sobra que había muchas jóvenes deseosas de ocupar mi lugar y que las madres de muchas de ellas estaban dispuestas a sacrificar la honra de sus hijas por deleitarse con un trozo del pastel de los que detentaban el poder. Es curioso, ahora lo pienso, lo pronto que habíamos olvidado que aquellos alemanes eran los mismos que mataban a nuestros padres, hermanos, maridos o novios antes del armisticio; cómo no queríamos ver que todavía quedaban muchos prisioneros, desaparecidos, y hombres y mujeres que, en la clandestinidad, seguían luchando contra el invasor.

Pero, como le estaba diciendo, a mediados de septiembre Helmut me sorprendió con la invitación a un viaje a París, la ciudad de mis sueños. Angustiada por tener que decírselo a mi madre, pasaba las noches en vela dándole una y mil vueltas. Hasta que mi querida Madeleine se ofreció a acompañarnos y a contar a mi madre que su prima, que vivía en la capital, nos había invitado a pasar los dos días en su casa. ¡Qué ingenuas éramos entonces! No nos dábamos cuenta de que en aquellos tiempos de tantas incertidumbres y aflicciones las jóvenes como nosotras no viajaban solas para ir a visitar a sus alegres primas de la gran ciudad. Pero si mi madre o la suya dudaron en algún momento de nuestra historia, ni lo dijeron ni dieron muestra alguna de ello.

De mi París soñado sólo traje un amargo recuerdo que borró todos los momentos de dicha que viví con Helmut. Huyeron de mi memoria los besos a la luz de la luna, el recorrido por el Sena mecidos por el vaivén de sus aguas, los libros de segunda mano que compró Helmut a unos bouquinistas o las rosas rojas del mercado de las flores en la plaza Louis Lepine. De aquellas horas de libertad sólo me quedó la vergüenza y la humillación que sentí cuando me llevó a cenar a Maxim's. Era éste el restaurante favorito de los oficiales alemanes desde que en junio de mil novecientos cuarenta cenara el mariscal Goring. Antes de entrar por su magnífica puerta, ya me sentí fascinada por el vigilante de la puerta tan elegantemente engalanado. Luego, las vidrieras del techo, las paredes con aquellas pinturas de mujeres exquisitas, los espejos de formas maravillosas, las lámparas de coloridos cristales... Toda aquella decoración tan diferente a lo que había visto hasta entonces y que, me contó Helmut, no era otra cosa que la armonía del art nouveau. Y cuando mayor emoción sentía por estar en tan bello lugar, vi cómo un oficial alemán sentado a una mesa me recorría de arriba abajo con una mirada que desbordaba lujuria. Sólo entonces pude contemplar la imagen que otros veían en mí: la imagen que el velo del amor me había ocultado. En uno de sus maravillosos espejos vi a una joven a la que la ropa que le había prestado la prima de su mejor amiga para lucir elegante le hacía parecer una mujer que se vendía por unos francos, por un fin de semana en París, por una cena en Maxim's. A ese precio había vendido a la muchacha ingenua e inocente que había sido sólo unos meses antes. Tuve que hacer un gran esfuerzo para que las lágrimas no asomasen a mis ojos; para que mi atento acompañante no se percatase de mi estado. Y, desde aquel instante, mi sueño de princesa enamorada se quebró en mil pedazos.

Desde junio del cuarenta y cuatro, el avance de los aliados por nuestras tierras francesas fue tan rápido como la retirada de los alemanes. Después de cuatro años volvíamos a oír el ruido de las bombas, de los obuses, de las metralletas... Renació la esperanza de recuperar nuestra Francia y en mi corazón brotó el miedo a perder a Helmut. Un día se despidió de mí prometiéndome regresar cuando todo acabase. En medio de mis lágrimas no pude decirle que esperaba un hijo suyo.

Otro día empezaron a volver los desaparecidos: el alcalde, el maestro, mi tío. Mi padre.

Mi padre nunca me perdonó. Su mirada de hielo resbalaba sobre mí hiriéndome con su odio, con su desprecio. A mi hijo nunca le hizo daño, pero jamás puso sus ojos sobre él ni le dirigió una palabra ya no digo afectuosa, ni siquiera un gruñido que le hiciera saber que su abuelo se hacía cargo de su presencia. Cuando comenzaron las depuraciones, fue él el que con más empeño denunció a los colaboracionistas. Bastaba una leve sospecha para que pusiera todo su fervor en acción. Nadie escapó a su venganza justiciera. Nadie. Ni siquiera yo. Su hija. No crea que le culpo. ¿Cómo iba a comprender lo que hubo entre Helmut y yo? Después de todo lo que había sufrido él primero en el frente, luego en Struthof-Natzweiler, después en Dachau, ¿cómo no iba a ver en mí a una traidora y en mi hijo el fruto de la traición? Pero comprendiéndolo, no deja de dolerme.

A veces pienso que debería coger a mi hijo y marcharme a París. Empezar una nueva vida; darle la oportunidad de dejar atrás el estigma de ser hijo bastardo de un alemán. Pero luego recuerdo la promesa de Helmut y pienso que debo esperarlo para que, cuando regrese, nos encuentre.


***

Al día siguiente, tomé el tren de las cinco de la mañana que me llevó de regreso a París. Atrás se quedó un trozo de mi corazón que no lo he recuperado nunca más. A Odette no volví a verla antes de mi partida, ni he vuelto a saber de ella en todos estos años que han pasado desde que me despedí de ella junto a la ermita. Pero quiero creer que consiguió dejar tras de sí todo el odio que la rodearon; que alcanzó la dicha merecida junto a su hijo




lunes, 16 de noviembre de 2015

Balada para Coral



I. Jaime.

Cuando crucé la puerta de cristal con Luis y Charo, apenas podía entrar una persona más en el café. El ruido de las tazas y los vasos se confundía con el murmullo de las conversaciones, ahogando al piano que dejaba escapar las notas de una música que a mis oídos nada entendidos, les pareció jazz. Intentando escuchar la historia que estaba contando Charo, me vi sorprendido por una voz desgarrada y sensual que, de repente, sobrevoló todo el local apagando los sonidos que, hasta entonces, pululaban a mi alrededor. Las palabras de Charo se perdieron entre el humo de los cigarrillos y mis sentidos quedaron prendidos en una canción que me acompañaría toda la semana siguiente. “Lie to me”.

Fue en ese momento cuando la vi. Me conmovió su aspecto entre desvalido y distante, que me empujaba a acercarme con afán de protegerla al tiempo que temía ese mismo acercamiento. Llevaba un vestido negro corto que se ajustaba a su silueta como si fuese una prolongación de ella misma y unos zapatos de tacón bajo que la hacían parecer una niña. Casi no se la distinguía, subida a la tarima del pequeño escenario, sin más compañía que un pianista y el foco de luz que la rodeaba. Sus movimientos, suaves y delicados, se dirían animados por una brisa imperceptible. No llevaba más adorno que su melena rubia, que apenas le rozaba los hombros, y unos pendientes de coral: los únicos objetos de valor que le conocería. Y, a pesar de su aspecto desvalido y algo infantil, le bastó empezar a cantar para que todo el local se llenase de su voz. No puedo saber lo que sintió el público al oírla. Para mí fue como si me transportara a un lugar donde no estuviéramos más que ella, yo y el dolor que se enredaba en su voz. A lo largo de mi vida he oído voces mucho más dulces que la de Coral, su nombre según me dijo un camarero; voces mejor afinadas que la suya, más graves o agudas y con más matices. Y he disfrutado con cantantes que calificarlos de ángeles dejaba de ser un tópico para convertirse en una certera descripción. Pero ninguna de esas voces me hicieron sentir aquella unión de sentimientos: como si cada canción fuera destinada nada más que a mí.

Esa noche, entre copa y copa, la estuve escuchando cantar una tras otras versiones de viejos temas de Sting a ritmo de jazz y en cada una de ellas creí oír un mensaje que sólo ella y yo entendíamos. Pese a llevar meses ilusionado planeando un reencuentro con mis antiguos amigos de la universidad, la atención se me escapaba hacia el escenario y mi mente, distraída, volaba hasta posarse en el hombro desnudo de Coral. En más de una ocasión, Luis quiso arrastrarme hasta un pub que había no muy lejos de allí, pero supe resistirme y no me dejé convencer hasta pasada la medianoche, cuando Coral terminó su actuación.

La noche siguiente, atravesé la ciudad y, antes de que abrieran el café, ya andaba rondando su puerta acristalada. Sentí su llegada antes de verla bajar por la empinada acera que venía de La Calle Mayor. No me costó reconocerla a pesar de venir vestida con unos tejanos y una camisa blanca, a pesar de llevar su rubia melena recogida en una coleta baja. Su aspecto desvalido que impelía a protegerla era inconfundible. Pasó a mi lado sin verme. Su mirada voló por encima de mí como si fuese parte del mobiliario urbano. No me atreví a decirle nada por temor a descubrir mi invisibilidad.

Ya dentro del café, me senté en la misma mesa en la que me iba a instalar cada noche en los dos meses siguientes con la esperanza siempre frustrada de que me dirigiese una sola mirada. Me hice conocido de los camareros, que me llamaban por mi nombre. Me dejé envolver por la fragancia de los densos perfumes de las mujeres que cada velada entraban en el café a tomar una o dos copas; mujeres acompañadas de parejas tan elegantes como ellas o solas en busca de aventura. Mujeres muchas de ellas más bellas y distinguidas que Coral y que, si hubiese querido, las hubiera atraído con un simple gesto. Pero que dejaban de existir tan pronto como la cantante hacía oír su sensual voz.

Me hice amigo de Charly, el pianista, que, al término de cada velada, se bebía uno o dos gin tónics conmigo. Entre sorbo y sorbo, evocaba la imagen de otros hombres que habían intentado acercarse a la bella cantante sin lograr de ella apenas un par de noches de gélida pasión: tal pasión sólo era posible en Coral. No sabía nada de su vida sino que a veces salía de su garganta la estrofa de una canción convertida en un grito desgarrado. Y el misterio que la rodeaba alimentaba las leyendas más disparatadas.

Detrás de las palabras del pianista creía entrever la rabia del amor despechado. Cuanto más me hablaba, más atraído me sentía hacia Coral y estaba convencido de que conmigo sería diferente, de que acabaría siendo mía.

Una vez me atreví a comprarle dos capullos de rosa a medio abrir, uno blanco y otro rojo, que le hice llegar por medio de un camarero con una tarjeta en la que se sólo escribí tres palabras: “Lie to me”, miénteme, en alusión a la canción que me la desveló. Esperé con impaciencia toda la noche una respuesta, convencido del poder de los dos capullos. Cualquier gesto me hubiese hecho feliz. Una palabra, una mirada, tal vez un beso enviado por el aire... No sé muy bien lo que esperaba. Pero lo que sí sé es que, olvidando las historias del pianista, no creía que me contestase con su silencio. Y aun así, no me sorprendió tanto su callada respuesta como la tristeza que me causó la decepción.

Lejos de sentirme vencido por el desaliento, seguí acudiendo cada noche a mi cita no concertada, precedido por los dos capullos de rosa y una tarjeta con el título de alguna de sus canciones. Se convirtió en una costumbre aguardar hasta la medianoche paladeando un gin tónic mientras Coral desgranaba con su voz sensual historias que me parecían anticipaban nuestro futuro. Delante de mí pasaba la vida de los que entraban y salían en el café mientras tejía ilusas fantasíaa en mi imaginación. Antes de apagarse las luces tomaba la última copa con el pianista. A esas horas tardías, la nostalgia se confundía con la tristeza que infunde el alcohol y las palabras del músico me llenaban de melancolía.

Ya había renunciado a toda esperanza de conmoverla cuando una noche la vi subir al escenario con el capullo de rosa de color blanco. Más sensual que nunca, estuvo cantando temas de Sade, la voz de ébano. Su cuerpo se movía suavemente al ritmo de la música, mientras la rosa recién nacida iba abriendo sus pétalos acariciada por su voz. “Smooth operator...” Mi corazón se llenó de esperanza más y más convencido de que al finalizar su actuación sería mía. Pero cuando cesó la música, Coral se me escabulló por la puerta trasera del local, dejándome una vez más solo con mi decepción.

Aquel juego de ignorarme e incitarme se repitió durante varias noches hasta que unas semanas más tarde, se subió a la tarima con el capullo rojo en el escote del vestido negro ajustado con el que la vi por primera vez. El capullo escarlata anunciaba algo más que la promesa de un acercamiento. Aunque no quería hacerme ilusiones que, una vez más, se podían ver agostadas, no pude evitar que la esperanza anidase en mi corazón. Y aquella noche mi paciencia se vería recompensada.

Al término de su actuación, se paseó entre las mesas sonriendo a los clientes entre provocativa e ingenua. Sin mirarme siquiera, fue aproximándose a mi mesa hasta sentarse en la silla que había junto a la mía. Como si continuáramos una conversación inconclusa, me preguntó:

—¿No te parece que hoy he desafinado en “Have you ever seen the rain”?

Me sobrepuse como pude a la sorpresa y negué con la cabeza mientras le ofrecía un cigarrillo para esconder mi turbación.

—¿Dónde quieres cenar? —le pregunté dando por sentado que pasaría la noche conmigo.

Sin contestarme, se levantó de su asiento y, sin volver la vista atrás, cruzó la puerta que había junto a la barra. La seguí hasta el cuartucho que hacía de camerino donde recogió su bolso. Con una mirada, me preguntó dónde tenía el coche y sin llegar a responderla, caminé ocultando mi nervioso asombro hacia el aparcamiento. A aquellas horas, casi de madrugada, no había ningún restaurante abierto, de manera que, sin decirle una palabra, conduje el coche hasta mi apartamento.

Improvisé una cena fría con unos tomates, queso roquefort y unos cuantas cosas más, que acompañé con una botella de Sauvignion. Coral apenas picoteaba la ensalada. Solo de vez en cuando se humedecía los labios en el líquido dorado. Pasó la noche contándome la última película que había visto, que ni siquiera recuerdo cuál era, más atento al brillo de su voz que a sus palabras. Ella no dejaba de hablar, como si, de ese modo, quisiera llenar los huecos de silencio que nacían de nuestro mutuo desconocimiento. Yo no desviaba la mirada de sus ojos buscando en ellos la suya, que siempre me rehuía. La veía mover las manos, cual gaviotas en el cielo, hablando como quien recita una lección bien aprendida, ignorando las preguntas que, sobre ella, le hacía. Y al despuntar el amanecer, como si obedeciese a algún desconocido rito, se desprendió del vestido negro, de las medias de cristal y simuló amarme con gélida pasión.

En los meses siguientes, a pesar de no separarme de su lado, Coral no llegó a ser para mí sino una desconocida que representaba el papel de amante para que yo aplaudiese la función. Jamás hablaba de sí misma más allá de algún comentario sobre sus canciones. Nunca la vi abandonarse a la risa ni logré arrancarle una lágrima de emoción con mi confesión más y más reiterada de amor. Nada la conmovía. Me daba los buenos días con la misma dulce sonrisa con la que agradecía los aplausos del público durante su actuación. Yo le hablaba de mi infancia, de mi galería de arte, de mis esperanzas en un largo futuro junto a ella. Pero eran inútiles todos mis esfuerzos por hacer brotar en Coral una chispa de emoción.

Y, no obstante, cuanto más inaccesible se mostraba, más enajenado me mostraba yo.

En mitad de la noche, me asaltaba el más pertinaz insomnio. Permanecía durante horas contemplándola mientras algo parecido a la compasión se diluía en mi interior ante su aspecto indefenso. La veía tan desvalida que me preguntaba si no era más poderoso mi afán de protegerla que mi amor por ella. Dentro de mí iba creciendo como una mala hierba la obsesión por conocer su pasado, donde, pensaba, podían estar las raíces de su enigmática gelidez; pero todo intento por indagar en su infancia y primera juventud se estrellaba con la pared de hielo de su silencio. Alguna de esas noches de insomnio en las que me torturaba intentando desentrañar el camino que tal vez me condujera a su corazón, Coral despertaba de su sueño de repente y, al verme contemplarla con tanta avidez, me colmaba de dulces besos que me quemaban los labios, tal era su frialdad.

A medida que pasaban los meses, iba alejándose más y más de mí, si es que alguna vez estuvo cerca. No era un alejamiento físico, pues apenas le permitía un minuto de soledad en cuanto dejaba la galería. Cuando estaba con ella, la asediaba con mis preguntas en un inútil empeño de aproximarme aunque no fuera más que un poco a lo que tan celosamente guardaba en su corazón: ¿de dónde era?, ¿cómo se sentía cuando estaba conmigo?, ¿me amaba?, ¿me odiaba?, ¿qué le hacía reír?, ¿qué llorar?... Pero mis preguntas sólo encontraban el muro de su silencio. En alguna ocasión, logró exasperarme tanto que tuve que salir de la casa con un portazo antes de golpearla para hacerla reaccionar.

Y, sin embargo, cada instante la amaba más y más. El miedo a perderla me causaba una angustia tal que me dolía físicamente.

Una noche, a la salida del café, tuvimos una de nuestras frecuentes discusiones en las que intentaba zarandear su ánimo con mis apremiantes preguntas mientras que ella se encerraba en su mutismo. Cada vez más enfadado acabé guardando también silencio. Las manos me temblaban en el volante mientras la llama de mi cigarro bailaba en la oscuridad. Sin darme cuenta, pisaba más y más el acelerador. La aguja del velocímetro sobrepasaba los ciento noventa kilómetros por hora y el Seat Ibiza parecía que fuese a partirse en dos. De pronto, oí un grito desgarrador y un golpe seco en los bajos del coche.

Miré a Coral, que, histérica, me gritaba para que detuviese el coche.

—¡Para de una vez!, ¡para, por favor!

Yo no era capaz de reaccionar. Ante el histerismo de Coral, creí que estaba herida.

—¿Qué te duele? ¡Te llevo al hospital!

—¡No, no, no! ¡Para el coche!

Me detuve en la primera bocacalle que encontré. Coral salió corriendo hacia donde había ocurrido el golpe. La seguí como pude pero apenas podía alcanzarla, tal era su velocidad. Cuando llegué a su lado, la encontré arrodillada en medio de la carretera llorando desconsoladamente mientras acunaba en sus brazos el perro ensangrentado que había atropellado en mi loca carrera por huir del dolor que me causaba el alejamiento de Coral. Posé una mano en su hombro, pero ella se retiró con brusquedad mientras sus ojos me lanzaban destellos cargados de odio.

II. Coral.
No quiero verlo. Que se vaya; que no me llame; que me deje tranquila;  que me olvide de una vez y se busque a otra. Y, con él, que se vayan todos los demás.

He cerrado la puerta del apartamento con el cerrojo para que nadie pueda abrirla desde fuera y he desconectado el móvil para no oír sus insistentes llamadas, sus verborreicos mensajes. Ni las quejosas llamadas de Charly, el pianista. Ni las maternales de Pepa, la dueña del café “Futuro perfecto” en el que cada noche me gano la vida que pierdo cada día. No quiero oír sus palabras almibaradas, que a saber qué esconden. Ni quiero leer sus mensajes zalameros con los que quieren hacerme creer que se preocupan por mí. No quiero sino que me dejen sola; sola con mis recuerdos.

Creí que habían desaparecido entre los pliegues de la memoria, muertos en el pasado. Pero sólo estaban dormidos. Hace nueve noches, despertaron con todo su vigor para atormentarme. Cuando tomé en mis brazos al pobre perro atropellado fue a mi pobre fiel Pip al que acaricié entre las orejas. Junto a mí, de nuevo el hombre que me apartaba de lo que más quería hiriéndome donde más dolía, mientras los coches que pasaban a mi lado me esquivaban en una extraña danza.

De nuevo me vi niña desvalida y sin posibilidad de consuelo; a merced de la crueldad del hombre. La niña que vivía con su madre en una aspirante a casa de sólo una habitación. Ante mí volvieron los míseros días en los que engañábamos el hambre con un huevo frito y un mendrugo de pan; las frías noches en las que hombres desconocidos acudían a desahogar sus soledades en la cama de mi madre por unas cuantas monedas. Pero también volví a ver a Pip, mi compañero de juego, la alegría de mis días, la compañía de mis noches.

Fue Pip el que me encontró y me adoptó. Camino de la escuela, se cruzó conmigo cuando pasaba por el río. Corrió alrededor de mis pies tropezando mi caminar. Era de color pardo con una mancha negra en el ojo como si de un parche de pirata se tratase. En su sangre convivían amistosas miles de razas de otros perros vagabundos. Cojeaba levemente, aunque eso no le impedía correr y saltar a mi lado, seguir mis perezosos pasos. Aquella mañana, hizo conmigo el trayecto hasta la escuela, donde me dejó. Para mi gozosa alegría, a la salida de clase, lo vi bajo un árbol esperándome para hacer el camino de regreso a casa y al día siguiente, volvió a custodiarme en mi trayecto de ida y vuelta a la escuela. Y al otro día, y al otro, y al otro, también. A la semana ya se llamaba Pip y a la siguiente, hizo su cama en el rincón del callejón al que daba la ventana de la salita donde yo dormía, como si quisiera velar mi sueño, como si quisiera espantar los horribles monstruos que, de tanto en tanto, me atormentaban.

Pronto su compañía se me hizo imprescindible. Si le perdía de vista aunque sólo fueran unos instantes, me parecía que el fin del mundo estaba cerca. Con él compartía juegos, trozos de pan y mortadela, confidencias a la luz de la luna. A él le hablaba del miedo que me causaban los desconocidos que visitaban a mi madre: los hombres de torva mirada que parecían ocultar oscuros pensamientos. Y le cantaba en voz baja las canciones que oía en la radio que mi madre siempre tenía encendida en la cocina.

A los once años, pese a tener aún la apariencia de una niña, empecé a sorprender en los visitantes de mi madre miradas extrañas que me llenaban de inquietud. Por aquel entonces, se hizo asiduo uno de ellos: un gigante, me parecía a mí, de manos fuertes y sarmentosas como garras. Llegaba cada día a media tarde y se quedaba a cenar con nosotras. Nos traía dulces e intentaba convencernos de sus buenas intenciones con almibaradas palabras. Y, a pesar de sus cariñosos gestos, no me gustaba encontrarlo cuando volvía del colegio repantigado en el sofá de la salita. Mi sofá, mi cama.

Poco a poco el hombre se fue apoderando de nuestra casa hasta hacerse dueño de nuestras vidas. Mientras mi madre se entretenía en la cocina preparando los platos que le gustaban, él me daba conversación distrayéndome de las tareas escolares. A pesar de sus intentos de ser amable conmigo, su presencia me producía una repulsión que, a duras penas, podía disimular. Me contaba chistes e historias que acompañaba de grandes risotadas que yo no sólo no comprendía sino que me causaban pavor. De manera que aprovechaba cualquier momento de distracción del hombre y en cuanto desviaba la vista de mí, salía corriendo de la casa en busca de Pip.

En primavera, el hombre se vino a vivir definitivamente con nosotras. Con su llegada, desaparecieron los visitantes nocturnos de mi madre y los platos de nuestra mesa se llenaron de comida caliente. Pero también desaparecieron las palabras amables y las risas estridentes del nuevo huésped. Se volvió colérico e impaciente convirtiendo a mi madre en su esclava, siempre lista a obedecer sus órdenes. Como si algo la consumiera por dentro, mi madre perdió el resto de alegría que, tras tantos años de sufrimiento, aún le quedaba y se convirtió en un espectro silencioso. Yo tampoco me libré de su tiranía. Me controlaba sobre todo el horario de llegada del colegio. Bastaba con que me retrasase diez minutos para que me castigase sin salir a la calle. De manera que, temerosa del castigo, en cuanto terminaban las clases, emprendía una frenética carrera de regreso a casa seguida de mi fiel Pip.

Cuando empezaron las visitas nocturnas del hombre a mi cama, creí que se trataba de la más horrible pesadilla. Mi mente de niña no entendía lo que estaba ocurriendo ni por qué me hacía daño. Él trataba de convencerme de que “aquello” era un premio, un privilegio por ser una niña buena y especial, pero yo sabía que lo que me hacía no era bueno y me torturaba buscando el modo de librarme de tanto sufrimiento.

Sin tener palabras para explicarlo, intenté contárselo a mi madre, que recibió mis confidencias como si fuesen una invención mía. Me gritó acusándome de provocar al que se empeñaba en que lo llamase padre y me prohibió hablar de ello con nadie. A partir de aquel día, mi madre me miraba recelosa, como espiándome, como si temiese que le fuese a quitar a su hombre. Aunque eso lo comprendí más tarde.

Me volví huraña y asustadiza. En el colegio, andaba sola, sin amigas, mirando con envidia a las otras niñas, que parecían tener tantas razones para reír. Sólo en Pip encontraba el consuelo y la ternura que tanto necesitaba. Me abrazaba a él y escondía mi rostro en su cálido pecho ahogando, así, las lágrimas que me quemaban la garganta.

Hasta que este consuelo también me fue negado.

El hombre era cada vez más controlador. No me dejaba salir de casa más que para ir al colegio. Me prohibió hablar con nadie que no fueran él o mi madre. Fue contagiándome poco a poco su desconfianza y su odio por el mundo. Y, al cabo de unos meses, sus prohibiciones alcanzaron también los juegos con Pip, tal vez celoso de que le diese a mi fiel amigo el amor que a él le negaba. No soportaba verme con el pobre perro y, si me sorprendía en la calle con él, lo echaba con patadas que me partían el alma mientras a mí me cubría de improperios. Como amantes secretos, nos veíamos a la vera del río o en las cercanías de la escuela, lejos, lo más lejos posible de su colérica mirada. Siempre con temor de que descubriera nuestros juegos prohibidos.

Yo hacía hasta lo imposible por impedir que Pip se aproximase a nuestra casa, pero no pude evitar que rondase los alrededores a la caída de la tarde. Mi corazón se encabritaba cuando lo veía a través de la ventana de la salita y no podía hacer nada para que se alejase de allí. Con todo el disimulo del que era capaz, espiaba los movimientos del hombre y buscaba el modo de distraer su atención para que no se percatase de la presencia del fiel vagabundo. A un ritmo más y más acelerado, le contaba los pequeños acontecimientos del día y, cuando se me agotaban estas historias, le abrumaba desgranando el argumento de películas que veía en la televisión que nos había regalado él. Fue entonces cuando aprendí el arte de hablar y hablar sin decir nada, como tantas veces sigo haciendo. Pero mis tretas la mayoría de las veces no servían sino para enfurecerlo.

La última imagen que tengo de Pip, juguetón, fue una tarde de febrero en la que el sol nos regaló con su luz, como si hubiese querido, de ese modo, iluminar los postreros momentos del pobre perro. Estaba sola en la salita coloreando los ríos en un mapa de España cuando lo oí corretear bajo la ventana. El hombre no estaba en casa ni mi madre tampoco. Habían salido a hacer no sé qué recado. Aproveché sus ausencias para reunirme con Pip. Durante una hora que pareció un minuto o tal vez un minuto que pareció una hora, jugamos con una vieja pelota que encontramos olvidada en un callejón. Por un tiempo, desaparecieron las penas, las preocupaciones, los temores y dejó de existir el hombre que nos envenenaba la vida.

Hasta que un grito detuvo el mundo.

—¡Coral!

Nunca supe si quien me llamó con tanto apremio fue mi madre o el hombre. El terror me empujó a huir corriendo hacia la casa y a encerrarme en el cuarto de baño. Tampoco sé cuánto tiempo permanecí en el mísero cubículo. El hombre golpeó la puerta con ruda insistencia para que abriese la puerta y, cuando lo hice, me empujó hasta la calle. Allí, junto al felpudo, yacía Pip ensangrentado después de haber sido degollado por el hombre.

Todavía no puedo decir cómo sobreviví hasta que cumplí dieciocho años y abandoné el infierno que llamábamos casa; cómo no me rompí de dolor ni me perdí en los brumosos parajes de la locura. El mismo día que entré en la mayoría de edad metí en una bolsa un par de camisetas y unos vaqueros. No me llevé nada más. Cogí un autobús que me llevó a la ciudad y me despedí para siempre de mi infancia.

III. Charly
Esta noche el café está casi vacío. Los cálidos días de agosto se han llevado a la gente a las playas. Un camarero se esconde en una esquina para liarse un cigarrillo sin que lo vea Pepa, la dueña de este maldito antro en el que me consumo resignado a no ser más que un mero acompañante de cantantes con aún menos talento que yo. Hace tiempo que Coral se niega a cantar conmigo y tengo que conformarme con una patulea de principiantes que se creen alguien por tener a su lado un piano.

Desde mi taburete observo el trasiego de clientes que, cada vez menos numerosos, entran y salen del café. Nadie se atreve a decirlo por miedo a que llegue a oídos de Coral, pero todos sabemos que la decadencia empezó cuando ella dejó de venir sin darnos razón alguna de su ausencia. Casi tres meses y medio buscando una cantante cuya voz se acercase aunque sólo fuera una pizca a la sensualidad de Coral o estuviera tan alejada de ella que nos la hiciera olvidar.

La noche que regresó me costó reconocerla en la joven pálida y delgada que subió al escenario como si nunca se hubiese ido. Vestida de negro sin más adorno que los pendientes de coral que sabe Dios quién le regaló, parecía una niña recién estrenada la adolescencia. Con una mirada heladora, me hizo bajar la tarima y dejarla sola tras el micrófono. No acompañó su voz de otro instrumento que el frotar de su dedo índice con el pulgar. Y, así, a cappella, nos deleitó con “Lie to me”. Con la mirada fija en la lejanía, su cuerpo describía insinuantes ondulaciones en el aire dejándose llevar por la melodía. Entre el público nadie se atrevía a respirar como si estuviera asistiendo a la inmolación de una sacerdotisa en alguna ceremonia sagrada. Nunca su voz fue tan sensual ni tan desgarrada: sólo en Coral se pueden dar juntas tales cualidades de ese modo tan peculiar.

No puedo recordar cuántas canciones más salieron de su garganta prodigiosa. Poco antes de la medianoche se bajó del escenario y desapareció con el mismo sigilo con el que había hecho su aparición.

Al día siguiente, llegó al atardecer y se encerró en el despacho de Pepa durante más de una hora. Quería seguir cantando en el café, le dijo, pero sin que le acompañase ningún hombre al piano, ni siquiera yo, que durante tres años he sido el simple eco de su voz. Desde entonces, acompañó a cantantes mediocres a primera hora de la velada. Después, esplendorosa y frágil a la vez, entra en escena Coral, que nos regala con su voz eclipsando con su belleza a la mujer que toca mi piano.

Pepa aún tiene dudas, pero yo tengo el convencimiento de que el reclamo de su voz volverá a atraer al público como en la época mejor del café. De momento, nos tenemos que conformar con un puñado de clientes, la mayoría despistados que entran casi por casualidad. El que nunca falta es el hombre de los dos capullos de rosas: uno blanco y otro rojo. Cada noche elige la misma mesa a la izquierda del escenario y, paladeando un par de gin tonic, bebe cada canción que sale de la garganta de Coral. Con una paciencia que me asombra, me irrita y me admira, espera de la cantante una palabra, un gesto, una mirada que le devuelva los días y las noches en que estuvieron juntos. A veces me siento tentado a dejarme llevar por la compasión y a punto estoy de contarle que los dos capullos de rosa que le entrega cada noche a José, el camarero, acaban en la mesa del despacho de Pepa que, compadecida, los rescata del cubo de la basura donde, sin mirarlos, los arroja Coral.  





Nota: Este relato está inspirado en la voz de Karen Souza. Les dejo las canciones que aparecen en esta historia.




Lie to me



Have you ever seen the rain








miércoles, 11 de noviembre de 2015

El crujir de la escarcha








I
Se hacía llamar Gala Cernuda y todos estábamos algo enamorados de ella. Pero nosotros, los chicos de la prensa, no éramos para esta hermosa mujer más que sus colegas. Como mucho alguno logró una o dos noches de pasión entre vasos de whiskys y bolitas de queso en una habitación del hotel de tercera en el que nos alojábamos. En los años en los que supe de ella, dejó tras de sí muchos corazones rotos cuyos pedazos no se veían ni bajo el más potente microscopio. Entre ellos, el mío, claro. Su inaccesibilidad contribuía a aumentar el halo de misterio que la rodeaba. Corría sobre Gala las más variopintas historias: algunas tan fantásticas que parecían salidas de una mente delirante. Pero ella no respondía sino con una sonrisa desdeñosa cuando le preguntaban sobre tales rumores. Entre todos los que circulaban, a mí el que más me gustaba la hacía hija de una princesa polaca arruinada y un rico terrateniente sevillano pariente lejano del poeta del veintisiete. Poco importaba que casi nunca tuviera dinero: el rumor seguía circulando y todos lo dábamos por posible. Aunque, como digo, nada se sabía de cierto sobre su origen; ni siquiera su nombre parecía ser sino una mera invención.

La primera vez que la vi fue en Berlín, una helada noche de mediados de diciembre del cuarenta y ocho. Se bajó de un sedán negro con el techo y el capó de color crema: uno de esos Packard Clipper de los muchos que circulaban entonces por la zona occidental de la antigua capital del III Reich. Era alta, con el cabello castaño y ondulado que le caía sobre unos hombros apenas cubiertos por una estola de piel que, aquella noche, tomé por auténtica. Su vestido era negro, de un tejido que emitía destellos a la luz de la farola: podía ser raso o terciopelo, no lo sé. El vestido se ajustaba perfectamente a su piel, llegándole hasta la punta de unos zapatos de alto tacón. El frío de la noche no parecía ir con ella. Caminaba sobre la acera con andares más propios de una reina absoluta que de una joven sin un marco en el pequeño bolso que llevaba en la mano. Así la vi yo aquella noche: haciendo crujir la escarcha con sus stillettos rojos.

Fue una sorpresa para mí que aquella elegante mujer cruzase el umbral de nuestro hotelucho; mas tres años después de finalizada la guerra, Berlín estaba poblada de gente de todo pelaje; las espías vestidas de cortesanas eran especie tan común como las cortesanas vestidas de espías.

No la reconocí al día siguiente, cuando la vi sentada en un taburete de la barra del bar. Iba vestida con unos pantalones de tweed grises y un grueso jersey de lana azul, con el pelo recogido en una coleta a medio deshacer. Aun así no pude sustraerme de su magnético atractivo. Estaba tomándose un café solo, tan negro como aquellos días de incertidumbre tras el bloqueo soviético, y leía un montón de periódicos: cada uno en un idioma diferente. La debí de observar con demasiado descaro porque me devolvió una mirada retadora.

—Gala Cernuda, de France—Presse —se presentó en inglés con un fuerte apretón de manos.

—Guillermo Soriano, del ABC, España —fue mi saludo, tan escueto como el suyo.

Bebió un sorbo de su taza y dirigió su atención a la ristra de periódicos que tenía sobre la barra. Parecía que nuestra conversación iba a terminar antes de haberse iniciado cuando me disparó una pregunta, ya en español:

—¿Cree que los americanos y los rusos nos meterán en otra guerra?

A aquella hora de la mañana, sin estar del todo despierto, no esperaba una pregunta de ese tipo. La resaca producida por las incontables copas de la noche anterior me nublaba la mente y no me dejaba juntar dos palabras de manera coherente. Aun así balbucí, más que dije, que no creía que se atrevieran ninguna de las dos potencias, que aún estaban presentes en la memoria del mundo los estragos de las dos guerras anteriores, que el miedo a los efectos de la bomba atómica, que... ¡Qué sé yo cuántas banalidades dije! Me recorrió de arriba abajo con una mirada cargada de desprecio y exclamó para un público inexistente:

—¡Otro estúpido que no se ha enterado de que la guerra ya ha empezado!

Recogió las cosas que tenían en la barra y salió del bar sin dirigirme ni una palabra de despedida.

Después de nuestro primer desafortunado encuentro, al día siguiente coincidimos en una rueda de prensa que, si mal no recuerdo, daba un alto mando del ejército norteamericano. La pude ver actuar en el medio en el que era más ella misma. No obstante de hacer no más de dos preguntas, consiguió con sus incisivas palabras arrancar al militar información suficiente para llenar varias crónicas y alguna noticia que rozaba el secreto de estado. En ocasiones posteriores la vería entablar duelos dialécticos con avezados políticos en los que no era precisamente ella la que salía perdedora. Y es que he conocido poca gente que conociese tan bien los complicados entresijos políticos de aquellos convulsos años ni con tanta intuición para adivinar el futuro. Tampoco había muchas personas que disfrutasen como ella de su trabajo. Cuando su olfato olía el rastro de una noticia era capaz de dejar plantado al mismísimo Sha de Persia tomando un té inglés para correr detrás de la exclusiva. Nada ni nadie era más importante que su trabajo.

Para romper la pared de indiferencia que nos separaba, la invité a comer una semana después, no sin antes empaparme de los periódicos que encontré en el comedor olvidados por las aves de paso que pululaban por el hotel. Durante la comida fui más afortunado que cuando la conocí. No la deslumbré con mis conocimientos ni con mi perspicacia, pero tampoco hice el ridículo. 

Bastaron unos pocos días para que nos hiciéramos inseparables. No, no conseguí, pese a intentarlo una y mil veces, hacerla mía hasta mucho después; pero se instaló entre nosotros una camaradería como no he tenido con nadie. Juntos íbamos a ruedas de prensa; juntos a entrevistas; a cualquier parte en donde se congregaba la prensa o sospechara que se cocía algún sabroso guiso para su paladar de sabueso periodista. Y luego intercambiábamos pareceres en algún restaurante que apenas podía recibir ese nombre. Yo me quedé más de una vez embelesado escuchándola contar sus aventuras por el mundo. Conocía la Indochina francesa, Japón, Argentina… Y eso en unos años en el que las mujeres no viajaban solas; menos si eran jóvenes, como Gala, que no había cumplido los treinta años.

Supongo que no fue hasta más adelante cuando me habló de las fiestas en la casa del agregado comercial francés. Jacques Dubois, el diplomático galo, era un solterón que rondaba los cincuenta años. Tenía alquilada una casa señorial cercana a la embajada donde una vez al mes daba fiestas en las que se cerraban suculentos negocios. A falta de una esposa que supiese atender a sus invitados, solía llamar a Gala para que hiciese de anfitriona. Ella, con su porte distinguido y su don de lenguas, conseguía que los hombres se rindiesen a sus pies y accedieran a sus deseos que no eran otros que los del viejo Dubois. Ignoro si acudía a estas veladas a cambio de dinero o era para ella reclamo suficiente encontrarse entre quienes movían los hilos invisibles de aquella ciudad. Sí sé, porque ella me lo contó, que el diplomático le compraba los trajes que lucía en las cenas.

Tuve la fortuna de asistir a algunas de estas fiestas invitado por Dubois al que le divertían mis chistes. Fue en una de estas cenas donde Gala conoció a Robert Newman y yo fui testigo del encuentro. Aquella noche fuimos juntos desde el hotel: Gala quería hacer el trayecto hasta la casa de Dubois en taxi para no estropearse el vestido pero no podía permitirse pagar uno. En el momento de entrar en el salón, lo vio. Estaba de pie junto a la chimenea con su elegante esmoquin, una copa de champagne en una mano y un cigarro en la otra: la imagen del éxito personificada. Sus miradas chocaron con el mismo estruendo que una colisión de trenes; no llegó al segundo, pero bastó ese lapso de tiempo para que se tomaran la medidas el uno y la otra. Hasta bien entrada la noche, Dubois no hizo las presentaciones, pero durante toda la velada sus ojos no dejaron de jugar al escondite: unas veces los ojos de él la buscaban entre los invitados y, al encontrarla, ella lo castigaba retirando la mirada; otras veces, era Gala quien iniciaba la búsqueda, pero si sus ojos acariciaba los de Newman, después le enviaba una mirada que era todo hielo.

Asombrado por aquel juego de seducción del que fui sólo un testigo, le pregunté a Dubois por el tipo que me había robado la chica antes de conseguirla.

—¿Newman? —preguntó con una sonrisa irónica —. Todavía no sé si se trata de un generoso filántropo o es un simple buscavidas. Durante la guerra se introdujo muchas veces en Alemania y consiguió sacar del país familias enteras de judíos y comunistas. Pero, también me han contado alguna vez que tuvo negocios con un alto funcionario nazi al que compraba por un puñado de marcos obras de arte requisadas a los judíos ricos y luego las vendía en Estados Unidos a precios desorbitados. Así logró amasar la fortuna que tiene.

Durante las semanas que siguieron hasta mi regreso a España, no vi a Gala ni un instante. Dejó de acudir a las ruedas de prensa, no se la veía por los sitios en los que nos movíamos los periodistas: ni siquiera pasaba la noche en el hotel. Parecía que se hubiera evaporado entre la espesa bruma que aquellos días ocultaba la ciudad.

Hasta que la volví a ver años después, llegaron a mí mil y una noticias sobre ella. Era la comidilla de la alta sociedad europea. Se hablaba de su romance con el millonario americano que no sólo no ocultaba, sino que hacía exhibición del mismo, para escándalo de las señoras de bien. Se contaban sus viajes a Capri, a Niza, a Montecarlo y a Saint Tropez donde Newman derramaba a chorros su fortuna en hoteles de lujo, casinos y trajes alta costura de Chanel y de las hermanas Fontana. Se decía que Gala lucía un aderezo de brillantes cuyo precio superaba el del yate de Onassis. No sé. Supongo que se exageró mucho. Sí que es cierto que las fiestas que daban hasta el amanecer en las casas compradas por Newman a quienes lo perdieron todo en la guerra eran la envidia de la aristocracia europea, entre cuyos miembros hubo quien llegó a pagar por una invitación para asistir a una de ellas por una cantidad de dólares de varios ceros.

Hasta que una mañana de abril de mil novecientos cincuenta y tres toda Europa leyó con sobresalto los titulares de la prensa: "Ayer contrajo matrimonio Robert Newman con Alice Tucker, hija única de Wallace Tucker, el magnate americano del ferrocarril".


II
Hacía tiempo que estaba escribiendo una novela que no lograba darle fin. En abril del cincuenta y cinco, dejé el periódico y me instalé en París, en un estudio situado en un quinto piso sin ascensor que tuve la fortuna de encontrar en la rue du Cardinal Lemoine, no lejos de donde vivió Hemingway. Cada día recorría el Barrio Latino convencido de encontrarme con algún miembro de la Generación Perdida, pese a que los años los había alejado de la Ciudad de la Luz. Incluso alguna vez creí ver a Fitzgerald cruzando el umbral de la biblioteca de Santa Genoveva aun sabiendo que llevaba quince años durmiendo el sueño de los justos. Muy de mañana, solía sentarme en un café cerca de la Sorbona y cumplía el ritual de tomarme un croissant con el desayuno mientras pasaba las páginas de Le Monde. Después regresaba a mi estudio y escribía hasta la caída del sol. A esa hora, salía de nuevo de mi confinamiento. Sin dejar el Barrio Latino, cenaba una comida caliente regada con buen vino en alguno de los bistrot de los que me hice asiduo.

Llevaba un mes en París cuando la vi. Iba caminando arrastrando los pies por la acera de una calle de esas que nadie conoce su nombre. Nada que ver con el porte majestuoso que encandiló a medio Berlín ni con la gran dama que acompañó a Newman por toda la Costa Azul. Y, pese a todo, la reconocí al instante.

—¡Gala! —la llamé desde el otro lado de la calle.

Pude ver el esfuerzo que hacía para encontrarme entre los velos de su memoria. Me acerqué desde el portal de mi casa dejando a mi casera rabiando de curiosidad por saber quién era la hermosa mujer que había llamado mi atención. La tomé las manos y, sin atreverme a besarla, me di a conocer.

La invité a comer en un restaurante que estaba muy por encima de mis posibilidades. Quería impresionarla aun a sabiendas de no poder estar a la altura de los lujosos lugares que había conocido con Newman antes de que éste la dejase plantada por una millonaria que no la llegaba a la altura de sus zapatos. La hice subir antes a mi estudio, con el pretexto de querer enseñárselo, para coger los últimos francos que me quedaban para pasar la semana antes de finalizar el mes. Le pedí a la casera que llamase a un taxi y terminé aquel alarde de una fortuna que estaba muy lejos de poseer, comprándole un soberbio ramo de rosas rojas a una vendedora ambulante apostada a pocos metros del restaurante.

No obstante, dudo mucho de que se percatase de mis dotes de seducción. Apenas probó los deliciosos manjares que elegí para ella, ocupada en vaciar una tras otra las copas de vino que un gentil camarero le iba llenando. No paró de hablar de los "viejos tiempos", como ella decía, de la política internacional de posguerra, los sagaces aciertos de Truman frente a la torpeza de Ike, como denominaba a Eisenhower. Yo la dejaba hablar pese a no compartir sus opiniones. Y a pesar de su verborrea, le faltaba el entusiasmo de otros tiempos. En ningún momento nombró a Newman ni los años de loco amor y desenfreno que vivió con él.

Después de comer, la llevé de nuevo a mi estudio donde la amé durante horas. Y digo la amé porque, desde el primer beso que posé en sus labios, supe que estaba muy lejos de mí; que sus desesperadas caricias eran para el otro: el que siempre estaría a los pies de mi cama al acecho para quitarme a la única mujer que he amado.

La acompañé al día siguiente a la pensión en la que se alojaba para que recogiera su equipaje y la colme de ternura mientras la tuve conmigo. Gala recuperó la sonrisa y las ganas de vivir. Por las mañanas, antes de que abriese los ojos, bajaba a comprarle croissants recién horneados y, al despertar, le llevaba la bandeja del desayuno a la cama con un ramillete de lilas blancas que traía de algún puesto de flores. Hasta el mediodía trabajaba en mi libro y, luego, le leía en alta voz los capítulos que iba concluyendo. Por las noches, la llevaba a algún espectáculo de Music Hall, para emborracharla con sus coloridos bailes antes de colmarla de amor en mi lecho. Y, mientras, yo me engañaba creyendo en una felicidad compartida. Con frecuencia la sorprendía con la mirada perdida, lejos de mí, o buscando con sus tristes ojos entre la multitud que caminaba por el Bois de Boulogne a quien se interponía entre nosotros; no obstante, cerraba los ojos a todo cuanto no fuera la dicha de tenerla conmigo.

Y dos meses después, cuando bajé la guardia, él la reclamó.

Me lo dijo durante la cena. Le estaba contando alguna nadería. Enseguida me di cuenta de que no me estaba prestando atención, que su mente estaba muy lejos de mí. En medio de una de las frases, me interrumpió.

—Mañana me voy —dijo sin mirarme siquiera mientras jugaba con unas migas de pan sobre el mantel.

—¿Cómo que te vas?, ¿donde?

Ante mi cara de asombro me miró con la sonrisa burlona con la que nos solía regalar en Berlín.

—¿Cómo que dónde? Querrás decir ¿con quién?

Entonces lo entendí. La cólera y la humillación se apoderaron de mí.

—No puedes irte con él después de lo que te hizo. Te dejó tirada en la cuneta y yo...

No me dejó terminar.

—¿Vas a ser tan poco caballero como para echarme en cara tu "hospitalidad" o me vas a hablar de tu sincero amor? ¿Es que no sabías que sólo eras el sustituto? Ya vino el titular y tu trabajo ha terminado.

Se levantó con su taza y se dirigió al fregadero donde, por primera vez desde su llegada, empezó a fregar los cacharros sucios que se acumulaban en él. Luego, con su tono más despectivo, continuó dándome la espalda:

—¿Creías que después de amarle a él podía quererte a ti? Contigo arrastro la vida como si fuera una pesada cadena, con él, toco el cielo con las manos. Hasta que no le conocí no supe lo que era el amor, la pasión, la felicidad...

La ira, el orgullo pisoteado, el amor rechazado, no sé qué fue lo que estalló dentro de mí. Las palabras se atropellaban en mi garganta antes de salir.

—Te dejó por otra, por otra que es mejor que tú. Él no quiere a nadie y menos a ti —le grité con intención de herirla.

—¿Qué sabrás tú? —gritó volviéndose hacia mí —. Le conozco como nadie porque yo soy igual que él y él me conoce a mí. Se casó con Alice Tucker por el dinero, pero a la que quiere es a mí. En cuanto me vio, lo olvidó todo. Yo soy con la única que puede ser feliz.

—Claro. Por eso te abandonó —no pude evitar la ironía—. No te reconozco, Gala. ¿Dónde se quedó la mujer inteligente de Berlín que no se dejaba engañar por nadie? Él no se quiere más que a sí mismo.

Seguí gritando y gritando, con palabras más y más hirientes. La furia se apoderó de ella. Intentó golpearme con los puños, pero le agarré las muñecas con fuerza y le grité.

—No esperes a mañana. Coge tus cosas y vete ya.

Salí de casa para no cometer ninguna locura. Temblaba como las cuerdas de un arpa después de ser acariciadas. Vagué por las calles durante horas rumiando mi ira, mi dolor. Cuando regresé al apartamento, la soledad me dio la bienvenida.

Durante días, semanas, meses… sobreviví alimentándose de las noticias que traía la prensa sensacionalista. Leía con avidez cada palabra que hacía referencia a la pareja; palabras que me dejaban más y más amargado después de leerlas, pero que, si no las encontraba, andaba todo el día como loco, lleno de ansiedad. Era como el adicto al opio que, sabiendo que le hace daño, quiere más y más dosis. En ese tiempo, dejé de escribir, de afeitarme, contraje deudas sabiendo que no podría pagar e hice de amigos de siempre enemigos eternos con mi humor pendenciero.

Hasta que una heladora madrugada de finales enero recibí una llamada de Gala.

III

—¡Ven enseguida!, ¡no te demores!, Robert, Alice, yo, me iba a abandonar otra vez… 

Estaba muy nerviosa. Gritaba frases incoherentes sobre engaños y traiciones, lloraba, para volver a gritar. Finalmente, gritó:

—¡He matado a Robert y a Alice!

Apenas pude tomar nota de la dirección de la casa de Newman. La mano me temblaba al escribir en el trozo de papel de periódico que, si cierro los ojos, aún puedo ver: un anuncio de jabón perfumado Richelet en el que una hermosa mujer se miraba complacida en un espejito de mano mientras se tocaba su bello rostro. Es curioso que no recuerde lo que hice hasta que llegué a la casa del matrimonio y sea tan nítida la imagen de la rubia modelo.

Cuando llegué al apartamento de Newman, me abrió la puerta la propia Gala. Según me dijo mucho después, Alice había dado el día libre al servicio la noche anterior. Después de cenar iban a coger un taxi que los llevaría al aeropuerto de vuelta a Nueva York. Pero, poco antes de salir, Gala se presentó. 

Estaba en pleno ataque de nervios, incapaz de articular una sola palabra. La zarandeé para calmarla y me puse a dar vueltas por el apartamento sin saber qué buscaba. Mi angustia iba aumentando a medida que el reloj empujaba sus agujas. No era capaz de razonar; sentía, más que pensaba, que tenía que salvar a Gala por encima de cualquier cosa. El martilleo de mi corazón no me dejaba oírla. Hasta que media hora más tarde, se me ocurrió lo que, desde el principio, tenía que haber visto con claridad: debía simular que Newman se había suicidado tras matar a Alice, si quería alejar toda sospecha de Gala. 

El matrimonio yacía a uno y otro lado de la alfombra del salón empapado en su propia sangre. Cogí la pistola de Gala y la puse entre los dedos de Newman. Luego, revolví las cosas que había sobre la mesa y tiré al suelo algunos objetos para simular una fuerte pelea conyugal. Poco antes del mediodía, salíamos de la mano del apartamento de Newman; aparentemente serenos, hirviendo por dentro.

Mientras caminábamos, íbamos tejiendo nuestro plan de huída. Había que abandonar París antes de que la policía encontrase los cuerpos, no fuera que no se creyese la pelea conyugal que monté. Convenimos separarnos y encontrarnos en la Gare d'Austerlitz a las dos para coger un tren de camino a Madrid. Entre tanto, yo volvería a mi apartamento para coger dinero. Antes de salir comí un poco de pan y queso que tenía en la cocina. Pese a no haber tomado nada desde la noche anterior, no tenía hambre y el queso me supo a cemento.

Fue durante el viaje a Madrid cuando Gala me contó lo ocurrido. 

—Teníamos pensado irnos a Verona. Me había prometido que iba a pedir el divorcio. Decía que con Alice ya no tenía nada, que no se hablaban más que unas cuantas frases de cortesía cuando se encontraban. Ni siquiera le compensaba la fortuna de ella porque Robert había duplicado la suya en los últimos tres años. Alice es, perdón era, una mujer enfermiza y quejosa. Se lamentaba por todo: por el tiempo que hacía en París, por cómo la atendía el peluquero, por su delicada salud con más enfermedades imaginarias que reales… ¿Qué se yo? Siempre reclamando una atención que, tal vez, si Robert la hubiese querido, se la hubiera dado con gusto. Pero me quería sólo a mí y ella lo sacaba de quicio.

”Los últimos meses, Robert pasaba más tiempo conmigo que con ella; casi se podría decir que vivíamos juntos. Estuvimos recorriendo Italia tres meses y, cuando me dijo que tenía que volver a París, me lo jugué todo a una carta y le dije que eligiera entre Alice o yo. Y entonces me prometió que se divorciaría de ella para casarse conmigo. Habíamos visto una casa preciosa a las afueras de Verona que, me dijo, iba a comprar para mí. Y yo, le amo, le amaba tanto que le creí.

”Una semana después de su marcha, regresé yo también a París. Por medio de un amigo en común, le comunique mi llegada y ese mismo día, me llamó para citarse conmigo en mi apartamento por la tarde. Ayer tarde...

”Pero lo que venía a decirme no era lo que esperaba oír. No podía dejar a Alice porque, dijo, esperaba un hijo, que aquella noticia le había hecho recapacitar, que estaba muy feliz…

Gala hizo una pausa para encenderse un cigarrillo y dio varias caladas antes de continuar. Seguía nerviosa y jugaba con su encendedor mientras su mirada parecía seguir los postes del tendido eléctrico que se perseguían unos a otros por la ventana. Yo permanecía, entretanto, en silencio temeroso de que mi voz la sobresaltara y se negase a continuar con su relato.

—Tuvimos una fuerte discusión en la que nos dijimos de todo. Logré enfurecerle diciéndole que no creía que el hijo de Alice fuese suyo. Él me insultó como nunca lo había hecho hasta entonces y salió del apartamento dando un fuerte portazo. El resto, te lo puedes imaginar —terminó mirándome a los ojos, por primera vez desde que la encontré aquella madrugada.

En Madrid nos alojamos en el piso de un amigo que, para nuestra fortuna, tenía sin alquilar en aquellos momentos. Los primeros días apenas nos atrevíamos a bajar a la calle más que para comer en un mesón cercano y comprar los periódicos Le Monde y Le Figaro en un kiosco de la Gran Vía que vendía prensa extranjera. Así nos enteramos de que la policía francesa nos buscaba. Un pañuelito de batista con las iniciales de Gala bordadas fue el que nos delató. Estaba debajo de una silla; probablemente la misma en la que estuvo sentada mientras yo recomponía la escena del crimen. Luego encontraron el juego de pañuelos completo en la cómoda del dormitorio de Gala cuando registraron su apartamento. Alguien nos vio juntos. De ahí que también me buscaran a mí.

Gala no soportaba estar encerrada. La claustrofobia que le producían las paredes del piso era mucho mayor que el miedo a ser descubierta. Andaba por la casa dando una y mil vueltas; con un cigarrillo a medio terminar encendía el siguiente; discutía por cualquier nadería, una naranja, mi tono de voz... lloraba sin razón aparente. Y yo, nada paciente, la reñía por su comportamiento poco razonable. Aunque no quisiera hablar de ello, sospecho que mucho tenía que ver en su desasosiego el demonio de la culpa que le corroía las entrañas. Muchas veces espiaba su rostro sin que ella se diese cuenta y me parecía vislumbrar en el fondo de su gris pupila el terror por la magnitud del delito cometido entrelazado con el dolor por la pérdida. Pero, como digo, Gala jamás hizo alusión a sus sentimientos más recónditos; ni yo tampoco quise preguntar, temeroso de que el torrente de emociones que intuía la atormentaba se volviese contra mí y acabara arrollándome. Y el miedo a ser descubiertos me impedía pensar en lo ocurrido al matrimonio Newman.

Una noche en la que parecía haber agotado sus fuerzas, la llevé a cenar a un pequeño restaurante situado en una de las calles por detrás de la Puerta del Sol. Debo decir que no la dejé disfrutar de la noche: el temor a ser sorprendidos me mantenía en un estado continuo de alerta. Pasé toda la velada mirando de soslayo a todo el que entraba y salía por la puerta del comedor. El miedo me hacía ver un policía en cada comensal. Harta de mis recelos, Gala no quiso esperar a los postres. Pidió la cuenta y me dejó pagando mientras salía marcando el paso con sus altos zapatos de alto tacón.

Tal vez si no hubiéramos dejado el restaurante tan apresuradamente nos hubiéramos ahorrado el tremendo susto que nos llevamos al llegar a casa. Había un gran revuelo frente al portal de nuestro edificio. Se oían gritos; vimos gente corriendo hacia el otro lado de la calle, gente mirando. Un coche de policía impedía el paso a otros vehículos, tan estrecha era la calzada. El pánico se apoderó de nosotros. Nos escondimos en el hueco que dejaban dos casas, entre mondaduras de manzanas y patatas. El olor a podredumbre de la basura se confundía con el de nuestro miedo. El maullido de unos gatos peleándose desgarró el silencio del callejón deteniendo bruscamente la cansada marcha de nuestros corazones. Vi pintado en la cara de Gala el grito de terror que quería salir de su garganta: el mismo grito que contenía en la mía. Estuvimos varias horas desfalleciendo de terror. 

Hasta pasadas las dos de la madrugada, no despejaron la calle y, entonces, subimos a nuestro piso. Por las escaleras, encontramos hombres y mujeres a medio vestir. Así nos enteramos que en la tercera planta había una casa de citas y que, aquella noche, había habido una redada policial que iban buscando inquilinos para sus calabozos de acuerdo con la ley de vagos y maleantes. A nuestro piso no llegaron. Alguien dijo a los agentes que en él vivía un matrimonio respetable.

Al día siguiente, buscamos un apartamento que alquilamos con un nombre supuesto.

El miedo a ser encontrados nos hacía permanecer casi todo el tiempo en el apartamento. Yo entretenía el paso de las horas leyendo novelas del oeste que encontré en la librería del casero, pero Gala se aburría más y más sin hacer otra cosa que vagar por la casa y contemplar el vaivén de la gente de la calle entre los visillos del salón. Un día no pudo más. Se arregló como si fuera a asistir a un cóctel en algún hotel de Montecarlo, pidió un taxi por teléfono y dijo que salía a ver Madrid. Cuando llegó la medianoche y vi que no volvía, me empecé a preocupar. Salí a la calle, pero no sabía dónde hallarla.

Tardé tres días en enterarme de lo sucedido. Mi angustia mientras tanto se había convertido en histérica locura. No sabía qué pensar. ¿Me había dejado?, ¿la habían cogido? No podía acudir a la policía a denunciar su desaparición. Recorría las calles en su búsqueda, sin rumbo; volvía al piso con la esperanza de un regreso que nunca se produjo; vivía con el corazón atrapado en mi garganta. Y el cuarto día, mis ojos se posaron en la portada del ABC, mi periódico, el periódico que había sido mi casa durante trece años:

“Sigue sin conocerse la identidad de la hermosa joven que se precipitó a las ruedas de un coche frente al Ritz”.

La foto de su rostro amado llenaba la portada: La muerte no había mancillado su belleza. En el interior, se contaba lo sucedido. Había estado tomando un martini seco en la barra del famoso hotel. Un hombre entrado en años se había sentado a su lado y la había invitado a varias copas. Ella debió de disfrutar de aquella tarde de asueto porque la vieron charlar animosamente; la vieron reír; vieron como sus ojos brillaban de felicidad.

La muerte de Gala fue mi muerte. Dejé de vigilar el camino que pisaban mis pasos para entregarme a la desesperación. Vagaba sin rumbo por las calles de Madrid buscando el rostro amado tras doblar cada esquina. Mis ojos no veían el mundo que me circundaba; mi mente se perdía en lugares lejanos. Me olvidé de comer, de dormir. En pocos días me quedé sin dinero. Mucho de lo que aún tenía guardado me lo bebí en tascas de mala muerte. El resto, lo perdí en sabe Dios qué banco de qué parque. Harto de reclamarme el alquiler, el casero terminó echándome del apartamento. Detrás del dinero se me habían terminado las excusas. Hice de las heladas aceras mi hogar.

Una noche, los faros de un automóvil iluminaron el callejón en el que buscaba el sueño y sus luces se abrieron paso entre las telarañas de mi mente turbada. Se trataba de un sedán. Un Packard Clipper negro con el techo y el capó color crema. Una bella mujer se bajó del coche. Lucía su melena castaña cayéndole en cascada sobre los hombros, apenas cubiertos por una estola de piel. Era alta y esbelta, un largo vestido de raso negro delineaba su perfecta silueta. Y unos zapatos rojos de alto tacón hacían crujir la escarcha...


IV


Cuando terminó de hablar, su boca estaba seca, pastosa. Llevaba tres horas hurgando en sus recuerdos y le dolía la cabeza. La mirada de sus ojos vidriosos quedó un rato perdida en algún lugar de la pared que tenía frente a sí, como si no supiera dónde se encontraba, hasta que una voz lo sacó de su ensimismamiento.

—Por favor, lea su declaración y, si está conforme, fírmela.

Uno de los inspectores de policía le tendió los folios mecanografiados y Guillermo Soriano, sin detenerse a leerlos, puso su rúbrica en ellos.