miércoles, 28 de octubre de 2015

Nominada a tres nuevos premios






Mi querida amiga María Jesús Fernández me ha nominado para tres premios:

1. Premio Blogger House.
2. The Versatile Blogger Awards.
3. Liebster Blog Awards.







Desde aquí quiero darte las gracias de todo corazón y recomendaros su blog “Reinvenciones en las nubes”. Es una magnífica escritora.



Para el Premio Blogger House las normas son las siguientes:


  • Agradecer el premio.
  • Poner el logotipo.
  • Nominar 10 blogs.
  • Notificar públicamente a los nominados. 


Para The Versatile Awards, las normas son las siguientes:


  • Agradecer el premio.
  • Poner el logotipo.
  • Nominar otros blogs 
  • Contar siete cosas sobre ti. 

Las reglas oficiales del “Liebster Blog Awards” son las siguientes:



  • Agradecer la nominación 
  • Poner el logotipo del premio.
  • Nominar a 5, 10 o 20 blogs. Tan pronto como se nominan, ya se convierten en ganador o ganadora.
  • Al ser nominado, debe seguir al blog que te otorgó la nominación.
  • Contestar 11 preguntas o contar 11 cosas sobre ti. Yo elijo esta última opción porque para el Versatile Blogger Awards hay que contar 7 cosas sobre uno mismo.
  • Comunicar a los nominados a través de Facebook o Twitter.


Siguiendo las normas de los tres premios, voy a nominar 10 blogs.



1. Alejandro Gallardo: De guionista a cuentista
2. Conxita Casamitjana:Enredando con las letras
3. Jorge Valín: Entre las brumas de Galicia
4. Ricardo Zamorano: Palabras Narradas
5.  Paola Mendoza: Friends toons
6. Isidoro Varcálcer: Cuentos Nawed
7. Pilar Serrano: Entre dos líneas
8. Nieves Lacasta: Nieves Lacasta
9. Ana Molina: Hilvanando palabras
10. Canela: Devora corazones

Y para terminar, voy a decir once cosas de mi.

1.   Cuando tenía diez y doce años, escribía cuentos, la mayoría basados en las historias de Enyd Blyton, que me encantaban, pero luego lo dejé y hasta hace dos años no me he vuelto a animar a escribir.
2. Leer es de las cosas que más me gustan hacer. Se me pueden pasar las horas sin enterarme con un libro entre las manos.
3. Me gustan las historias en las que el personaje se ve en situaciones en las que se ponen a prueba sus convicciones. Espero encontrar algún día una y convertirla en un relato.
4. Cuando empecé a escribir, cada historia me parecía un descubrimiento. Ahora cada relato que termino me llena de dudas.
5. Cada vez descubro más escritores que pese a que puede que nunca lleguen a ser reconocidos por su valía, despiertan en mi una gran admiración.
6.   Cuando quiero darme un capricho literario, vuelvo a los escritores del siglo XIX. Son mis favoritos.
7. Le debo la afición a la lectura a mi madre, que a los nueve años, me animó a leer “Miguel Strogoff”. Al principio, bostezaba aburrida, pero antes de la segunda página, ya me había enganchado.
8. Me gustaría escribir algún día una novela, pero todavía no me siento preparada.
9. Me muero por una tarde de conversación con un amigo o amiga, sin prisas olvidada de todo.
10. Soy de risa fácil y enseguida me contagio con las carcajadas, pero también soy llorona por lo que me gusta ver sola las películas para llorar a gusto.
11. La maldad me deja perpleja y la bondad me emociona.

¡¡Última noticia!! Mi admirado Jorge Valin también me ha nominado para el premio "The Versatile Blogger Awards. Desde aquí mi más sincero agradecimiento. ¡Gracias Jorge!



lunes, 26 de octubre de 2015

La historia que me hubiera gustado escribir






I
Cuando mi amiga Sagra me trajo la película, tuve que contener el gesto para que no se diese cuenta de lo poco que me apetecía verla. En inglés y subtitulada, “Searching for Sugar Man” era un documental que, según se explicaba en la carátula, contaba la historia de un cantante norteamericano de origen mejicano para mí desconocido. No era, por tanto, la película que tenía pensada para la sobremesa de un fin de semana. Pero no me atreví a decirle lo poco me seducía el plan, así que cogí el CD que me tendía y lo guardé en el bolso.

Aquel sábado después de comer mi familia andaba enzarzada en una de esas discusiones tontas que nos alborotan tanto y no nos conducen a ninguna parte. Mi padre se empeñaba en convencernos a mi madre y a mí de alguna cosa que no debía de tener mucha importancia pues no recuerdo qué era y, ante su poco éxito, subía más y más el tono de voz. Yo, para no quedarme atrás, también gritaba hasta que, cansada de nuestro parecido a una parodia de una familia napolitana, me fui al salón y puse la película de Sagra. 


  

lunes, 19 de octubre de 2015

Dona mihi pacem







Yo, Bartolomé Escudero de la Vega, maestro organista de San Jerónimo el Real, dejo escritas estas que serán mis últimas palabras para dar testimonio de los extraños acontecimientos que me han venido sucediendo desde hace tres semanas, aun sabiendo que los que lo lean pueden tomarme por un lunático o, lo que es peor, por un hijo del Señor de las Tinieblas. Mas el tiempo apremia y es menester que haga un esfuerzo antes de que se me agoten las fuerzas; es preciso que lleve a término la obligación que yo mismo me he impuesto; que lo cuente todo esta misma noche, en la que sé que volverá Frau Schatten (1) para reclamar la deuda que hace diez años contrajera con ella. 

Pero no me demoraré en largos preámbulos y paso a relatar los hechos que me han acaecido.

La noche del cinco de noviembre se desató una fuerte tormenta que hizo temblar los cimientos de mi humilde morada. Las fugaces luces de los relámpagos iluminaban el techo de mi habitación dibujando figuras monstruosas que movíanse entre los escasos muebles que poseo; el rugido del trueno hacía huir despavoridos a los ratones que corrían por la estancia en busca de unas cuantas migajas de mi paupérrima cena. La furia celeste era tal que yo, que andaba perdido en ese estado difuso entre el sueño y la vigilia, creí navegar en un barco a la deriva abatido por olas gigantescas. Unos golpes enérgicos acabaron de despertarme. Al principio no sabía muy bien de dónde venían. A tientas, cogí la palmatoria de la mesa que hay junto a mi lecho. Había olvidado apagar la vela que, a medio consumir, dibujaba un haz de luz sobre las partituras que horas antes había estado repasando. Acerqué la lamparilla al reloj de pared y pude cerciorarme de que marcaba las doce y cinco. Los golpes eran más y más insistentes. ¿Quién podía molestar a un buen cristiano a esas horas?

—¡Ya va! —grité casi con enojo.

Al abrir la puerta, un viento helado apagó la llama de la vela. A la escasa luz del farol de la calle, vi recortarse la silueta de una persona ataviada con largas vestiduras. Las sombras que la envolvían no me permitían distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer; si el visitante era joven o viejo.

—¿Quién anda ahí? —pregunté.

—Vengo en busca del señor Escudero de la Vega —me respondió una voz femenina que parecía salida de las profundidades de una caverna y que mostraba un marcado acento extranjero —. ¿Podríais decirme dónde puedo encontrarlo? 

—Soy yo a quien buscáis. ¿Quién sois y qué queréis de mí?

—Mi nombre es Frau Schatten y vengo de muy lejos para haceros un encargo.

—¿Qué clase de encargo?

—Dejadme pasar y lo sabréis.

Tras unos segundos de vacilación, me hice a un lado para cederle el paso y, después de disculparme, la hice aguardar apenas unos minutos en el zaguán mientras iba en busca de fuego para encender la vela y a adecentar un poco mi apariencia. Cuando volví, me encontré con una dama que tenía toda la traza de tratarse de una señora de alta alcurnia. Pasaba largamente la treintena, aunque aún apreciábase en su semblante vestigios de la belleza de su juventud. No obstante, había cierto destello maligno en su verde mirada que me hizo retroceder cuando sus ojos se cruzaron con los míos. La invité a sentarse en el sillón frente al hogar apagado, el único lugar de la casa digno de recibir visitas, y permanecí en pie junto a ella aguardando a que me diese noticia de la embajada que la había traído a mi casa. 

—Decidme qué puedo hacer por vos, os lo ruego —Le pregunté lo más cortésmente que pude teniendo en cuenta lo intempestivo de la hora.

La dama no me respondió sino hasta después de un embarazoso silencio.

—Como os dije hace un instante, mi nombre es Frau Shatten. Mi esposo es el segundón de una importante familia de Baviera que, desde su infancia, ha dedicado su vida al servicio de las armas. Las campañas en las que ha tomado parte lo han favorecido con una gran fortuna. No os digo esto con ánimo de vanagloriarme de ello, sino para haceros saber que dispongo de medios sobrados para recompensaros por la premura del encargo que os voy a hacer.

Hizo una pausa mientras paseaba sus ojos por toda mi persona, como para calibrar el efecto de sus palabras. Su mirada descansó en mi pupila y una imagen surgió de lo más lejano de mi memoria: una diligencia subiendo por una ladera mientras levantaba el polvo del camino. Pero, antes de poder capturarlo, el recuerdo se desvaneció como la bruma después de la salida del sol. Movido por la curiosidad, le pregunté si no nos habíamos visto antes, mas ella hizo caso omiso de mis palabras y prosiguió con su discurso.

—Al año de mis esponsales, nació nuestro hijo Fabián. Desde que abrió los ojos al mundo, llenó la vida a su alrededor de dicha. Durante cinco años colmó de orgullo mi corazón de madre. Jamás salió de sus labios una palabra que no fuese espejo de su alma bondadosa ni lo sorprendí en acción alguna que se inclinase hacia la maldad —hizo otra pausa para recobrar el aliento, como si necesitase cierto reposo para no dejarse llevar por las emociones que albergaba en su interior —.Hará cosa de tres meses mi hijo querido contrajo unas extrañas fiebres. Durante días y días, la vida de su pequeño cuerpecito luchó contra la muerte con la misma bravura con la que su padre se enfrentaba al enemigo en el campo de batalla. Mas sus debilitadas fuerzas no lograron vencer en aquella guerra cruel y murió en mis brazos hoy hace diez días. 

Una lágrima se deslizó por su mejilla. Sentí el dolor de la afligida madre, más, antes de que mi corazón se colmase de piedad por ella, pareciome sorprender en sus labios un rictus de burla. Tras un parpadeo, su rostro recuperó la tristeza. Entonces creí que era el reflejo de la llama de la vela el que me hacía vislumbrar de vez en cuando un gesto maléfico en el bello semblante de la dama; un gesto que me hacía estremecer. Ella no pareció percatarse de mi turbación. Siguió hablando de su hijo con la misma premura. Cuando terminó la narración del triste final del niño, su voz cambió la tristeza por un tono tan duro como el acero, tan frío como la nieve ardiente y, mirándome fijamente, dijo:

—Estoy dispuesta a pagaros cien escudos de oro si en tres semanas componéis un réquiem en memoria de mi hijo.

Con un ademán enérgico, casi varonil me atrevería a decir, puso sobre la mesa una bolsa de cuero que, al sacudirla, sonaba como si estuviera repleta de monedas de oro.

—Me honráis con vuestra confianza, pero eso que me pedís es imposible —le repliqué —.  No sé quién os ha hablado de mí. Sólo soy un humilde maestro organista que nunca ha compuesto más que pequeñas piezas de divertimento sin ninguna importancia. Además, no hay tiempo en apenas tres semanas para crear una obra de tal envergadura. 

—Lo haréis —contestó cortándome la palabra. Y, sin decir más, se levantó y salió de la casa dejando tras de sí una fragancia a magnolias que tardó en desvanecerse. 

En ese momento, mis oídos se percataron del devenir del péndulo. Acerqué la palmatoria y con asombro vi que las agujas indicaban las doce y cinco: la misma hora que marcaban en el momento de la llegada de Frau Schatten. La frente se me perló de un sudor gélido. No sabría decir la razón pero un extraño temor habíase apoderado de mi alma. Sin darme cuenta de lo que hacía, me senté en el mismo sillón en el que había descansado mi desconocida visita y dejé vagar la mirada por la estancia. Al posarlos en la vela, me pareció ver bailar en su llama imágenes extrañas: una diligencia, un camino angosto y polvoriento, unos caballos desbocados, unos ojos verdes de inusitada belleza, un rostro ensangrentado… Un escalofrío recorrió mi espalda. Y a pesar del mal presagio que nacía en mi pecho, la piedad por el dolor de una madre hízome decidir aceptar el encargo.

Aquella noche ya no pude conciliar el sueño, tal era mi excitación. Anduve casi media hora dando vueltas por la casa como si buscase algún objeto valioso que hubiese perdido y tuviese urgencia en encontrarlo. No recuerdo más de las horas que transcurrieron hasta el alba: me sorprendió la mañana sentado a la mesa de la alcoba componiendo los primeros acordes del Introitus del réquiem.

Durante días y días, trabajé como un poseso. Perdí la noción del tiempo: no sabía si era de día o de noche, si el cielo lo presidía el sol o la lluvia. Mi memoria se cubre de tinieblas cuando intento recordar cómo transcurrieron las horas o se confunden en mi cabeza reminiscencias sin ningún orden. Si comí y dormí fue gracias al buen hacer de mi hermana Micaela, que venía cada día a traerme el alimento que me sustentaba. 

Aunque no pueda dar cuenta de todo lo sucedido en esos días, han quedado grabados en mi memoria extraños recuerdos. Sí puedo evocar que al final de la jornada, me sentaba en busca de descanso en el sillón junto al hogar apagado. Mis ojos se sentían atraídos por la llama de la candela y acababan prendidos en su fulgor. Nada más posarlos en ella, acudían a mí una sucesión de imágenes, más y más nítidas, siempre las mismas: una diligencia, un camino angosto y polvoriento, unos caballos desbocados, unos ojos verdes de inusitada belleza, un rostro ensangrentado… Y, al desvanecerse estas reminiscencias, me invadía un estremecimiento que hacía temblar todo mi cuerpo. Cuando salía de aquel estado, que más parecía encantamiento que un sueño, me metía tembloroso en el lecho y, antes de quedarme dormido, creía oír al viento susurrarme con la misma voz que Frau Shatten: ¡Tenéis una deuda conmigo! Al alba, olvidábalo todo y retomaba mi tarea con más y más tesón y esmero cada día.

Una noche, quedeme dormido en mi mesa mientras trazaba sobre el pentagrama las notas y cifras del bajo continuo del Dies irae. El sueño llevome diez años atrás, cuando regresaba de una gira por distintas ciudades de nuestra vieja Europa. La diligencia había dejado tras de sí la ciudad vascongada de Vitoria, después de horas de viaje por caminos polvorientos; y la fatiga se dibujaba en los rostros de los viajeros: una joven dama acompañada de una respetable matrona, un monje dominico y una campesina que había subido al carruaje cuando nos detuvimos en uno de los pueblos a almorzar y a cambiar los caballos por otros de refresco. Debía ser mediado el mes de mayo, pero el calor de aquella tarde y la sequía que nos precedía hacía pensar en un día de pleno verano. Durante el camino había intentado en varias ocasiones entablar conversación con la bella joven, mas la campesina acababa interponiéndose en nuestra plática con inoportunas interrupciones. Aquellas intervenciones iban encendiendo más y más mi cólera. Cada vez que pronunciaba una palabra, yo la respondía con expresiones destempladas o mostrábale mi indiferencia dirigiéndome a la joven dama con galanura e ignorando su presencia. Quise aprovechar la oportunidad que se me presentaba cuando el monje dominico bajose de la diligencia en un pueblo unas leguas antes de llegar a Miranda de Ebro y adueñarme del asiento del clérigo para, así, estar frente a la bella joven; mas la inoportuna mujeruca se apoderó del lugar con más premura que yo, cogió un gran cesto que tenía en su regazo, lo dejó en el asiento que quedaba vacío entre nosotros, arrinconándome contra la portezuela y alejándome aún más de la joven. Mi bella dama, lejos de percatarse de mi engorrosa situación, parecía regocijarse con la insulsa charla de la campesina. Y aquello hacía crecer más y más mi fastidio.

Poco antes de la puesta de sol, la diligencia hizo una parada en una fonda donde nos dieron la cena y una habitación. Pasada la medianoche, desatose una fuerte tormenta. Durante horas y horas, los truenos y los relámpagos daban un aire tenebroso a la habitación que me tocó en suerte. Aún así, no me impidió conciliar el sueño. Yo que, apenas rozaba los veinticinco años, no era fácil de atemorizar, pero supongo que las mujeres, de naturaleza más asustadiza, no pasarían buena noche.

Al día siguiente, reemprendimos nuestro viaje hacia las nueve de la mañana. Acordándome del molesto proceder de la campesina, me las ingenié para trocar los asientos, apoderándome del que la mujer ocupara el día anterior y dejándole a ella el del rincón junto a la portezuela. No pareció de su agrado el trueque, pues me lanzó una fiera mirada. Entonces me percaté de la singular belleza de sus ojos verdes, que hicieron saltar mi corazón. 

Después de la tormenta de la noche anterior, el lodo del camino hacía más lento el paso de los caballos que tiraban de la diligencia. El sol y la humedad llenaban de bochorno el coche. Aun así yo intentaba despertar el interés de la joven dama por mi persona. 

No pude darme cuenta de cómo sucedió. Una curva del camino, el relincho de los caballos que, espantados nunca sabré por qué, emprenden una loca carrera, el vuelco de la diligencia, unos ojos verdes que me miran asomando el terror por la mirada y un reguero de sangre por el rostro de la campesina. Las imágenes se suceden apresuradamente mientras el viento trae de lejos fragancia de magnolias.

Al principio creímos que todos habíamos salidos indemnes del funesto accidente, más, cuando el cochero fue preguntándonos uno a uno por nuestro estado, púdose percatar del mortal golpe que había abatido a la campesina. He de confesar que, en ese momento un sentimiento de alivio recorríó mi alma al pensar que hubiera podido ser yo quien ocupase el lugar de la campesina. 

Unos golpes en la ventana despertáronme del sueño. Aún aturdido, creí que unos dedos me acariciaban la mejilla y después pareciome oír la voz de Frau Schatten que decía: ¡Tenéis una deuda conmigo! Sobresaltado, acabé espabilándome o, al menos, eso pensé. Me asomé a la ventana para ver de dónde procedían los golpes, mas fuera todo estaba en calma. Ya achacaba los golpes a una ráfaga de viento cuando de oí unos ruidos semejantes a pasos sigilosos que venían de la sala. Me dirigí por el corredor hacia allí, no sin cierto temor debo decir, y me encontré un gran fuego en la chimenea que llenaba de luz toda la estancia. Sentada en el sillón, Frau Schatten me dirigía una mirada burlona.

—Os estaba esperando—dijo.

—¿Cómo habéis entrado en mi casa? —le pregunté —Recuerdo haber cerrado los postigos del portón antes de retirarme a descansar.

Hizo como si no me hubiese oído y se levantó del sillón para pasearse por la estancia. Al caminar, dejaba a su paso el aroma a magnolias que ya me era tan familiar. Permaneció junto a mi biblioteca unos instantes, como si estuviese leyendo los títulos de los pocos libros que en ella guardaba. De pronto, volviose bruscamente hacia mí y, mirándome con fijeza, me espetó la siguiente pregunta:

—¿Aún no habéis adivinado quién soy?

Su mirada me hizo estremecer. Por un momento, creí ver en su rostro los ojos inquisitivos de la campesina que momentos antes me había visitado en mi sueño. Frau Schatten me dedicó una cautivadora sonrisa y, antes de poder contestarla, volvióme a interpelar.

—¿Cómo lleváis el réquiem? Habéis de saber que la otra noche os mentí. Nunca estuve casada ni tuve ningún hijo. ¿Suponéis para quién es el réquiem?

Una carcajada se extendió por toda la estancia haciendo vibrar los cristales de la ventana. Me dio la espalda y, cuando se volvió de nuevo hacia mí exclamó:

—Regresaré el día que debéis entregarme el requiém y os daré el pago que merecéis por haber cumplido el trato.

Un sobresalto hízome despertar. Me levanté de la silla tan precipitadamente, que las partituras que estaban sobre la mesa se cayeron al suelo. Al ir a recogerlas, me llené de asombro cuando vi que el Dies Irae estaba finalizado.

Desde esa noche, Frau Schatten no ha vuelto a visitarme, no obstante, cada noche, cuando las agujas del reloj de pared señalan las doce y cinco, me despierto con el sonido de unos golpes en la puerta de la calle. Cuando salgo a abrirla, a nadie encuentro y, al regresar a mi alcoba, una fragancia a magnolias me acompaña por el corredor.  

Los que lean estas líneas dirán que lo que en ellas cuento no fue sino un sueño o producto de una mente calenturienta, más yo no lo creo. Tengo el convencimiento de que Frau Schatten no es sino un heraldo de la Muerte. La Parca no me ha perdonado que la burlase la primera vez que vino en mi busca, cuando cambié mi destino con la infortunada campesina, relegándola al asiento del rincón de la diligencia.

Ante estos sucesos que acabo de relatar, no vivo sino arrebatado de terror. Aún soy joven, no tengo más que treinta y cinco años, y no quiero morir. Por unos días pensé que, si dejaba inacabado el réquiem, podría librarme de mi aciago destino. Mas sé que esta vez no me será posible burlar a la astuta Frau Shatten.

Esta noche se cumple el tiempo que me dio para llevar a término la que será mi obra magistral. En ninguna pieza por mí compuesta hasta hoy he puesto el alma como la que me dará muerte. Cada nota del pentagrama esconde gotas de sangre y han sido testigos de toda la angustia que sentí al escribirlas. Y, aun sabiendo que su término será mi fin, todos mis sentidos trabajan como si mi alma estuviese poseída por algún espíritu que me impele a seguir hasta que ponga la última nota. Sólo me queda para ello una estrofa del canto de la comunión y no he hecho ningún alto en el camino sino éste que hago ahora para dejar por escrito las palabras que servirán de testimonio si la muerte viene a reclamar mi vida esta noche.

Madrid, a cuatro de diciembre del año de Nuestro Señor de mil seiscientos noventa y uno.

***

Como cada mañana, Micaela preparó la cesta del almuerzo para llevársela a su hermano soltero Bartolomé que vivía a tres manzanas de su casa. Aquel día se demoró más que otras veces porque su hija Engracia, una doncella de dieciséis años, dejó caer el puchero de cocer la leche. De nada le sirvió a Micaela rezongar y hubo de ir a comprar dos cuartillos en la vaquería. Llegó a la casa de su hermano casi corriendo; sabía que Bartolomé no consentía que se le hiciese esperar. Cuando entró en la casa, un inusitado silencio le dio la bienvenida. Un aire frío la envolvió de abajo arriba y un extraño temor se apoderó de ella. Llamó a gritos a Bartolmé, mas no le respondió sino el eco de su voz. Con paso sigiloso, abrió la alcoba y entonces lo vio tendido sobre la mesa con la pluma junto a su mano. Bajo la cabeza, una partitura. Micaela, temerosa, se acercó a su hermano. Lo sacudió suavemente y, al volverle el rostro, pudo ver en él una mueca de espanto: el rictus de la muerte. En la partitura destacaba con gruesos trazos el último verso del canto de la comunión: “Dona mihi pacem, Domine”, Concédeme la paz, Señor.  

Cuando Micaela acabó de leer la misiva de su hermano, la invadió un gran pavor. Temerosa de que pudiese caer en manos del Tribunal de la Santa Inquisición, encendió el fuego del hogar y quemó el documento junto a las partituras de lo que podía haber sido la obra cumbre de la música barroca española. Tal vez fuese el temor que la embargaba, mas, al salir de la casa, le pareció exhalar un aroma a magnolias.

Horas más tarde, Don Justo Alcántara, médico de la Villa y Corte de Madrid, dictaminó que la muerte del músico se había debido a una apoplejía.

El cinco de diciembre de mil setecientos noventa y uno, exactamente un siglo después que Bartolomé, W. A. Mozart encontró la muerte a las doce y cinco de la madrugada. En aquellos momentos, estaba escribiendo su célebre Requiem. Esta obra fue un encargo anónimo para el Conde Walseg, que quería hacerla pasar como suya. Esta encomienda le vino de la mano de un misterioso caballero que muchos creen que era Franz Anton Leitgeb, un músico que estaba al servicio del conde. Mas nada cierto se sabe de este encargo y hay quien dice que el misterioso mensajero no era sino el Heraldo de la Muerte. A Mozart aún le quedaban unas semanas para cumplir treinta y seis años: tenía la misma edad que Bartolomé Escudero de la Vega, maestro organista de San Jerónimo del Real.



(1) Schatten: Sombra en alemán























lunes, 12 de octubre de 2015

Viaje por tierras extrañas





I
Cuando Clarisa le propuso aquel viaje, no creyó que Raúl se lo fuese a tomar en serio. De niña, le gustaba dejar volar su fantasía e imaginar historias repletas de peligrosas aventuras con príncipes en apuros y princesas valientes que vencían a terribles monstruos. Y ya de adulta siguió inventando aventuras muy parecidas a las que llenaron su infancia. Cuando empezaba a soñar, se exaltaba tanto que parecía creerse sus propias historias. Lo que nunca imaginó es que Raúl, en su afán de complacerla o tal vez impresionarla, se tomase al pie de la letra su descabellada proposición.

Era una tarde de mediados de octubre. El sol había estado calentando el jardín con sus débiles rayos otoñales sin haber conseguido barrer del todo la humedad que la fuerte tormenta de la mañana había traído desde las montañas. El viento soplaba cargado con el aroma a tierra mojada mientras hacía temblar las margaritas que, a la vera del sendero, se acurrucaban unas junto a otras para darse calor. Clarisa y Raúl se habían resguardado del frescor vespertino en la galería acristalada donde ella solía retocar sus acuarelas. Mantenían una de sus muchas animadas conversaciones sobre el amor. Como siempre, era Raúl el que juraba amor eterno mientras Clarisa se dejaba querer y simulaba no creerlo del todo.

—Es muy fácil decir que harías esto y aquello por amor cuando no te juegas nada —estaba diciendo Clarisa mientras limpiaba en un vaso de agua el pincel embadurnado de pintura color magenta —. A mí también me gusta imaginarme dando la vida por la persona amada. Pero, si se presentase la ocasión, ¿hasta dónde estaría dispuesta a llegar?, ¿a donar un riñón?, ¿a ponerme delante de un asesino para que no la matase?, ¿o sólo a perderme la última película de Bradley Cooper? ¿Y tú? Siempre tan caballeroso y considerado, que pareces venido de otros tiempos cuando le ofreces tu abrigo a la primera chica que ves encogida de frío; a la hora de la verdad, ¿qué es lo más grande que harías para demostrar tu amor?

—Eres mala, Clarisa, y lo sabes. Quieres que te regale el oído y te diga que moriría por ti para burlarte luego. Pues sí. Te lo digo aunque suene cursi y desfasado: daría todo lo que tengo por un beso tuyo, toda mi vida por oírte una palabra de amor que fuese sincera, claro.

—”Por una mirada, un mundo; / por una sonrisa, un cielo...” Eso ya lo dijo Bécquer y mucho mejor que tú.

Clarisa frunció los labios en una mueca de desagrado: no podía evitar sentir rechazo hacia Raúl cuando sacaba su vena romántica. ¿Cómo podía ser tan relamido? Como amigo era la persona más divertida que conocía, pero desde que se había empeñado en que hubiese algo más que una simple amistad entre ellos, había veces que sentía deseos de retirarle la palabra para siempre. ¡Era tan pesado! ¿Por qué no podía dejar las cosas como estaban? Lo miraba y se preguntaba qué tenía el joven para que a ella no le atrajera. Era guapo, o al menos eso decían sus amigas, inteligente, tenía un buen trabajo y, además, era la persona más bondadosa que conocía. Y, sin embargo, la irritaba cuando le decía aquellas frases tan almibaradas.

—Está bien —acabó diciendo Clarisa —. Te reto a que me pruebes tu amor. Ya sabes, como esas pruebas que salen en los cuentos de hadas antiguos para conseguir la mano de la princesa.

—Y tú, imagino, serás la princesa —dijo entre carcajadas Raúl.

—Pues claro. No querrás ser tú, ¿verdad? Si quieres, te cedo el puesto. Vamos, fanfarrón. ¿A que no te atreves a dejar ese trabajo que tanto te gusta para irte andando hasta Estambul con sólo veinte euros en el bolsillo?

La emoción de Clarisa fue creciendo más y más a medida que se le iba ocurriendo su plan.

—Tienes que salir de Oviedo el día de mi cumpleaños, que ya sabes que es el veintiuno de este mes, y llegar a Estambul el siete de mayo. No, el trece, que era el cumpleaños de mi madre. Allí te estaré esperando en la puerta de la Mezquita Azul a las seis de la tarde. El viaje lo tendrás que hacer andando. ¡No!, espera, espera. Podrás ir en cualquier medio de transporte siempre y cuando no te gastes más de cinco euros.

—¿Cómo puede ser eso?

—No sé. En autoestop, por ejemplo.

—¡Genial! Y ¿dónde se supone que me voy alojar? Te recuerdo que vamos hacia el invierno. ¿No querrás que duerma en la calle en medio de la nieve?

—Siempre puedes pedir a alguien que te deje un rincón de su casa o dormir en un albergue o llevar esas tiendas de campaña que parecen un iglú. No sé. Seguro que se te ocurre algo. Además, sólo he dicho que salgas de aquí con veinte euros. Con lo listo que eres seguro que te las ingenias para conseguir más por el camino. 

Clarisa fue desgranando su plan mientras el sol hacía su camino de regreso hacia el ocaso. En su imaginación veía las ciudades por las que transcurría el periplo hacia la antigua Constantinopla.

—Cuando llegues a una ciudad importante, me tienes que mandar una postal para que vaya viendo por donde pasas.

—¿Por qué no un whatsapp?

—No, no. Nada de whatsapp ni ningún medio moderno. Una carta o una postal. Con su matasellos, eso sí. Puedes llevarte el móvil pero sólo lo debes usar en caso de emergencia. La condición que te pongo es que vivas como si no tuvieras nada.

—¿Y qué gano si lo consigo?

—A mí, por supuesto.

—De acuerdo —se apresuró a decir Raúl con otra de sus carcajadas—. Acepto el reto.

No volvieron a hablar de aquel estrafalario plan aquella tarde y Clarisa no se hubiera acordado más de él sino fuera porque el día veintiuno recibió la primera postal:

“Querida Clarisa:

¡Feliz cumpleaños! Te escribo desde Pamplona, como puedes ver en esta preciosa postal de su catedral. Me ha traído hasta aquí mi primo Julio, sin cobrarme ni un céntimo. Tomo el Camino que marcan los peregrinos que se dirigen a Santiago para empezar mi viaje hacia Estambul con compañía. Aunque mis pasos van en sentido inverso. Cuando llegue a algún albergue, haré que me sellen mi credencial de peregrino que te enviaré desde Roncesvalles. Ante mí tengo más de seis meses de días inciertos, pero no tengo miedo pues me espera la mejor de las recompensas en la Mezquita Azul. 
Te ama,
Raúl
PD: no te rías de mi declaración de amor, que te veo”.

Clarisa casi se muere cuando recibió la primera postal del viaje ideado por su imaginación. Una corriente de cólera le subió por la médula ¿Cómo podía ser tan tonto para tomarse en serio lo que no había sido sino el pasatiempo de una tarde? Después, la conciencia le empezó a roer las entrañas al pensar en los peligros que esperaban al osado Raúl. Le llamó al móvil para disuadirlo de tal locura pero nadie le respondió. Llamó a Gema, la hermana del joven, para preguntarle por su paradero confiando en que aquello no fuera sino una broma pesada, pero no encontró más que el llanto de su antigua compañera de clase. Cogió el coche y se dirigió a Pamplona, donde no llegó hasta bien entrada la noche. 

Tuvo que esperar a la mañana siguiente para encontrarle ya de camino hacia Zubiri. La carretera parecía una alegre manifestación de peregrinos que seguían la estela que siglos atrás iniciaron hombres que querían poner a los pies del Apóstol sus anhelos y sus pesares. La mayoría caminaba en sentido contrario al de Clarisa pero también los había que regresaban de Compostela con destino a sus lugares de origen. Poco antes de llegar al Puente de La Magdalena, se vio sorprendida por un grupo de peregrinos que salían del desvío que conducía al albergue Casa Paderborn que la obligaron a parar y aparcar unos minutos a un lado de la carretera para no entorpecerlos en su andadura. Se bajó del coche y caminó unos metros siguiendo los pasos de los peregrinos. El sol no hacía mucho que había salido y reflejaba tímidamente sus rayos sobre el Arga que corría alegremente a encontrarse con el Ebro. Un grupo de jóvenes que iban hablando en francés pasaron a su lado y le lanzaron piropos en un español apenas inteligible. La risa que le provocaron tales lindezas la hicieron casi olvidar su propósito hasta que se vio sorprendida por Raúl, que, tras verla, gritó su nombre.

Durante media hora, Clarisa sacó a relucir todas sus armas de seducción en un vano intento de convencer a su enamorado de que abandonase su absurdo viaje. Con dulzura le expuso los peligros de vivir a la intemperie a las puertas de la fresca temporada otoñal que daba paso al gélido invierno. Con sabios argumentos le habló de lo imposible que sería para él, acostumbrado a disfrutar de las mayores comodidades, vivir sin dinero. Por convencerlo, lloró, improvisó chistes que le hicieron reír y le hizo mil y una promesas que estaba dispuesta a cumplir. Pero Raúl, que parecía más y más fascinado con la idea del viaje, no consintió en volverse atrás. Le robó un apasionado beso en los labios y, tras echarse al hombro su mochila, reemprendió el camino que le llevaría a Estambul. 

Clarisa permaneció en Pamplona una semana antes de regresar a Oviedo a hacer compañía a su padre, que desde que había enviudado se dejaba llevar por la melancolía. Los días que pasó en la ciudad navarra transcurrieron muy lentamente. La joven se levantaba a las siete de la madrugada y tomaba la carretera que lleva a Zubiri con unas esperanzas más y más menguadas de ver llegar a Raúl entre los peregrinos que se dirigían a Santiago. Miraba con ansiedad una a una las caras de los que entraban en la ciudad; le hacía llamadas perdidas al móvil que no tenían respuesta y le enviaba un whatsapp tras otro.

II
Chemin des Révoires, 19 de noviembre  

Querida Clarisa: 
Hace dos días que llegué a Mónaco. Te escribo desde su punto más elevado, rodeado de unas vistas preciosas. Frente a mí se divisa la costa recortada que empieza y acaba en Francia. Este es un país de juguete que parece construido por unas manos tan delicadas como las tuyas. Es tan diminuto que me han bastado estos dos días para visitar todo aquello que atrae a los turistas que recalan en este lugar: su catedral neorrománica, deslumbrante con su piedra blanca de La Turbie, el Palacio Principesco, el Museo Oceanográfico... Te encantaría verlo. 

Hace casi un mes que me llevé una lágrima tuya, la perla más preciada de mi corazón, pero me parecen que hubiesen sido dos años, tanto he vivido en estas semanas. Hasta Saint Jean Pied de Port disfruté de la compañía de los peregrinos que, después de llegar a Santiago, querían continuar su viaje de regreso por el camino francés. Me uní a un grupo de cinco jóvenes de Astorga estudiantes en Salamanca. Encontrarme con estos cinco chicos fue una bendición para mí, no sólo porque aliviaron la soledad en los días cada vez más cortos de este otoño, sino porque, como buenos caminantes, me dieron estupendos consejos para no caer agotado al segundo día de mi largo periplo. Has de saber que, aunque estaba en buena forma por mi frecuente asistencia al gimnasio, lanzarse a andar kilómetros y kilómetros día tras día no es como darse un paseo los domingos por el campo. Así que la primera semana fue una tortura para mí. 

En Ventas del Puerto sufrí un tirón en la rodilla que me retrasó un día en mi viaje, pero, afortunadamente, mis nuevos amigos se compadecieron de mí y permanecieron a mi lado hasta que me recuperé; y en Roncesvalles a punto estuve de tirar la toalla y volverme a Oviedo, vencido como lo fue Roldán por los vascones, pero el pundonor acabó con el desaliento y seguí en mi empeño de encontrarte en Estambul. Después de todo, esto no es más que poner un pie detrás de otro.

En Saint Jean Pied de Port finaliza, bueno debería decir que empieza, el Camino de Santiago francés y debía de ser el lugar donde me despidiese de mis compañeros de viaje, pero no fue así sino que sólo tuve que despedirme de dos de ellos, los otros han continuado conmigo hasta aquí.

Los tres días que tardan los peregrinos en recorrer la distancia que separa la localidad francesa de Pamplona se convertieron por mi culpa en una semana pero a mis jóvenes compañeros no parecía importarles el retraso. Son grandes aficionados a hacer senderismo y, a diferencia de tu pobre amigo, están acostumbrados a recorrer el mundo a pie. Al principio, no les hablé mucho de mí. ¿Cómo iba a contarles que me había lanzado a recorrer Europa a pie dejando mi trabajo en una consultoría para ganarme el caprichoso corazón de la mujer más bella del mundo? Así que me limitaba a deleitarme con sus historias: las novias que dejaron en Astorga, las veces que habían hecho el Camino y que siempre culminaban con una monumental borrachera, los deseos de Manuel, el más dicharachero de volar en parapente... Hasta que la segunda noche, embriagado del encanto del camino, les hablé de ti, Clarisa, mientras nos despachábamos con la más sabrosa cena que he probado en mi vida. Te diré que no sólo no me tomaron por loco, sino que quedaron cautivados con mi romántica aventura, como bautizaron a mi disparatado viaje, por lo que tres de ellos, los más osados, decidieron seguir el viaje conmigo hasta este minúsculo país en el que ahora me encuentro.

Hemos llegado hasta aquí bordeando la costa francesa, las más de las veces a pie, aunque también hemos tenido la suerte de que algún camionero nos recogiera por el camino, ahorrándonos kilómetros de fatiga con su caritativa acción. La fortuna nos ha acompañado porque sólo nos ha llovido unos días a principios de mes. Estas semanas me han servido para convertirme en un consumado andarín y para fraguar una amistad de esas que sólo la muerte puede romper. Perdona que ya sé que no te gustan las frases grandilocuentes. No te diré que no haya habido malos momentos en estos días. A veces el cansancio, tras toda una jornada de andar por parajes desconocidos, juega malas pasadas. La impaciencia hace que uno se torne en un ser colérico y un pequeño pedazo de pan puede encender la mecha de la ira.

Así, unos días recorriendo grandes distancias, otras a paso de caracol, recortamos la distancia que nos separaba de Mónaco.

Hace dos días que llegamos y ayer tarde partieron mis nuevos amigos de vuelta a Salamanca. Me dejaron de recuerdo una mochila mucho mejor que la mía, una tienda, que recuerda a la cúpula de Santa Sofía que me espera al final del viaje, una brújula y un botiquín. 

Mañana empieza mi verdadera aventura, yo solo rumbo a Estambul. Te seguiré contando.

Te ama,
Raúl

III
Hasta mediados de febrero, Clarisa tuvo noticias de Raúl cada tres días. Unas veces era una simple postal con sólo dos palabras: “Te quiero”. Otras veces recibía largas cartas en las que le hablaba de los lugares por donde iba pasando, la gente que encontraba a su paso, las estratagemas que ideaba para conseguir un puñado de euros para seguir viviendo. Le fue contando cómo había ayudado a descargar camiones, cómo se unió a un grupo de titiriteros italianos con los que atravesó el norte del país de Petrarca, cómo hizo de intérprete en Lubliana para unos turistas españoles que no sabían inglés... Algunas ciudades las cruzaba sin verlas; en otras permanecía varios días emborrachándose de la belleza de Europa: Verona, Venecia, Zagreb... Cada frase le traía frescos aires de otros mundos.

Clarisa se deleitaba con cada una de las palabras de Raúl. Compró un mapa de Europa y lo colgó en la pared de su estudio para ir señalando con chinchetas de colores los lugares por donde iba pasando el joven, mientras contaba los días que le separaban de él. En un corcho que puso junto al mapa iba prendiendo las postales que le enviaba el osado andarín. Leía y releía sus cartas por si se le había escapado una frase, una palabra, un matiz. En ocasiones, creía ver en mitad de una frase un atisbo de tristeza, que tal vez se hubiese colado entre la niebla que bajaba a la tierra para recordarle que estaba solo en tierras extrañas; otras frases desbordaban de alegría, como cuando le contó que se había cruzado con una pareja de liebres que se perseguían en un bosque. Era al caer la noche cuando los pensamientos de Clarisa volaban con mayor frecuencia hacia Raúl. ¿Dónde encontraría descanso?, ¿quién le cuidaría si caía enfermo?

La última carta que recibió tenía fecha de catorce de febrero. Raúl, romántico hasta sus últimas consecuencias, le escribía desde un villorrio croata a siete kilómetros de la frontera con Serbia una carta trufada de versos de amor de Garcilaso de la Vega y engalanada con un retrato de Clarisa esbozado con el bolígrafo. La carta apenas daba cuenta del viaje pero dejaba traslucir la melancolía y la añoranza que le producía recordar a la joven. 

Después de aquélla, Clarisa no volvió a recibir carta ni postal alguna. Preocupada, trató ponerse en contacto por medio de llamadas y whatsapp en el móvil, pero pasaban los días y ninguno de sus intentos se vio recompensado con una respuesta. Al principio, no se atrevió a preguntar a Gema, la hermana de Raúl, para no alarmarla, pero tanto creció su angustia, que fue un día a su casa en busca de noticias.

Aunque Clarisa y Gema nunca habían sido muy amigas, se conocían desde los primeros años del colegio. Clarisa sospechaba que la hermana de Raúl no la miraba con simpatía y la acusaba de jugar con los sentimientos del joven enamorado. Aun así se armó de valor y se acercó a su casa una tarde diez días después de la última carta. Como esperaba, ni Gema ni sus padres le dieron la bienvenida. La cubrieron de reproches acusándola de exponer al ingenuo Raúl a peligros insospechados. Ellos tampoco habían tenido noticias del joven desde hacía semanas. Habían denunciado la desaparición ante el Ministerio de Asuntos Exteriores, se habían puesto en contacto con la embajada de España en Serbia y un primo del joven había partido en su búsqueda dos días antes.

En las semanas siguientes creció la angustia de Clarisa ante la espera de unas noticias que no llegaban. Imaginaba terribles peligros en los que Raúl era atracado por feroces forajidos, se precipitaba por profundos precipicios o, desorientado, se perdía en medio de inmensos bosques que no tenían ni principio ni fin. Y se culpaba de todos los males que pudiesen acosar al joven. Con la ausencia, la figura de Raúl había crecido más y más en el corazón de Clarisa. Ya no era el chico cargante que la abrumaba con sus exigencias amorosas; era el joven valeroso que se había atrevido a cruzar Europa sin apenas nada para encontrarse con ella un trece de mayo en la puerta de la Mezquita Azul.


IV
Edirne, Turquía, 26 de abril

Mi querida Clarisa:
No me separan de ti sino dieciséis días. A la vuelta de la esquina me espera la ciudad fundada por Constantino para hacer de ella una segunda Roma tan gloriosa como la primera.

Hace mucho que no te doy noticias sobre mí y temo haberos preocupado a ti y a mi familia. Al día siguiente de mi última carta sufrí un accidente que me separó de mi camino durante varias semanas. Más no te asustes imaginándome al borde de la muerte, que conozco tu desaforada fantasía.

Hacía pocas horas que había cruzado la frontera serbia y había tomado una carretera secundaria que me llevaba hasta un albergue del que me habían hablado tres vagabundos con los que recorrí media Croacia. 

Aquel día mi ánimo no me había levantado muy alegre. De buena mañana, la soledad se había puesto a caminar a mi lado siendo mi única compañía hasta bien entrada la tarde. Me preguntaba por lo absurdo de mi viaje. Después de todo, ¿por qué iban a cambiar tus sentimientos tras tantos años de intentar atraerte a mi lado? Pensaba en mis padres, que ya van para mayores. En mi despedida no comprendieron que su hijo, siempre tan sensato, quisiera echar por la borda su trabajo en una gestoría por una aventura sin ningún sentido. 

A un lado de la carretera la vista se perdía en un bosque de robles altos y robustos. Una pareja de ciervos atravesó corriendo entre la maleza. Me detuve a contemplar su esbelta belleza: él, fornido, hacía alarde de su poder con su impresionante cornamenta; ella, más fina y grácil, dirigía aterciopeladas miradas a su compañero. Detrás de la pareja, un lince estaba al acecho vigilando los movimientos de los ciervos. Sin perder un detalle de la escena, no sabía si debía moverme para alertar a los dos venados de la presencia del perseguidor. Todos mis sentidos estaban puestos en lo que sucedía en el bosque. Por ello, no lo vi venir.

Imagínatelo, Clarisa, tú que tienes tanta fantasía: un Seat Ibiza pintado con los colores del arco iris de cuyo techo salía un megáfono. Sus ocupantes, según me contaron después, seguían con sus voces la letra de “Knockin' on Heaven's door” que se oía del casette en una versión de Eric Clapton. Aunque ellos digan que no, estoy casi seguro de que un poco de marihuana ayudó a que su concentración en la carretera no fuera la más deseable. El caso fue que tomaron una curva muy cerrada a mayor velocidad de la debida y yo, que no tenía puesta mi atención sino en los ciervos y el lince a punto estuve de llamar a las puertas del cielo. Por fortuna, logré tirarme a un lado de la carretera antes de que me arrollaran, pero caí en una mala postura y al instante sentí como si me arrancasen el brazo izquierdo.

Joan y John, que así se hacían llamar la pareja de hippies cuarentones que habían estado a punto de mandarme a desafinar ante los coros celestiales, pararon en seco el coche y salieron veloces a socorrerme. Al principio, el susto nos impedía entendernos a pesar de que todos hablábamos en inglés. Ella se empeñaba en registrarme, creía yo, para robarme lo poco que llevaba encima y yo no paraba de dar alaridos más de indignación que de dolor. Finalmente, él, más tranquilo, pudo hacerme entender que no querían más que averiguar si tenía alguna herida grave. Cuando me convencí de que no eran peligrosos ladrones, les mostré mi brazo dolorido y ellos se ofrecieron a llevarme al pueblo más cercano en busca de un médico. Con delicadeza, Joan, que ya se había presentado, me cedió el asiento del copiloto y se hizo un hueco entre el montón de trastos que llenaban la parte trasera del vehículo.

Alguna vez te tengo que hablar de Joan y John con calma, pues su pintoresca vida daría para más de un libro. De camino al pueblo más próximo, estos visionarios me entretuvieron contándome que habían dejado su Macedonia natal para recorrer el mundo predicando las bondades de la dieta vegetariana y el amor libre cuarenta años después de que el movimiento hippie escandalizara a nuestros abuelos. No se separaron de mí ni un instante mientras un viejo médico rural vendaba mi hombro dislocado, haciendo caso omiso de las miradas de desconfianza que lanzaba el galeno a las largas y canosas greñas de John. Y, al término de la cura, me invitaron a comer una extraña ensalada en la que nada era lo que parecía.

No sé que extravagante locura me llevó a aceptar su propuesta de acompañarlos en su periplo por los pueblos de Serbia en el que intentaban vender a los campesinos, como te figurarás, sin éxito un libro que era como el evangelio de la dieta vegetariana. Decían que con mi brazo en tan mal estado no estaba en condiciones de vagar yo solo por el mundo. Me convencieron, pues, tras prometerme que me dejarían cerca de Turquía al acabar el viaje. Y debo decir que no me arrepiento de haberme unido a tan estrafalaria pareja. Eso sí, en cuanto llegue a España lo primero que haré será comerme un chuletón de Ávila para resarcirme de las bondades de la dieta vegetariana.

Durante semanas, recorrimos pueblos y aldeas intentando ganar adeptos a la causa. No sé con qué palabras intentaban disuadir a los campesinos de comer carne, el serbio no es mi fuerte, pero sí que me hubiera gustado que hubieses visto la cara con la que estos hombres y mujeres recibían su perorata. Algunos torcían el hocico como si no comprendiesen el discurso que les dirigía aquella extraña pareja, otros nos obsequiaban con su incredulidad y las más de las veces nos recibían con indiferencia. Nos echaron de alguna que otra granja con algo más que malas maneras. ¿Qué cabía esperar de quienes vivían de lo que le daban las vacas, las gallinas, los conejos y demás animales? Pero John y Jean no se desanimaban con facilidad y en cuanto dejaban atrás la granja, ya habían olvidado el desafortunado suceso para planear un nuevo asalto.

Cuando se acercaba la noche, buscaban un lugar donde acampar. Montábamos nuestras tiendas y hacíamos una gran hoguera. Hacía mucho frío y sufrimos el rigor de más de una helada, pero en las semanas que estuve con ellos sólo nos llovió cinco noches, bueno, y seis días, en los que se compadeció de nosotros un viejo campesino que nos dejó pernoctar en varias ocasiones en un granero que parecía salido de una película de los años cincuenta. El resto de las noches, como te decía, acampábamos donde bien podíamos. Nos sentábamos alrededor del fuego y John nos deleitaba con canciones de Dylan y Clapton, que eran los únicos cantantes que debía de conocer pues su repertorio no iba más allá de los temas de estos dos.

Después de un día repleto de entretenimiento, mi ánimo decaía cuando al final de la noche los veía irse a su tienda cogidos de la mano mientras yo me quedaba solo invocando tu recuerdo. 

No sé cuánto tiempo estuve recorriendo Serbia con John y Jean. A veces creo que no fue más que un sueño; otras me parece que pasé años y años junto a ellos. Sólo sé que lo sentí mucho cuando me despedí de esta pareja que compartió conmigo su pan y sus canciones. Como prometieron, un día cruzaron la frontera de Turquía y me trajeron hasta aquí, a Edirne, desde donde una vez más emprendo el viaje que me conduce a ti sin más compañía que mis pensamientos. Pero ya no me quedan sino doscientos cuarenta kilómetros y llegaré a Estambul. ¡Me parece mentira! Espero llegar unos días antes que tú para descansar para desprenderme del polvo del camino.

Espérame, amor mío. Tenemos toda la vida por delante.

Raúl

V
Clarisa descendió por las escalerillas del avión de Turkish Airlines poco antes del mediodía del mismo trece de mayo. El aeropuerto de Ataturk parecía un hormiguero destruido, tantos eran los turistas que procedentes de todo el mundo iban y venían por la Terminal A. La joven se demoró en encontrar un taxi porque tanta gente a su alrededor le produjo un leve desvanecimiento. Una señora de unos setenta años se dio cuenta de su estado y, en un inglés con fuerte acento alemán, se ofreció a ayudarla. Ya en el hotel, se dio una ducha fría para sacudirse de la fatiga del viaje y después salió a dar una vuelta por su ciudad preferida. Era la cuarta vez que la visitaba y la encontraba más bella que nunca.

Su hotel estaba a pocos pasos del Palacio Topkapi por lo que decidió hacerle una visita. Cruzó La Puerta Imperial hasta la iglesia de Santa Irene. No había en su interior más que un pope ortodoxo encendiendo unos cirios. Clarisa se sentó en uno de sus bancos e intentó dejar la mente en blanco. Estaba nerviosa y el corazón se le aceleraba cuando pensaba en el encuentro que iba a tener lugar unas horas después. Permaneció en el templo bizantino casi veinte minutos; luego, regresó al hotel para comer. Se demoró en arreglarse con esmero como si no tuviera una cita con el que había sido su amigo desde hacía años. A punto estuvo de retrasarse por culpa de los zapatos beige de tacón, pues se había dejado en Oviedo uno de la pareja de stilettos, por lo que hubo de llevar las sencillas bailarinas que traía en el avión.

Antes de las cinco de la tarde ya estaba ante la fachada principal de la Mezquita Azul. Faltaba más de una hora para que apareciera Raúl, pero no quería moverse de allí no fuera a presentarse de improviso. En su impaciencia, estuvo paseando por el patio deteniéndose una y otra vez ante la fuente para consultar la hora. Pero aquella tarde los minutos parecían haberse vuelto perezosos y las manecillas del reloj se negaban a andar. Para engañar a las horas, salió del patio y fue a paso lento a Santa Sofía. Los turistas entraban y salían de la antigua basílica ortodoxa sin hacer caso de Clarisa, más y más impaciente. Un viento revoltosos se levantó de repente para jugar con el ruedo de su falda dejando al descubierto sus piernas bronceadas. Temerosa de escandalizar a los turcos que pasaban a su lado, se alejó para regresar a la Mezquita, que le pareció más azul que nunca.

Faltaban diez minutos para las seis cuando lo vio llegar. Una sonrisa entre pícara y vergonzosa asomaba a sus labios. A Clarisa le impresionó su extremada delgadez. Raúl pasaba el metro ochenta y cinco pero parecía haber añadido una cuarta a su altura. Se acercó a ella y le cogió entre las suyas las manos temblorosas. Por unos instantes, ninguno parecía saber qué decir.

—¡Lo has conseguido! —exclamó, por fin, Clarisa atrapada aún por la emoción.

—Pues claro que sí. ¿Qué te creías?

La carcajada de Raúl se llevó consigo la turbación que se había instalado entre los jóvenes.

—Supongo que habrás venido a recoger tu premio.

—Otra cosa no me ha movido a embarcarme en esta aventura, querida Clarisa.

Y con otra carcajada regresó la complicidad que siempre había habido entre ellos.

Pasaron la tarde recorriendo las calles de la antigua Constantinopla: Clarisa, bebiendo las palabras de él, que le iba narrando las distintas etapas de su viaje; Raúl contemplándola sin cesar para cerciorarse de que era real y no un sueño; ambos anticipando, sin querer reconocerlo, la noche que les esperaba.

Cenaron en un restaurante repleto de extranjeros próximo a la plaza Taskim. Mientras daban cuenta de un testi kebab, Clarisa le estaba explicando sus planes antes de regresar a Madrid. Había pedido una semana de vacaciones en la galería de arte en la que trabajaba que pensaba pasar en Estambul con él. Raúl asentía en silencio y encantado a todo que decía la joven. Ella le enseñaría la ciudad conocida por los turistas y la más desconocida; la más romántica, la más cosmopolita; la bizantina y la turca. Sólo cuando le dijo que regresarían juntos a Oviedo, Raúl replicó:

—¡Un momento! Ahora te toca a ti demostrarme que harías cualquier cosa por amor y no sólo perderte la última película de Bradley Cooper.

—De acuerdo. Si has sido capaz de llegar hasta aquí desafiando el frío y la lluvia, yo también haré algo especial. Veamos...

—No, no. Esta vez soy yo el que impondrá las condiciones.

—Venga, sí. A ver qué se te ocurre.

Conociendo al que ya consideraba su novio, Clarisa estaba convencida de que el reto de Raúl sería una nadería, algo sencillo para halagarla. Por eso se sorprendió tanto cuando el joven expuso su plan:

—Saldrás de Estambul el veintiuno de este mes para llegar a Oviedo el quince de noviembre, día de mi cumpleaños. Yo te estaré esperando en la puerta de la Catedral a las seis de la tarde. No podrás llevar más de veinte euros y mi equipo de supervivencia, que te lo cedo.





martes, 6 de octubre de 2015

El cristal con que te miras







I. Alberto
La noticia acaparó todas las portadas de la prensa sensacionalista: "Intento de suicidio de una antigua modelo infantil". Las revistas del corazón se cebaron en ti escudriñando los rincones más recónditos de tu vida en busca de las razones que te llevaron a cometer tan terrible acción. Sin saber de lo que hablaban, especularon con una posible adiccion a la cocaína; contaron con minuciosos detalles un inventado amor frustrado; desvelaron las circunstancias que te condujeron a una supuesta ruina económica y tejieron historias más y más disparatadas. Ningún periodista ni opinador improvisado parecía acertar a dar con tus razones. Pero no se rindieron y, mientras tú cuerpo luchaba para no ser abandonado por tu espíritu, cada uno de ellos afirmaba tener la llave del cofre que escondía tu secreto. ¡Qué ilusos! ¿Qué podían saber ellos de ti? Ni siquiera yo, que soy el único que en los últimos años se ha asomado a las estancias desconocidas de tu alma, presentí tu dolor. Si ni tan siquiera, cuando leí la noticia en el periódico que cada mañana acompañaba mi desayuno, albergué la sospecha de que pudieras ser tú la niña sonriente que me interpelaba desde una fotografía de algunos años atrás.

Te diré que no soy muy dado a leer las noticias de sucesos que cada vez ocupan mayor espacio en la prensa. Cuando leo un periódico y tropiezo con alguna de ellas, suelo sobrevolar por encima y pasar la página. Por ello, no estaba muy al tanto de lo ocurrido la tarde que descubrí que aquella bella niña que unos años atrás vivía en los sueños de muchas otras niñas no era otra que tú, Liza, la mujer que me sacudió de la soledad que me consumía. Aquellos días en los que todo el mundo hablaba del triste destino de la modelo, yo andaba preocupado por no saber nada de ti. Habías dejado de responder mis mensajes después de una tarde en la que estuve esperándote en la cafetería del Centro Cultural durante casi tres horas hasta que tome el camino de vuelta al hotel al darme cuenta de que no acudirías a la cita. ¿Cómo podía saber que habías cambiado nuestro primer encuentro por salir en busca de la vieja Parca?

La tarde que me enteré de quién eras estaba también aguardando un encuentro, aunque esta vez la cita no la tenía con nadie que me hiciese saltar de dicha como tú, sino con un dentista. Como era habitual, la consulta estaba abarrotada de gente que, como yo, esperaba su turno. Cansado de ver tanta cara extraña, me enfrasqué en la lectura de una revista de esas que llaman del corazón y, sin saber muy bien por qué, mi atención quedó atrapada en un reportaje que, a cuenta de hablar de tu mejoría, contaba tu triste historia. Por medio de tretas para mí desconocidas, el periodista había encontrado tu cuenta secreta de Facebook, la que tenías bajo el nombre de Liza, como te conocía yo. Allí estaba el artístico dibujo de una princesa egipcia que tanto me cautivó cuando lo vi por primera vez en la foto de tu perfil. No puedes imaginar lo que sentí en aquel momento. Me negaba a creer que la joven frívola de la que hablaban todos fuera la misma que, con su sensibilidad, se había adueñado de mis pensamientos. Pero allí estaban tus palabras, las que llenaban de alegría mi muro de Facebook cada mañana, distorsionadas por las envenenadas interpretaciones que hacía el periodista.

Desde entonces, no hago otra cosa que leer y escuchar todo lo que se escribe y se dice de ti, buscándote entre líneas: entre las miles de palabras que desmenuzan tu historia. He intentado ir a verte primero al hospital y luego a tu casa, pero siempre hay alguien que me impide llegar a ti. No comprenden que yo no busco a la modelo sino a Liza, a mí Liza. Cada mañana abro el ordenador con la esperanza de encontrar un mensaje tuyo. Miro una y mil veces el correo y el Messenger sin hallar más que tu silencio y te mando un mensaje tras otro para declararte con retraso mi amor, decirte lo que no me había atrevido aún a decirte; pero no responde a mi llamada sino tu silencio. Amada mía, no sé qué te hace apartarte de mí, quién te condujo al abismo, sólo sé que yo nunca te haría daño.

Y mientras espero una palabra tuya, me torturo una y otra vez con preguntas sin respuesta. ¿Qué te empujó al abismo?, ¿por qué no acudiste a mí para que aliviase tus desdichas? Y me reprocho mi ceguera por no haber sabido ver lo que guardabas con tanto celo dentro de tu corazón, yo, que me ufanaba conocerte mejor que nadie.

II. Liza
Todo el mundo dijo que había nacido bajo la luz de una estrella. Cuando miro las fotografías de entonces, me maravillo de haber sido aquel bebé. Toda redondita y sonrosada, parecía más un hada recién nacida que una niña. Mis pupilas color violeta no tenían espacio suficiente en los ojos, tan grandes eran; las mejillas regordetas se teñían de rosa cuando me dejaba llevar por la risa y un hoyuelo en la barbilla delataba el pícaro talante de la niña que fui. Así no es de extrañar que conquistase a cuantos dedicabas una mirada.

No tenía seis meses cuando mi abuela materna se empecinó en llevarme a un casting de un anuncio de pañales para la televisión. Al principio mis padres se mostraron reacios, más por ocultar su vanidad que porque temiesen que el mundo de la publicidad pudiese traerme algún mal. Aun así no fue difícil convencerlos de lo que en el fondo estaban deseando. No podían sospechar que mi elección para el anuncio cambiaría mi destino. Y a mí me bastó mostrar mi único diente mientras me deshacía en carcajadas para ganarme el corazón del director del anuncio.

No guardo en mi memoria más recuerdo de mis primeros años en el mundo de la publicidad que las historias que, desde que fui capaz de entenderlas, me contaba mi madre. Al tiempo que aprendía a dar los primeros pasos, a decir las dos o tres palabras con las que me estrené como niña parlanchina, mi cabeza casi pelona llenaba las pantallas de televisión de todo el país. Anuncié pañales, champús, colonias, comida para bebés, papel higiénico y hasta lavadoras. No sé si es mi primer recuerdo o si se trata de una treta de mi imaginación, pero si cierro los ojos me parece verme corriendo detrás de una pelota de trapo, vacilando para no caerme, mientras una joven me persigue y me dice que regrese con los otros niños.

Recuerdo mi infancia como una sucesión de esperas en salas repletas de niños llorones y madres disputándose el primer puesto para sus hijas. Muchos días mi madre y mi abuela me esperaban a la puerta del colegio para llevarme a toda prisa a un casting o al rodaje de un spot publicitario. Como ni la una ni la otra tenían carnet de conducir, tomábamos un taxi que sorteaba como podía los coches que encontraba a su paso mientras mi madre me daba tirones en el pelo con un peine de púas afiladas. En mi memoria se confunden caras y voces que poblaban mi niñez: “sonríe”, "ponte derecha”, “salta”, “corre”, “llora”... Tenía que reír cuando quería llorar; llorar cuando quería reír. A menudo, me quedaba dormida en los sillones, detrás de los trípodes de las cámaras fotográficas, en el suelo... Y tenía que soportar que me vistieran con ropa de abrigo en el mes de julio y descubrieran mis hombros los días más fríos de enero.

No siempre era fácil compaginar mi vida de modelo infantil con mi mundo de niña. A veces las exigencias de los publicistas interferían en mis deberes de estudiante. Un viaje a otra ciudad, el rodaje de un anuncio a media mañana, un casting en horario escolar me obligaban a saltarme las clases. No era raro que llegara a casa tan tarde que la fatiga del día me impidiera enfrentarme a la dura tarea de hacer los deberes del colegio. Así, me fui quedando rezagada respecto a los otros niños de mi edad.

Pero nada de esto me importaba. Ni el cansancio y el aburrimiento, ni el frío y el calor, ni el hambre y la sed me hicieron nunca sentir desdichada. Al contrario: me creía la niña más feliz del mundo, alguien especial, después de oír una y otra vez alabanzas a mis ojos violetas, mis rizos del color del bronce envejecido, mi sonrisa luminosa, mis andares de ninfa alada, mi saber hacer. Compadecía a las niñas de mi edad con sus vulgares guardarropas, sus conversaciones infantiles y su desconocimiento del mundo. A los siete, ocho, nueve años, me quedaba extasiada contemplando mi rostro reflejado en el espejo, emulando los coquetos ademanes que veía en las modelos mayores que yo que había conocido en mi agencia de publicidad. Mi madre alimentaba mi vanidad comparándome con otros niños modelos que no habían subido tan alto en su ascenso hacia la cima del éxito. Y, más y más engreída, me sentía la reina de la belleza infantil.

De niña me parecía que el momento en que vivía sería eterno; pero el destino toma a veces insospechados senderos que nos llevan a lugares donde no queríamos ir. Para mí, tal cosa ocurrió con la llegada de la pubertad. A los once años, mi cuerpo empezó a cambiar y, con él, cambió también mi fisonomía. Mi figura, siempre esbelta, se volvió redondeada, mi nariz, chata en mi niñez, se afiló y se tornó ganchuda como el pico de un halcón y mis pies crecieron más aprisa que mis piernas, que me hacían parecer de menor estatura que la señalada por la cinta métrica.

Cuando evoco mis doce años, aún siento el horror de la niña que veía cómo se desmoronaba su mundo. Me miraba al espejo y no me reconocía en la adolescente que me estaba convirtiendo. Para mí era como si la mariposa que había sido se metamorfosease en oruga y aquella transformación trastocó todo mi mundo.

Empezaron a menudear las llamadas de la agencia de publicidad para ofrecerme trabajos. Aunque seguía luciendo el cabello del color del bronce y los grandes ojos violetas, ya no encajaba en el prototipo de niña angelical. Ni siquiera servía para representar el papel de fea y graciosa: era simplemente una adolescente poco agraciada cuyo rostro se fue cubriendo de encarnado por culpa de la maldita acné.

Pero, como digo, no estaba preparada para aquel cambio. Y mi madre tampoco. Ella no quería aceptar lo inevitable y, en lugar de buscar un nuevo camino al que dirigir mis pasos, nuestros pasos, se empecinaba en seguir presentándome a los castings como si nada hubiese cambiado. Pero la realidad es implacable y los que mueven los hilos de la publicidad más implacables aún. Al principio, nos engañaban con falsas promesas, tal vez compadecidos de nuestras ilusas esperanzas. Pero, viendo nuestra insistencia, la negativa de mi madre a ver la realidad, sus respuestas fueron haciéndose más y más crueles, llegando incluso a echarnos de algún despacho. Sólo mi padre parecía darse cuenta de lo que estaba pasando. Primero con diplomacia y con firmeza después intentaba sin éxito hacer entrar en razón a su mujer. Cuando, al fin, lo consiguió, yo ya tenía trece años.

Mientras tanto, perdí la confianza en mi misma y un odio a la imagen que se burlaba desde el otro lado del espejo fue corroyendo mis entrañas. Me volví solitaria, temiendo el desprecio de las mismas niñas que en otro tiempo desprecié. Es cierto que nunca había tenido muchas amigas, pero la sensación de fracaso y el miedo al rechazo me fueron aislando más y más. Debo decir que tampoco ninguna de las jóvenes con las que me cruzaba en el colegio me ofreció la menor muestra de simpatía, pero tampoco cabía esperarla después de tantos años en los que no recibieron de mí más que indiferencia. ¡Cuánto daño se le puede hacer a una niña por subirla a un pedestal de arena y oropel! Sólo ahora me doy cuenta de que me robaron la infancia. Y cuando quise regresar al mundo al que pertenecía, no encontré sino la puerta cerrada con siete cerrojos.

Sí, porque aunque no me lo confesase ni a mí misma, mi mayor deseo era entonces ser aceptada por las niñas de mi clase. Las veía pasar ante mí de dos en dos, de tres en tres, riendo por lo que había dicho una de ellas, dirigiendo pícaras miradas a los patosos chicos de la clase, que aún las contemplaban con cierto temor, o compartiendo confidencias y sueños entre clase y clase. A veces me asaltaba la tentación de acercarme a ellas, especialmente cuando veía alguna sola. Pero el rechazo que sentía hacia mi nuevo rostro y mi nuevo cuerpo me hacía creer que los demás sentían hacia mí repugnancia. Así que las rehuía cuando más deseaba acercarme y, por ello, fui alimentando mi fama de engreída y vanidosa.

En casa las cosas no fueron más fáciles. Mi madre se empeñaba en que saliera a divertirme como hacían las jóvenes de mi edad. Pero yo no tenía fuerzas para enfrentarme a, según me parecía, las miradas curiosas o despreciativas de mis vecinos. Nuestras conversaciones acababan siempre en fuertes discusiones que mi padre, con su afán conciliador, no lograba apaciguar. Con el tiempo, conseguí salirme con la mía. Mi madre me dejó tranquila y yo me refugié entre mis libros, mi música y mi ordenador.

Terminé el colegio con un año de retraso. No fue un fracaso total pero tampoco me cubrí de gloria. El último curso hice un esfuerzo mayor que los anteriores porque quería dejar atrás lo antes posible los grises muros en los que encerré mi infancia. En aquel recinto nunca me sentí querida, ni por los profesores, que me tenían por holgazana, ni por las otras alumnas, que nunca me tuvieron por una de ellas, ni por los chicos, en los que no logré despertar ningún interés durante mi triste adolescencia.

Aquel verano mi padre quiso persuadirme de que continuase estudiando. Me propuso que, si me abrumaba ir a la universidad, me matriculase en algún módulo de Formación Profesional. Pero yo no quería ni oír hablar de nada que supusiese asistir a una clase llena de gente que me juzgase fea y me comparase con jóvenes atractivas, como veía entonces a las chicas de mi edad. Mi querido padre, tal vez temiendo que por presionarme me causara algún mal, no insistió y, al finalizar la temporada estival, me sugirió que trabajara como secretaria en el vivero especializado en tulipanes que tenía con mi tío Samuel.

Durante meses y meses, mi vida fue una sucesión de días iguales que transcurrían entre mi trabajo en la oficina del vivero y mis viajes a través de Internet. Mi espíritu se fue adormilando en medio de la monotonía cotidiana. Dejé de sentirme desgraciada y de compadecerme a mi misma, aunque tampoco era feliz: sólo seguía viviendo. Enterré en lo más profundo de un baúl los recuerdos de mis años como niña modelo y me negué a hacer caso de los intentos de mi madre por volver una y otra vez a rememorar "los buenos tiempos".

A los veintiún años descubrí las redes sociales. Me abrí una cuenta en Facebook con un nombre supuesto: Liza, como la protagonista de una novela romántica que leí y releí en las tardes en las que me perseguía la melancolía. Cada mes ponía una fotografía diferente en mi perfil, fotografías que no eran sino dibujos escaneados que esbozaba al carboncillo: una joven bella y esbelta que atrapaba una nube entre sus manos, una chica que recorría la ladera de una montaña en un elegante corcel, una bailarina de largos cabellos ondulados o una princesa egipcia de mirada misteriosa. Inventé para mí una vida fascinante que iba contando en un blog cada semana, una vida llena de chicas maravillosas que se disputaba mi amistad y de jóvenes que suspiraban por mi amor. Pronto empecé a sumar seguidores que, fascinados por mis fabulosas aventuras, esperaban impacientes una nueva entrada en el blog. Sin salir de casa, navegaba por la red investigando sobre lugares lejanos, platos exóticos y exquisitos, paisajes cautivadores, que luego hacía míos y los describía como si los hubiese visitado. Llegué a creerme que era Liza y, para que la realidad no me desengañara, despojé de espejos el apartamento al que me había ido a vivir.

Así dejé de ser la chica fea y vulgar que se despreciaba a sí misma para convertirme en Liza, la joven atractiva y sofisticada que no le tenía miedo al mundo.    

En estos cinco años, he intercambiado correos electrónicos con medio mundo. Con algunas personas bastaban unas cuantas frases cariñosas para regalarles un pedacito de dicha; con otras inicié una sucesión de larga correspondencia. O más bien debería decir que fue Liza la que con su temperamento chispeante y su don de gentes intercambiaba cartas, correos y postales.

Entre mis corresponsales, destacaba Alberto tal vez porque su estilo de vida, sus gustos y, hasta me atrevería a decir, su manera de ser eran totalmente diferente al resto de personas que buscaban una palabra mía que las hiciera soñar. Alberto era un profesor de literatura de un pequeño instituto situado en una pequeña ciudad. A lo largo de dos años me fue desvelando a pinceladas, pues no le gustaba hablar de sí mismo, trocitos de su vida. Había estado casado antes de ser abandonado por su mujer, que se fue con un actor de poca monta que andaba de paso en la cuidad. Desde entonces, había repartido las horas de sus días entre las clases en el instituto, los largos paseos por la alameda que circundaba su casa y sus libros. Un día en el que la soledad se sentó a hacerle compañía, encendió el ordenador y jugueteando con Google, se dio de bruces con mi blog: "Las cosas de Liza". Se sintió atraído por las historias fabulosas que mi imaginación inventaba, tan alejadas de su gris existencia, y dejándose llevar por un repentino impulso, me envió el primero de una larga serie de correos, que se prolongaría hasta hace unos meses.

No sé qué tenía Alberto que sacaba de lo más profundo de mi ser sentimientos que ni siquiera sabía que albergaba. Sus cartas sencillas en las que no pretendía seducirme con prodigios portentosos me impedían mentirle con las fabulosas aventuras que inventaba para mi blog. Yo, que vivía en una burbuja de fantasías, me sentía incapaz de improvisar para él nuevas mentiras. Sin apenas darme cuenta, le fui abriendo mi corazón. Aunque no le conté nada de mi pasado, le hablé de mi miedo a la gente, de mis ilusiones y de mis débiles esperanzas de ser apreciada y amada. Poco a poco fui abandonando mis fantasías y mi blog se fue transformando en un lugar de historias sencillas. La Liza de Alberto se fue pareciendo más a mí y yo me fui pareciendo más y más a la Liza de Alberto. Dejé atrás mis penas y tristezas; por primera vez en mucho tiempo casi supe lo que era la felicidad. Nunca nos habíamos visto pero Alberto se fue convirtiendo para mí en la persona más querida. Por él perdí el miedo a salir de casa, a las miradas furtivas que creía sorprender a mi paso; por él quise despedirme del pasado y mirar de frente al futuro.

Hará siete meses Alberto me asustó con una insólita propuesta. Aprovechando el puente entre dos festividades, tenía previsto un viaje a mi ciudad y quería que nos viéramos. Su deseo era que le enseñase la ciudad: la pequeña iglesia románica dedicada a San Frutos recientemente restaurada, la Casa Consistorial con su reloj triangular y la Plaza de los Suspiros, donde iban los enamorados a declararse amor eterno como habían hecho una pareja medieval que, como Romeo y Julieta, eran vástagos de dos familias enfrentadas. Al leer el correo en el que me detallaba sus planes, no pude evitar ser invadida por el pánico. ¿Cómo iba a permitir que me viese? Pero, a medida que pasaban los días, me fui dejando seducir más y más por aquel plan que me permitiría conocerlo. ¿Quién podía decir que la cita con Alberto no sería la puerta hacia una nueva vida?

Durante días no entré en mi apartamento más que para llenar los armarios con los paquetes que compraba. Zapatos de tacón alto, faldas de alegres colores, vestidos con escotes sugerentes, blusas de seda con manga francesa... Nada escapó a mi ávidos deseos de resarcirme del pasado. Pasé en la peluquería toda la mañana del día que me iba a encontrar con Alberto probándome un peinado tras otro. Por primera vez en muchos años dejé que la joven del otro lado del espejo me contemplase; la sonreí y, después de muchos años, creí hacer por fin las paces con ella.

Nos habíamos citado en un pub irlandés a pocos metros de mi casa. Aunque no había querido enviarle ninguna fotografía reciente, que tampoco tenía, Alberto sí me había hecho llegar una suya para que pudiera reconocerlo entre los escasos clientes que, a las siete de la tarde, saboreaban la primera copa de la tarde-noche. Entré acompañada del alegre sonido de mis tacones. Me detuve unos instantes ante el espejo veneciano que había a la entrada del pub y, mientras retocaba el carmín de mis labios, vi a Alberto reflejado en el cristal. Con una copa en la mano, estaba conversando animadamente con una joven atractiva y vistosa. Creí morir al comparar en el cristal mi vestido blanco y negro, que al salir de casa me pareció atrevido, con el de color mantequilla que hacía resaltar la piel bronceada de la acompañante de Alberto. Mi rostro se veía vulgar al lado de la cara de pómulos salientes que regalaba sonrisas seductoras por doquier. Sus labios perfilados invitaban a apasionados besos y su mirada acariciadora escondía una promesa. Me vi a su lado fea y mal vestida. E incapaz de soportar salir perjudicada a los ojos de Alberto, salí del pub sin darme a conocer.

Llegué a mi apartamento con el corazón deshecho. Todas mis esperanzas se desvanecieron en el aire y volví a ser la adolescente que se encerraba en sí misma para huir del rechazo de los demás. Por la noche, me sentí presa del insomnio mientras me acosaban pensamientos más y más negros. Me habían educado para poner la belleza exterior por encima de cualquier otro valor y creía que si no era físicamente atractiva no podía ser digna de amor. Olvidaba que, durante muchos meses, me había sentido dichosa sin tener que preocuparme de mi aspecto, sólo con las sencillas palabras de Alberto.

La noche avanzaba sin que el sueño acudiera a rescatarme de mí misma. Era una noche que no parecía tener fin. Las horas se alargaban hasta casi detenerse y en cada minuto vivía una eternidad de tristeza. Sin ser consciente de lo que hacía me levanté de la cama para dirigirme al armarito del pasillo donde guardo las medicinas. Después, cogí la caja de Orfidal que se dejó mi madre la última vez que me visitó y con ella en la mano fui a la cocina para servirme un vaso de agua. No recuerdo más sino que desperté en una habitación de un hospital. Cuenta mi hermano Julio que le llamé a su teléfono móvil a las cuatro de la madrugada. Con el sueño trabándome las palabras, le dije que no me encontraba bien. Cuando llegó a mi apartamento, me encontró desvanecida sobre la alfombra de mi habitación.

Hace dos meses que regresé a mi apartamento. Todo seguía igual que la triste noche en la que estuve por última vez, pero a mí me parecía como si nunca hasta aquel momento hubiese visto aquellos muebles que me habían acogido en los últimos años. Mi madre permaneció conmigo tres semanas, tal vez temiendo que cometiese alguna locura. Pero conseguí convencerla de que necesitaba quedarme sola para poner en orden mis pensamientos. Los primeros días apenas salía de casa, temiendo la curiosidad malsana de los periodistas que tantas veces habían llamado a mi puerta. Pasaba las horas reviviendo mi vida desde mis primeros años, como estoy haciendo hoy. Encontrarme con la niña que fui me causaba un inmenso dolor. Pero, día a día, la añoranza por esa niña fue dando paso a una nueva Liza. Una Liza que veía nacer dentro de sí las ganas de vivir. No sin cierta pena, me despedí de esa niña bella y admirada por todos y le di la bienvenida a la joven sin cualidades extraordinarias que era yo. Fue entonces cuando me atreví a salir de casa y pasear por las calles de mi ciudad. Primero de soslayo y de frente después, contemplaba reflejada mi imagen reflejada en los escaparates de las tiendas, confundida con cientos de imágenes de gente desconocida. Entre los viandantes había quien llevaba su vida con alegría; quien caminaba con paso apresurado como si quisiera dejar atrás sabe Dios qué; quien llevaba la belleza prendida a una sonrisa, aunque sus facciones no fuesen armoniosas y nunca hubiesen ganado en un certamen de misses. Pero todos parecían contentos por ser quien eran. Y me dije que tal vez aún tenía una oportunidad de ser feliz.

Ayer entré en el estudio de un fotógrafo por primera vez en muchos años. Le pedí que me hiciera varios retratos; que no hiciera nada por embellecerme; que quería que se me viese tal y como era, sin artificio alguno. Salí del estudio una hora más tarde con un CD que contenía cinco fotos de mi rostro, en las que aparecía sonriente y con expresión esperanzada. Al llegar a casa, encendí el ordenador. Tras tantos meses sin abrirlo, me esperaban una interminable lista de correos electrónicos, casi todos de Alberto. Los leí sin prisas, mientras me tomaba una copa de vino. En cada uno de ellos me preguntaba por mi silencio y me ofrecía su amor y, si no era posible, su amistad. Conmovida, estuve a punto de llamar a mi fantasía y seguir con mis historias de siempre para que su decepción por conocer a la verdadera Liza no lo alejase de mí. Pero me miré al espejo y me armé de valor.

Escribí durante horas sin detenerme a leer las palabras que iban apareciendo en la pantalla del ordenador. No dejé nada en el tintero, aunque a veces el dolor me cortase la respiración. Y a las dos de la madrugada, hice click en el icono “enviar” después de adjuntar en el correo las cinco fotografías. Esta noche el insomnio se ha vuelto a sentar a los pies de mi cama. Como niños revoltosos, jugaban con los hilos de mi corazón el temor a ser rechazada y la impaciencia de la esperanza.

A las ocho de la mañana, me he levantado, incapaz de permanecer por más tiempo en la cama. Después de ir y venir por el apartamento sin hacer nada en particular, me he atrevido a asomarme al correo. Sólo cinco palabras de Alberto han bastado para hacer saltar mi corazón:

“¿Cuándo quieres que nos veamos?”