lunes, 28 de diciembre de 2015

El canto de un mirlo



I. Don Serafín Sotomayor de Montehermoso.

Don Serafín Sotomayor de Montehermoso era muy popular en la Corte de Carlos IV pese a vivir buena parte del año en sus tierras de Baeza. Su espíritu campechano y afable ocultaba las lagunas de ignorancia de una educación negligente y errática. Conocía como nadie los chismes que corrían por Madrid; no se le escapaba ningún lío de faldas y descubría los ceses y nombramientos meses antes incluso de que tuvieran lugar. Gustaba contarlos en petit comité como quien refiere un secreto que no quiere que se haga público, pavoneándose de ser el único capaz de averiguar las nuevas más ocultas. Iba de salón en salón susurrando con su exagerado gracejo andaluz en el oído de todo el que quería escucharlo, propalando los más escandalosos rumores que se pudiera imaginar. Se decía que el mismísimo Godoy lo llamaba siempre que recalaba en Madrid para que lo pusiera al día de lo que se decía de él y que incluso la reina María Luisa disfrutaba con sus chascarrillos. Nadie sabía a ciencia cierta la edad de don Serafín. Se aseguraba en alguno de los mentideros de Madrid que hacía tiempo que había sobrepasado los sesenta años mas su porte esbelto, sus pelucas a la última y sus elegantes casacas de chillones colores podrían haberlo hecho pasar por un pollo de no haber sido por las miles de arrugas que surcaban su rostro. 

Todo el mundo tenía a don Serafín Sotomayor de Monterhemoso por el hombre más feliz de la Tierra. No le faltaba nada. Era envidiado por su riqueza; su esposa era una de las damas más bellas de la Corte mucho más joven que él y se decía que su hija en edad casadera no le iba a la zaga a su madre en gracia y discreción. Por ello, cuando corrió la noticia del compromiso de la joven con el secretario del Marqués de***, del que no se sabía apenas nada, todos creyeron ver en ello una maniobra del rico hacendado andaluz para hacerse un hueco en la nueva Corte que no se demoraría mucho en llegar. ¿Qué otra explicación podía haber en buscar para su heredera un hombre del que lo único conocía la buena sociedad de Madrid era su relación con el afrancesado aristócrata? Pero la verdadera razón de elegir tan poco atractivo marido para su hija estaba muy alejada del cálculo político que se atribuía al astuto caballero.

Constanza, la hija de don Serafín, era la razón de su dicha y la causa de sus desdichas. Según aseguraba el amante padre, en el momento de abrir la niña los ojos al mundo, se oyó a lo lejos el canto de un mirlo. De los nueve hijos que tuvo el matrimonio Sotomayor de Montehermoso, fue la única que sobrevivió más allá de los cinco años. Tal vez por ello la gente esperaba encontrar en en ella una niña mimada y caprichosa. Lo tenía todo para que así fuera, no sólo por ser la heredera de una gran fortuna, sino por ser objeto de grandes desvelos por parte de sus padres, quienes nunca se vieron abandonados por el temor a que algún mal se la arrebatase. Sin embargo, Costanza fue siempre una niña de temperamento dócil, alegre y cariñoso. Desde sus primeros años de vida, su mayor anhelo fue hacerse digna del amor de sus padres. Pese a haber ocurrido cuando aún era casi un bebé, todavía recordaba con horror el fallecimiento de sus dos hermanas más pequeñas y el ambiente de tristeza y dolor que se había aposentado en la casa después de tan aciagos acontecimientos. Así que desde que pudo comprenderlo su mente infantil, dedicó todos los instantes de su vida en llevar un poco de dicha a sus padres.

Don Serafín se negaba a tomar su taza de chocolate por las mañanas antes de recibir los primeros besos de Constanza; y doña Matilde, esposa del hacendado andaluz y madre de la niña, no respiraba con sosiego hasta que no oía la risa de cascabel de su hija. La veían jugar por el jardín con Tristrás, un perro de aguas que le regaló siendo un cachorrillo su padrino en su cuarto cumpleaños. Se perseguían entre los arbustos del jardín de la casa de Baeza después de terminar sus lecciones con Mademoseille Chamon. Cualquier nimiedad hacía despertar el alborozo de la niña: las fucsias bungavillas, el nido de unos polluelos de gorrión, su madre cantándole junto a la cama... Y cuando la institutriz francesa la llamaba para ir a dormir, no se hacía rogar. Acudía con presteza con una dulce sonrisa en los labios para no disgustar a la adusta dama.

Pero poco antes de que Constanza cumpliera catorce años, sobrevino la desgracia.

Primero fueron los fortísimos dolores de cabeza, el cansancio, los vómitos, la fiebre. Pero el médico de la familia no le dio más importancia que a un simple enfriamiento. Luego pequeñas manchas rojas en la boca y en la garganta que se transformaron en dolorosas llagas más tarde. Pero hasta que no se cubrió su rostro de pústulas el buen doctor se negó a dictaminar que fuese la viruela. Don Serafín no supo nunca decir cómo entró el mal en la habitación de Constanza arrebatándole su belleza y mancillando su cutis de nácar. Sospechaba que la culpable de abrirle la puerta de entrada había sido una lavandera que acudía a la casa desde el pueblo cada semana a recoger la ropa blanca y de la que luego se supo acababa de perder dos hijos por la cruel enfermedad. Casi veinte días hubo de esperar Constanza entre inmensos estremecimientos de calentura para que se formasen los abultamientos de la piel. Don Serafín llevó de Madrid una mujer que ya había pasado por la horrible enfermedad para que cuidase de la niña sin peligro de un nuevo contagio. A duras penas pudo contener a doña Matilde, que quería a toda costa permanecer junto al lecho de su pequeña. Y a pesar del temor a perder a la última hija que les quedaba, Constanza ganó la guerra a la viruela. Mas, cuando salió de su habitación, a sus padres les costó reconocerla. 

Tuvieron que quitar los espejos de la casa para evitar que se asustase de su rostro desfigurado. Constanza, que antes de contraer la enfermedad llenaba la casa con su risa cantarina, se tornó triste y huidiza. Negábase a salir de su habitación cuando alguna visita acudía a la casa y no volvió a viajar a Madrid cuando sus padres acudían a la Corte. Sólo en los momentos en que estaba con ellos se guardaba sus pesares y simulaba una alegría que estaba muy lejos de sentir para no acrecentarles el dolor.

En su décimosexto cumpleaños, don Serafín le habló por primera vez de matrimonio. Le dijo que andaba en tratos con una familia de bien a fin de concertar un enlace digno de la única heredera del señor Sotomayor de Monterhemoso. Constanza, que ya se había acostumbrado a su vida retirada, acogió con espanto la noticia. Ella, que escapaba con horror de su imagen en el espejo, se negaba a creer que hubiera un joven dispuesto a contraer matrimonio con una mujer cuyo rostro había desfigurado la viruela. Y no debía de ir muy desencaminada pues, durante los dos años siguientes, vio desfilar delante de ella un joven tras otro sin que ninguno se decidiera a quedarse. Llegaban como pretendientes acompañados de sus familias a la hora de la merienda y pasaban la tarde engullendo un pastel tras otro mientras departían sobre los últimos acontecimientos políticos del momento. Mas se marchaban horas después como extraños sin haber dirigido a Constanza sino una furtiva mirada de soslayo al rincón donde ella permanecía medio en penumbra, con el rostro oculto bajo un velo. Pasado un tiempo de una de estas visitas sin que ninguno de los candidatos hubiese vuelto a dar señales de vida, alguien contaba, como si no quisiera darle importancia al asunto, el compromiso de alguno de ellos con una damisela casadera de la corte.

Don Serafín Sotomayor de Montehermoso se negaba a admitir el rechazo de su hija. Aquella afrenta a su familia no tenía para él justificación alguna. Seguía acudiendo a la Corte para ver y dejarse ver por los que pululaban alrededor de Carlos IV, repartiendo sus sonrisas y contando los mismos chismes que tan popular le hicieron por los mentideros de Madrid. Pero su corazón lloraba de tristeza al ver a su Constanza despreciada. 

Con el paso del tiempo fue rebajando las exigencias del futuro marido de su hija. Ya no lo buscaba entre los herederos de familias de lustroso nombre y gran fortuna ni siquiera exigía que fuese joven. Y, cuando el manantial de esperanza habíase casi agotado, Don Serafín sorprendió un día a su esposa y a su hija con el anuncio de la petición de mano de Constanza por parte de Jerónimo Rico, secretario particular del Marqués de***.

II. Jerónimo Rico.
Jerónimo Rico hacía tiempo que se sentía solo. A sus treinta y dos años, no tenía ni esposa ni hijos que le diesen la bienvenida cuando llegaba de la casa del Marqués de*** cada mediodía a la hora de su almuerzo tardío. Sus padres habían fallecido poco antes de que entrase en la edad adulta quedándose solo con un abuelo anciano, que partió al cielo apenas unos meses después. Como no tenía ninguna otra obligación familiar ni social, al finalizar sus estudios de Leyes y Filosofía en Alcalá de Henares, donde estudió merced a una beca del Colegio Mayor San Ildefonso, marchó a Londres, primero, a París, después, y no regresó a tierras españolas hasta que, sintiéndose invadido por la nostalgia, puso rumbo a Madrid. En su magro equipaje no trajo más que unos cuantos libros de los ilustrados galos, su infinita admiración por el Gran Napoleón, que acababa de vencer a los emperadores Alejandro y Francisco en Austerlitz, y una carta de recomendación del notario Monseiur Cleriné para el Marqués de***, reputado afrancesado y amigo íntimo de Jovellanos.

Sus obligaciones en casa del Marqués no eran muchas: despachar la correspondencia y poco más. Pero el viejo aristócrata gustaba de la grata conversación de su secretario y solía encontrar alguna excusa para retenerlo hasta entrada la tarde. Muchas noches, para engañar el aburrimiento, Jeronimo acudía a la tertulia que tenía lugar en la trastienda de la librería de Teófilo Cruz, de quien se decía que comerciaba con obras incluidas en el Índice de los Libros Prohibidos.   

Fue en esta tertulia donde conoció a don Serafín Sotomayor de Monterhemoso. Es cierto que ya lo había visto alguna vez en casa del Marqués pero, hasta que no coincidió con él en la librería de don Teófilo, no había cruzado con el rico hacendado sino unas cuantas palabras de cortés saludo. Enseguida se ganó su aprecio con su silenciosa disposición a escuchar y no contrariarle cuando se dejaba llevar de su fantasía contando chismes e historias. Acostumbraban a salir juntos al término de la tertulia e iban caminando desde la librería, en Cuchileros 6, hasta la Cava Baja, donde a don Serafín le esperaba su cochero en un flamante simón. Era éste el momento más propicio para las confidencias. Don Serafín olvidaba entonces sus frívolas pláticas y le hablaba del triste destino de su hija hasta conseguir conmover a Jerónimo, que, sin pensarlo, le pidió una noche la mano de Constanza.

Jerónimo viajó de Madrid a Baeza para conocer a su futura esposa en un carruaje que puso a su disposición el señor de Sotomayor de Monterhemoso. A punto estuvo de darse la vuelta y regresar a la Madrid cuando vio la fachada de estilo neoclásico de Villa Nazareth, la suntuosa casa de don Serafín. Una balaustrada de mármol de Carrara ascendía hasta una galería circundada con una columnata dórica. En el friso del frontón, Jerónimo reconoció escenas de la Odisea tan espléndidas que, por contemplarlas, casi le pasa inadvertida la familia Sotomayor de Montehermoso, que le esperaban al pie de la escalinata.

En cuanto la vio, se le llenó la garganta de emoción oprimiéndole el pecho. Constanza era muy menuda. Su talla no sobrepasaba la de una niña de doce años. Vestida con un sencillo vestido verde manzana, ocultaba su rostro tras un velo blanco de un tejido tan tupido que impedía distinguir sus facciones. Como si pretendiese empequeñecerse aún más, se había situado unos pasos más atrás que sus padres. Y aquel gesto de tímida modestia le pareció a Jerónimo el de un gorrioncillo asustado y, conmovido, se llenó de dicha y ternura porque en ese momento supo que había acertado en su decisión de tomarla por esposa.

Durante la merienda, don Serafín acaparó la conversación. Se mostraba exultante, ebrio, Jerónimo no sabía si del vino que regaba los exquisitos manjares o de la alegría por haber encontrado un caballero dispuesto a convertirse en esposo de su hija. En un rincón del salón Constanza intentaba pasar desapercibida mientras bordaba en un pañuelito de seda sus iniciales. El joven no le quitaba la vista de encima buscando el momento propicio para quedarse a solas con ella, desatendiendo, a veces de forma ostentosa, la jugosa charla de su futuro suegro. Don Serafín pareció darse cuenta de los deseos de Jerónimo, porque le hizo una seña a doña Matilde para que saliera con él del salón dejándolos con la sola compañía de Mademoseille Chamon para guardar las formas exigidas por el decoro.

Jerónimo se acercó a Constanza y tras tomarla de las manos temblorosas, le levantó el velo que cubría su rostro. Luego, muy suavemente, posó sus labios en la frente y el beso hizo deslizarse una lágrima por la mejilla de la tímida joven.

III. La corte de José I.
El veinte de julio de mil ochocientos ocho, día en que José Bonaparte hizo su entrada en Madrid, contrajeron matrimonio Jerónimo y Constanza en la capilla del Santo Ángel de la Guarda de Villa Nazareth. La joven había pasado la noche en vela como si temiese que, si se quedaba dormida, todo se desvanecería como en un sueño al despertar. Desde que le diera su primer beso la tarde que lo conoció, no había visto a su prometido más que en dos ocasiones pero no había abandonado sus pensamientos ni un instante. Su sola presencia aceleraba los latidos de su corazón. Un día nublado le parecía el más luminoso si él estaba cerca; un día de espléndido sol le parecía el más oscuro y tenebroso si él estaba lejos. Avanzó hacia el altar del brazo de su padre con la sensación de ir a desmayarse en cualquier momento. Pero, al finalizar su recorrido, desaparecieron sus temores cuando la recibió la tierna y acogedora sonrisa de Jerónimo.

Hicieron el viaje a la Villa y Corte en casi dos meses. Jerónimo había rehusado servirse del lujoso carruaje de estilo francés que le ofreció don Serafín y, pese a su incomodidad, había dispuesto hacer el trayecto en un carro que no llamase la atención de los guerrilleros. La guerra contra el invasor andaba en su mayor apogeo y no hubiera sido raro que hubiesen caído en alguna emboscada. Así que Jerónimo sólo acepto por el bien de la seguridad de su esposa los salvoconductos que consiguió su suegro sabe Dios por medio de qué sobornos. Y, no obstante, evitaron las carreteras principales dando un largo rodeo que los condujo hasta las proximidades de Sevilla. Después se unieron a una caravana de arrieros que amenizaban el camino con sus alegres cánticos y de los que se despidieron antes de cruzar Despeñaperros. 

Llegaron a Madrid el siete de octubre cubiertos por el polvo del camino y desfallecidos del agotamiento. Y, aun así, Jerónimo hizo revivir sus fuerzas cuando le mostró a su esposa las habitaciones de su modesta morada. Había gastado buena parte de sus magros ahorros en decorar la casa siguiendo el gusto francés que tan exquisitamente femenino le parecía. Dispuso para ella una salita en tonos amarillos de estilo rococó. Constanza quedóse sin palabras cuando vio los dos “fateuil á la reina” tapizados en delicada seda con las mismas escenas de las fábulas de La Fontaine que decoraban las paredes, la “chaise longue” de color fucsia o el pequeño escritorio chiffonniére en madera de caoba con incrustaciones de marfil. Por un momento, Costanza se sintió abrumada por tanto lujo, acostumbrada al austero dormitorio de su infancia. Alzó la mirada hacia su marido como si buscase protección y él la besó en los labios para darle valor en su nueva vida.

Jerónimo acogió con alborozo al nuevo rey, de quién esperaba que modernizase España según el modelo de Napoleón. Al poco tiempo de su llegada a Madrid, el flamante marido de Constanza entró a formar parte de la Corte de José I. Gracias a la intervención del Marqués de***, obtuvo un puesto de mediana importancia en la administración josefina por medio del cual conoció a lo más encumbrado de la sociedad afrancesada madrileña. Recibía invitaciones de los mejores salones para acudir a sus veladas de té, a sus bailes y a sus tertulias, donde, a imitación de las parisinas, las damas españolas animaban a sus invitados a departir sobre las últimas novedades en arte, literatura y política. Mas él, sabiendo que a Constanza le causaban gran inquietud las reuniones sociales, declinaba casi siempre tales invitaciones y prefería pasar la tarde al lado de su esposa deleitándola con las historias acerca de los acontecimientos del día. Aun así asistió a alguna de estas veladas, solo, la mayoría de las veces; ocasionalmente, acompañado de Constanza, que, con el rostro oculto bajo un velo blanco, adquirió fama de mujer misteriosa.

No había velada ni fiesta ni baile en la Corte de José I a los que no acudiera Arabela de los Infantes. Casada con un hombre que le doblaba la edad, no perdía ni una oportunidad de diversión aunque ello supusiera dejar a su esposo solo en casa. Era la comidilla de la sociedad josefina por su talante desenvuelto rozando lo descarado. Se colgaba del brazo de los invitados a los salones sin importarle si estaban solteros o casados, si viudos o prometidos. Los caballeros decían de ella que su coquetería no era sino ingenua frivolidad; las damas murmuraban de ella dudando de su libertina honestidad. Había quien decía que había compartido el lecho con un duque, un conde y un mayordomo de Palacio; otros que su vida era virtuosa. Mas de ninguna de tales habladurías se sabía nada cierto.

Arabela de los Infantes se fijó en Jerónimo un día en el que oyó en un corrillo cómo le compadecían por haber unido su destino a Constanza. Con cruel conmiseración, describían las miradas llenas de ternura que derrochaba cuando su esposa estaba cerca; cómo velaba para que, en las raras ocasiones en que acudía con ella a alguna reunión social, no estuviera sola ni un solo instante; cómo, al salir de su despacho, no permitía que nadie lo demorase para no hacer esperar a su esposa; cómo era el único marido de quien se podía decir que, además de fiel, no entraba nunca en el frívolo juego de la coquetería tan del gusto de aquella sociedad afrancesada.   

La conversación en la que Arabela oyó tales comentarios no pasaba de ser una de tantas charlas ligeras en las que se sacaba a relucir detalles de la vida de los demás sin otro afán que pasar un rato divertido. Mas, para ella fue como si la retasen al mayor desafío. ¿Que para Jerónimo Rico no había otra mujer que su esposa? Eso habría que verlo. Que se atreviera alguien a decir que un rostro estragado por la viruela tenía algún poder frente al de la mujer más bella de la Corte josefina.

En las fiestas y veladas a las que acudía, Arabela procuraba sentarse cerca del esposo de Constanza a fin de observarlo. Miraba de soslayo por encima de su abanico de seda y encaje mientras ocultaba una aviesa sonrisa. Pero nunca se dirigía directamente a él ni siquiera cuando los sentaban juntos a la mesa. Pensó que mayor resultado le daría si, en lugar de abordar al marido, se ganaba el afecto de Constanza. Así que era la primera en darle la bienvenida cuando la veía hacer su entrada en algún salón; la invitaba a tomar el té en sus salones, según la moda inglesa, o la visitaba cuando sabía que Jerónimo estaba a punto de llegar a casa. Siempre tenía en los labios una palabra cariñosa para la recién casada, una alabanza a su gusto en el vestir. No se presentaba ante ella sin un pequeño obsequio: una caja de marfil, una peineta de plata, una miniatura encargada expresamente para ella... Escondía el hastío que le producían las sencillas conversaciones de Constanza fingiendo un interés que estaba muy lejos de sentir y, en más de una conversación, convirtió en sonrisa un bostezo naciente. Así fue la primera en enterarse que la joven estaba encinta y la primera en prodigarle consejos de buena crianza pese a no haberse ocupado nunca de sus propios hijos.

Constanza, que en un principio acogió con desconfianza tantas atenciones por parte de quien tenía fama de frívola insensible, fue sucumbiendo a lo que le pareció una prueba de bondad. La agasajaba a la pródiga manera que había visto siempre en sus padres, derrochando en ricos manjares y buenos vinos que don Serafín, a pesar de la guerra, conseguía hacerle llegar desde Baeza. Cada vez eran más y más frecuentes las invitaciones a cenar o a almorzar, que la señora de los Infantes aceptaba sin detenerse a pensar. Se convirtió en parte de la casa y hasta los sirvientes la consideraban de la familia.

Jerónimo la acogía con alborozo, agradeciendo así las bondades que tenía con su esposa. Muchas tardes la frívola dama permanecía con ellos en la salita amarilla con una labor entre las manos como si lo más divertido fuera para ella preparar el ajuar del bebé que había de llegar en lugar de lucir sus elegantes vestidos por los salones de Madrid. De vez en cuando, Arabela dejaba escapar un suspiro y miraba de soslayo al amante marido de Constanza retirando presto los ojos si, por un un instante, tropezaban con los de él. A veces, como si fuese fruto de la traviesa Fortuna, rozaba el brazo de Jerónimo con sus dedos largos y elegantes. Mas el esposo de Constanza no parecía percatarse de tales caricias atento siempre a los deseos no expresados de su esposa.

En los salones de la Corte no se hablaba de otra cosa que de la extraña amistad de la elegante dama con el matrimonio Rico, buscando una razón oculta para el repentino cambio de Arabella de los Infantes. Ella no respondía a las mil y una preguntas que le dirigían sino con una enigmática sonrisa, pasando a continuación a alabar a Constanza en un tono que bien se podía tomar como admiración, mas, también, como burlona ironía.

Con el paso de las semanas, arreció el asedio a Jerónimo. Intentaba engatusarlo con palabras zalameras mientras su mirada dejaba entrever una invitación. En el besamanos, oprimía los dedos del esposo de Constanza aprisionado entre los suyos unos segundos más de lo que permitía el decoro. Pero no lograba de Jerónimo sino una mirada más y más fría. Y, aun así, Arabela de los Infantes no se daba por vencida en su empeño. Ya ni tan siquiera se molestaba en fingir afecto por Constanza, que recibía con gran desconcierto las desabridas contestaciones a sus palabras de su hasta entonces única amiga. 

Y, cuanto mayores eran las insinuaciones de Arabela, mayor era la tensión de Jerónimo, que luchaba entre el deseo de sucumbir a la tentadora pasión de la más bella dama de la Corte y su amor leal por Constanza. Y, con el paso del tiempo, era más y más la aversión que le iba tomando a la amiga de su esposa.

A medida que avanzaba el embarazo de Constanza, su salud se iba debilitando más y más. Sufría frecuentes desmayos; momentos de repentinos fríos seguidos de fuertes sofocos. Una tarde en el que había ido a visitarla Arabela, hubo de retirarse a su dormitorio aquejada con un fortísimo dolor de cabeza. Jerónimo, preocupado al ver el sufrimiento que mostraba su rostro, la acompañó hasta el lecho sosteniéndola en sus brazos para evitar un desvanecimiento. Cuando regresó a la salita amarilla, no pudo disimular la preocupación que le causaba la debilidad que mostraba Constanza. Se dejó caer en un sillón y, olvidándose de su invitada por unos instantes, escondió el rostro entre las manos. Arabela se acercó silenciosamente y, alzándole la cabeza, le sorprendió con un apasionado beso que fue más allá de los labios. Jerónimo respondió con el mismo ardor, mas, al darse cuenta de ello, la alejó de sí con un fuerte empujón y se limpió la boca con el pañuelo sin disimular la repugnancia que le había producido el gesto de su invitada. Después respiró con alivio cuando vio a Arabela, entre sorprendida y ofendida, salir de la casa con la amenaza de no volver más.

IV. Pedro María Sánchez Espinosa, Juez de Policía de Sevilla.
Ante la puerta del edificio en el que tenía su despacho Pedro María Sánchez Espinosa, el Juez de Policía de Sevilla, se detuvo un carruaje tirado por dos caballos cuyo estado de decrepitud no lograba esconder el lujo de otros tiempos. De él se bajó un anciano con la peluca medio ladeada y sin empolvar, una casaca celeste de terciopelo que conoció tiempos mejores y zapatos de hebilla. A los que le habían conocido en la Corte, les hubiera costado reconocer en él a don Serafín Sotomayor de Montehermoso, célebre en la Corte de Carlos IV, que, tras la abdicación de su señor en Bayona, se había retirado definitivamente a sus tierras de Baeza.

Aquella fría mañana de marzo de mil ochocientos trece un triste asunto le llevaba a la ciudad hispalense. A principios de agosto le había escrito su hija para comunicarle que partían al día siguiente hacia Baeza pues, desde la salida de José I de España, todos los que habían colaborado con el hermano de Napoleón eran ajusticiados por traidores. Desde entonces, don Serafín no había vuelto a tener noticias de Constanza y su familia hasta dos meses antes en el que una carta de la institutriz de la pequeña Matilde le daba cuenta del arresto de Jerónimo y su esposa a pocas leguas de Sevilla cuando hacían noche en la Posada del Zapato, célebre por, se decía, hospedar a gente que tenía tratos con los franceses. 

En cuanto recibió las nuevas del arresto, don Serafín partió para Sevilla. Encontró a sus tres nietos, una niña de cuatro años, un niño de dos y el bebé de apenas unos meses, en una posada de mala muerte en los arrabales de la ciudad. Por medio de su ayuda de cámara, los envió junto a la doncella de Constanza a Baeza al calor del amor de doña Matilde, en tanto él buscaba la manera de liberar a su hija y a su yerno de la prisión. Todas las influencias de otros tiempos no le valieron de nada para obtener una audiencia con el Juez de Policía hasta aquel día. Él, que se había dirigido al Rey y la Reina con la misma campechanería con la que hablaba a su esposa, llevaba en ese momento metido en el alma el reverencial temor que inspira quien tiene la vida de los seres más queridos en sus manos.

Hubo de esperar en una sala atestada de gente horas y horas antes de que Pedro María Sánchez Espinosa se dignara a recibirlo. Se vio rodeado de personas de toda condición, algunas de muy baja estopa, que llenaban la estancia con sus voces estridentes y de olores muy distintos a los perfumes franceses de la Corte. Allí no había perrillos falderos sino gallinas y algún que otro cochinillo cuyos gritos se confundían con los de unas mujerucas que exigían ser atendidas. Aunque don Serafín había llegado antes de las ocho de la mañana, no lo llamaron hasta pasadas las tres de la tarde. Lo recibió un hombre de aspecto severo y adusto que no levantó la cabeza del documento que estaba leyendo hasta unos segundos después de que hiciera su entrada en el despacho. Y, a pesar de la descortesía, el atribulado padre vio con alivio que el Juez de Policía tenía las trazas de un caballero.

Tras hacerlo sentar, don Serafín expuso el motivo de su visita. Con la voz entrecortada, describió ante el juez el delicado estado de salud de su hija, su mermada fortaleza tras varios embarazos de peligro que un viaje tan arriesgado había debilitado aún más. Pero, aunque la emoción del hacendado andaluz íbase acrecentando a medida que hablaba, el rostro de don Pedro María Sánchez Espinosa manteníase impasible ante tan dramático relato. Las palabras de Don Serafín se acallaron de repente cuando se le secó la boca. Don Pedro se levantó de su asiento y sacó de una escribanía unos documentos. Los examinó con detenimiento, como si no hubiera nadie más que él en la estancia y, después, con el frío lenguaje del Derecho, que a don Serafín le pareció tan alejado del humano, le enumeró los hechos con la misma frialdad que si estuviera en el estrado.

A finales de octubre, la Junta Suprema le había remitido una carta anónima escrita con elegante caligrafía de mujer en la que se le informaba del viaje clandestino a Baeza de don Jerónimo Rico, funcionario de José I, y de su esposa, Constanza Sotomayor y Beltrán. El matrimonio viajaba en dos simones acompañado de una joven, doncella de la señora, una señora francesa unos treinta años que decía ser institutriz y tres niños de corta edad. Aunque el destino de la familia era la ciudad de Baeza, habían de dar un rodeo por Sevilla para evitar a los soldados que estaban al acecho de los que habían colaborado con el rey francés. En la carta se daba cuenta de los puntos donde tenían previsto hacer parada, por lo que no fue difícil para el Juez de Policía enviar una partida de soldados a la Posada del Zapato, donde hacían noche, para hacerlos prender. Desde entonces aguardaban, junto a la institutriz francesa y posible espía, en una mazmorra ser ajusticiados.

Don Serafín apeló a la misericordia de don Pedro María Sánchez Espinosa. Repetía una y otra vez frases incoherentes en su afán de hacerle ver que Constanza no soportaría mucho tiempo en las malas condiciones de una mazmorra; que su salud necesitaba cuidados; que no merecía castigo alguno pues ella no se cuidaba más que de su esposo y de sus hijos; que jamás participó ni pensó participar en asuntos políticos... Pero el Juez de Policía no parecía escucharlo. Revolvía entre sus papeles como si buscase en ellos la prueba definitiva de la justicia del arresto. Hasta que levantó la mirada, le tendió una copia de la fatídica carta y, con un gesto de la mano, le ordenó que saliera presto del despacho. 

Ya en el coche, desplegó sobre sus rodillas el pliego que le había entregado el Juez de Policía. Las letras bailaban en el papel confundiendo las palabras. Respiró hondo, secóse el sudor de la frente y, cuando consiguió acallar los latidos de su corazón, leyó despacio la misiva. Y, al llegar al lugar donde debería estar la firma, no encontró más que unas iniciales: A.I. 

Durante más de un año, visitó a cada uno de los conocidos que pudieran tener alguna relación con el Juez de Policía. Los mismos que en otro tiempo le perseguían por tratarse de un miembro destacado de la Corte de Carlos IV; los mismos que intentaron atraerlo al partido de Fernando; los mismos que se sintieron los más honrados cuando acudió como invitado a alguna de sus fiestas: esos mismos lo rehuían entonces con fútiles excusas o, simplemente, fingían no conocerlo. Gastó una fortuna en sobornar con sumas suculentas a funcionarios de toda condición de los que, luego de entregarles la dávida, dejaba de tener noticia. Trabó amistad con uno de los carceleros para que le hiciese llegar a Constanza alimentos y ropa de abrigo, mas nunca supo si le habían hecho entrega de su envío o había quedado en manos del guardián. Ninguno de sus esfuerzos, en fin, le sirvió para llegar a su hija querida: la razón de su dicha, la causa de sus desdichas.   

A mediados de septiembre, le llamó de nuevo a su presencia don Pedro María Sánchez Espinosa. Como ocurriera en marzo, acudió a la cita antes de las ocho de la mañana con la vana esperanza de ser pronto recibido; mas como entonces hubo de aguardar durante horas. En la misma sala en la que aguardó la llamada del Juez de Policía en primavera, parecían haberse congregado las mismas personas: oíanse los mismos gritos, el cacareo de las mismas gallinas, los ladridos de los mismos perros y el aíre estaba lleno de los mismos olores a sudor y suciedad. Don Serafín hizo una seña a un ujier que conocía de sus muchas visitas, que tal vez compadecido de él, tal vez esperando algún presente, lo hizo pasar a otra sala para que pudiese aguardar a solas. Pasado el mediodía, el mismo ujier fue a buscarlo y lo acompañó hasta el despacho del Juez de Policía. Tantas horas de espera, tantos días de esperanza para no estar más que diez minutos en aquella estancia. Lo despachó don Pedro María Sánchez Espinosa con apenas cuatro o cinco palabras. Después, ni una frase de consuelo, ni una mirada de compasión, nada sino el mismo gesto desabrido que la otra vez conminándole para que se fuera.

Don Serafín dejó aquellas dependencias caminando sin más voluntad que la que anima a un autómata. Ante él desapareció el presente. Volvió a ver a Constanza niña correteando seguida de Tritrás, su perrillo de aguas; recogiendo florecillas en el jardín; bebiendo agua fresca de la fuente. Volvió a sentir sus caricias mañaneras, a ver su sonrisa cuando descansaba en el regazo de su madre. Y, en el momento en el que le pareció que iba a romperse de dolor su corazón, oyó a lo lejos el canto de un mirlo. 
  









lunes, 14 de diciembre de 2015

Retazos de un sueño





I
Como todas las mañanas desde hacía tres años, Fran se despertó bruscamente. Con el corazón desbocado, intentó apresar los últimos minutos de un sueño que, una vez más, se le escapaba enredado entre los rayos del sol que se filtraban por la claraboya. Desde hacía tres años, cada noche lo visitaba el mismo sueño. Se veía caminando por un bosque en el que crecían florecillas silvestres de múltiples colores. Rojas, blancas, amarillas, añiles… A lo lejos, una gran extensión de agua: un lago que parecía un río, un río que parecía un lago. Sentada a la orilla, una joven engarzaba un puñado de flores en una guirnalda mientras un gato blanco se enroscaba a sus pies. La joven no tendría más allá de veinte años. El óvalo de su rostro de seda estaba enmarcado por una mata de cabellos color avellana que caía en cascada por la espalda. Sus ojos verdes se paseaban por la vereda como si estuviera esperando a alguien. A medida que Fran se acercaba, su corazón iba despertando de contento. Cuando al fin se encontraban, ella lo tomaba de las manos y, en el momento en que se las llevaba a los labios, Fran despertaba súbitamente con la sensación de haber perdido su bien más preciado.

Fran no sabía quién era la joven: no la conocía ni recordaba haberla visto nunca. Sólo podía decir que se colaba cada noche en sus sueños y, al despertar, lo dejaba invadido por una inmensa tristeza; una punzada de dolor de la que luego le costaba desprenderse. No le había contado a nadie su anhelo por aquella quimera para que no le tomasen por loco, pero lo cierto era que vivía entre el deseo de encontrarla y la frustración de saberla inalcanzable.

Como cada día, apartó las sábanas y, de un salto, se levantó con la esperanza de ahuyentar la tristeza. Paseó la mirada a su alrededor. Era tal el caos que reinaba en la habitación, que parecía encontrarse en medio de los restos de una batalla campal. Buscó entre el desorden unos pantalones vaqueros y una camisa limpia más o menos planchada y, sin volver la vista atrás, salió de la buhardilla hacia la calle en busca de un lugar sin mucho bullicio donde le dieran un desayuno. Cruzó el pasillo con andares sigilosos para que no lo delatasen ante la gruñona casera, quien ni siquiera un domingo como aquel dejaría de perseguirlo con su retahíla de quejas sobre su gris existencia. Únicamente el miedo a la soledad impedía al joven dejar la pensión y buscar una casa para él solo.

A pesar de no ser aún las diez de la mañana, las calles ya estaban abarrotadas de gente que iba sin rumbo fijo calentando sus ilusiones bajo el tímido sol de noviembre. Ante “El jardín de las amapolas” padres y madres, niños y niñas se arremolinaban a la espera de que abriera sus puertas para asistir a la sesión dominical del Teatro La Nueva Polichinela, famoso en la ciudad por sus títeres, que cada semana representaba una función diferente. Fran dobló la esquina para esquivar a los pequeños que, impacientes, revoloteaban y gritaban como si creyeran que, así, apresurarían la apertura de la verja.

Entró por una callejuela de casas viejas y oscuras, tan estrecha que desde los balcones de uno y otro lado podían tomarse de las manos los enamorados. Sus pasos resonaban en el suelo empedrado. El cristal del escaparate de una peluquería reflejaba como un espejo cóncavo la imagen deformada de los viandantes. A pesar de haber transcurrido semanas desde las últimas lluvias, había que ir sorteando de tanto en tanto los charcos. Pocas personas se aventuraban a pasear por aquellas lugares; ni siquiera los rayos solares se colaban en aquellas callejas. Así que la humedad se hacía dueña de sus aceras desde principios del otoño hasta bien entrada la primavera. Frente a una taberna, un ciego dejaba escapar de su bandoneón una melodía que recordaba vagamente el Verano Porteño de Astor Piazzola. Fran se detuvo a escucharlo. Hacía mucho rato que había olvidado ya su propósito de regalarse con un desayuno. Nadie más que él parecía darse cuenta de la belleza de la música. Tal vez la costumbre de oírlo cada día había vuelto sordos a los viandantes. El ciego pareció percatarse de su presencia, porque, como si le avergonzase haber sido sorprendido en su ejecución, guardó el bandoneón en su estuche y se fue caminando hasta la puerta de otra taberna. Fran no se atrevió a seguirlo temiendo asustarlo. Cruzó la calle y permaneció unos instantes dubitativo, como si no acertara a decidirse el camino a tomar.

Escondida entre una floristería y una tienda de aparejos de pesca, había una pequeña galería de arte. A Fran le pareció muy extraño, casi incongruente, encontrarla en aquella callejuela olvidada del mundo. Se sintió tentado por la curiosidad y abrió la puerta que daba acceso a la galería. Después de la gris penumbra de la calle, la intensa luz de la recepción lo deslumbró. Una joven con rasgos orientales salió a su encuentro con la sonrisa de quien hace tiempo que espera la llegada de un cliente.

—Mi nombre es Sheila —dijo tendiéndole la mano —. Soy la dueña de la galería. ¿Qué puedo hacer por ti?

Le dijo que quería ver alguna de sus exposiciones y ella se ofreció a hacer de cicerone, como una nueva Beatriz mostrándole a Dante el Paraíso. La galería constaba de dos salas. En una de ellas se exponían objetos de artesanía traídos desde Uganda: alfombras confeccionadas con la corteza del árbol mutuba, figurillas de madera policromada que representaban a mujeres danzando, bolsas tejidas con lanas de alegres colores… Fran apenas prestaba atención: pese a su belleza, aquellos objetos no le decían nada. Pero el entusiasmo de la joven le impedía abandonar el local y continuar su paseo matutino. Con un dedo índice fino, largo, terminado en una uña nacarada, Sheila iba apuntando vasijas, estatuillas, sombreros, mientras le iba explicando la procedencia de cada pieza. Sólo el disfrute de la compañía de la joven oriental le animó a adentrarse en la otra sala.


Ophelia. Waterhouse


Una cristalera de pared a pared adyacente a la puerta de la sala dejaba pasar los rayos del sol desde un jardín que se encontraba en la parte trasera del edificio. De los muros de la sala, colgaba una decena de cuadros que recordaban las pinturas de Waterhouse, el artista prerrafaelita que recreó a La dama de Shalott. En todas las pinturas aparecía un lago de nenúfares cercado por un bosque frondoso donde, de tanto en tanto, se veían florecillas silvestres. Asomaba entre los árboles una joven de largos cabellos de color avellana vestida con una larga túnica de tela translúcida y los pies descalzos. En algunos lienzos apenas se distinguía su rostro, velado por la niebla, pero en otros sus facciones aparecían nítidas con los ojos verdes perdidos en la lejanía.



Miranda. La Tempestad. Waterhouse


Se detuvo frente a uno de los lienzos en el que la muchacha estaba sentada en la orilla del lago concentrando su atención en la guirnalda que sus bellas manos creaba engarzando flores silvestres mientras un gato blanco se enroscaba a sus pies. Lo miró con asombrada atención; no podía dar crédito a lo que estaba viendo. La joven de los cuadros no era sino la que cada noche se le aparecía en sus sueños. Allí estaba el lago, el bosque, la pradera con las florecillas silvestres de múltiples colores y el gato blanco enroscado a sus pies. Sólo él faltaba para que la escena estuviese completa: él saliendo al encuentro de la muchacha.  Sin saber muy bien qué pensar, miró a Sheila buscando una explicación a aquel despropósito. Después, sobreponiéndose a duras penas a la sorpresa, balbució una excusa y salió de la galería tan aprisa que se diría que hubiese visto un espectro.

Al día siguiente regresó después del trabajo. Esta vez se dirigió a la sala donde se exponían las pinturas sin detenerse siquiera a saludar a la galerista, que estaba hablando con una señora de edad avanzada. Permaneció casi una hora contemplando las pinturas. Cada cuadro parecía un retazo de su sueño. Analizaba los rasgos de la joven retratada, el más insignificante detalle de la escena, buscando una razón a lo que no tenía explicación alguna. Durante varios días, apenas comió ni durmió, tal era el estado de excitación en el que se encontraba; más y más persuadido de que una y otra joven eran la misma mujer. Finalmente, se armó de valor y le preguntó a la galerista por el pintor. Sheila se mordió el labio inferior antes de responder como si sopesase sus palabras.



Mi dulce rosa. Waterhouse



—Me gustaría poder contestarte, pero no es mucho lo que sé de él; por no saber ni siquiera puedo decirte su nombre. Hace tres meses vino a verme un abogado de una pequeña población de nombre desconocido para mí. Dijo venir en representación de un cliente que no quería que se supiese de él más que sus iniciales: J.B.C. Pretendía que le expusiera sus pinturas y me pusiera en contacto con su despacho si lograba vender alguna de ellas. Pese a mi insistencia, no he conseguido aún que me diga quién es el pintor. Me figuro que es un hombre, pero tampoco puedo asegurarlo. Ignoro si es joven o viejo, si vive en el campo o en la ciudad. Lo único que sé de él es lo que me cuentan sus pinturas.

Fran se inventó una historia sobre la modelo dando a entender que la conocía desde hacía tiempo y necesitaba encontrarla. Sheila pareció dudar, como si no acabara de creerlo. Él insistía en su deseo de dar con ella improvisando una y mil anécdotas sobre la joven de las pinturas en un desesperado intento por convencerla de que lo ayudase a localizarla. Tras mucho insistir, le arrancó la promesa de llamar al abogado para que le transmitiese su deseo de ver al pintor.

Las semanas siguientes, Fran consumió el tiempo que le dejaba su trabajo en una gestoría fiscal entre búsquedas infructuosas por Internet y visitas a la Galería de Arte. Navegaba por la red con la esperanza siempre frustrada de dar con algún rastro del pintor y su modelo. Esperaba que los títulos de las obras le pusiesen en el camino correcto: “El Lago de los prodigios”, “El cementerio de los enamorados”, “La morada de los libros”... Pero nada sacaba de aquellas búsquedas. Se sacudía de la decepción yendo hasta la Galería de Arte donde Sheila lo recibía con una amplia sonrisa. Sin cruzar más palabras que un breve saludo, entraba en la sala y pasaba la tarde entre los cuadros deteniéndose en uno u otro mientras dejaba escapar de cuando en cuando un suspiro que surgía de lo más profundo del alma. Yendo de la duda a la certeza, de la certeza a la duda. Y al término de su visita, la joven galerista lo estaba esperando con una taza de té de jazmín y dulce de jengibre.

Mientras Sheila parloteaba sin apenas hacer una pausa, Fran esperaba la menor oportunidad para interpelarla impaciente por saber si tenía noticias del pintor y su modelo. La joven no parecía oírlo cuando deslizaba sus preguntas, contándole mil y una historias del barrio. Sólo al final de la tarde le despedía con la misma respuesta:

—El abogado dice que no me puede contar nada.

Y Fran tomaba el camino de regreso a casa cabizbajo con las esperanzas agonizantes.

A medida que pasaban las semanas, Fran le iba contando más y más acerca de sus sueños. Si al principio no se atrevió a hablar de ellos consciente de lo absurdo que era andar buscando a una mujer que no existía más que en el etéreo mundo de la noche, con el paso del tiempo se convirtió en una necesidad el desahogo de su corazón. Enseguida se dio cuenta de que Sheila, lejos de considerar su historia un despropósito, lo escuchaba extasiada, sin osar siquiera respirar. Le aturdía con mil y una conjeturas sobre el misterio de la joven del cuadro que, en lugar de tranquilizarlo, le causaba más y más desasosiego: ¿Sería una mujer de un pasado olvidado?, ¿de una vida anterior?...

Los viernes Fran la ayudaba a cerrar la galería y, después, se iban juntos a cenar a un local que, de tan pequeño, costaba llamarlo restaurante. De camino, iban saludando a la gente del barrio que les salía al paso. Gregorio, el ciego, tocaba para ellos con su bandoneón melodías de viejas canciones de amor francesas antes de entrar en la taberna a beber el último vaso de aguardiente. Durante la cena, Fran escuchaba el alegre parloteo de Sheila, con el que, emocionada, intentaba desentrañar el misterio del joven.

Y cada tarde, la misma pregunta:

—¿Has sabido algo del pintor y la modelo?

Y cada tarde, la misma respuesta:

—El abogado dice que no me puede contar nada.

Mientras tanto, la joven de las pinturas seguía visitándolo por las noches. Sus sueños se tornaron más y más angustiosos. La muchacha ya no lo esperaba apaciblemente junto a un lago que parecía un río, un río que parecía un lago, mientras engarzaba flores silvestres de múltiples colores para formar guirnaldas y un gato blanco se enroscaba a sus pies. La encontraba vigilante en lo alto de un acantilado y, al acercarse él, veía con horror cómo se precipitaba al vacío. Lo despertaba su grito desesperado. Paseaba su mirada a su alrededor confundido, como si no supiese dónde se encontraba, como si no supiese quién era, hasta que el desorden de su habitación tomaba forma y él regresaba a la realidad. Aquellos despertares le dejaban el corazón rebosante de un inmenso dolor que únicamente lograba disipar cuando llegaba al trabajo y encendía el ordenador para enfrentarse a las facturas de la gestoría.

Los meses siguientes, Fran pareció sumergirse en la rutina olvidando su descabellado anhelo. Aunque a la salida del trabajo seguía acudiendo a la Galería de Arte, reprimía su deseo de pasearse entre los cuadros de J.B.C. Su ánimo oscilaba entre el apremiante deseo por conocer quién era la joven del cuadro, el porqué de su persecución nocturna, y el temor a terminar enajenado por una esperanza vana y absurda.

Un día Sheila, contra su costumbre, fue a buscarlo a la buhardilla. Esperó en la sala de estar mientras la casera intentaba encandilarla iniciando una conversación tras otra. Fran, extrañado de su visita, bajó apresuradamente las escaleras.

—El pintor quiere verte —fue lo único que le dijo y se marchó sin darle tiempo a decir nada ni a despedirse siquiera, tras guiñarle un ojo y entregarle unas hojas con la respuesta del director del banco a su correo electrónico.

Al día siguiente, pasó temprano por la gestoría y permaneció en ella el tiempo suficiente para hablar con su jefe y pedirle unos días de permiso. Después alquiló un Seat León y, siguiendo las indicaciones del correo electrónico, tomó la carretera que le había de llevar a la ciudad en la que se encontraba el despacho de abogados.

Fran llegó al bufete poco antes de la una de la tarde y salió del mismo dos horas después. Su piel, de ordinario oscura, lucía pálida con pronunciadas ojeras bajo los ojos. Parecía desorientado. Pasó por delante del coche tres veces antes de reconocer el que había alquilado para hacer el viaje. Ya en la carretera, se confundió dos veces de sentido retrasándolo en su camino hacia la casa del pintor. Su mente iba rumiando las palabras del abogado buscándoles un significado que no lograba desentrañar. Se esforzaba por hallar vestigios en su recuerdo de un episodio que, aún le costaba creer, había vivido siendo un niño. ¿Cómo era posible que se hubiese borrado de su memoria un acontecimiento así? Ni siquiera tenía un adjetivo para describirlo. ¿Terrible?, ¿desdichado?, ¿trágico?, ¿desgraciado?, ¿funesto? Intentó verse con doce años en lo alto del acantilado, intentó ver a la joven vestida de blanco, pero sólo venían a su mente las imágenes de su sueño.

Cuando no quedaban más que unos kilómetros para llegar a su destino, sus recuerdos parecieron empezar a desperezarse. Un árbol al borde de la carretera, la antigua caseta de un peón caminero, una granja medio derruida... A medida que avanzaba, se iba despertando el ayer: al principio sólo eran fogonazos que iluminaban trozos del pasado y se apagaban antes de darle tiempo a reconocerlos, pero al cruzar un riachuelo le pareció que se alzaba un pesado telón quedando al descubierto parte de lo que tenía olvidado. Aparcó el coche en un lado la carretera y continuó su camino a pie. Antes de divisar la casa, la vio con los ojos del niño que fue. Se aceleraron los latidos de su corazón y hubo de detenerse para evitar que le rompieran el pecho. Tragó saliva y siguió adelante. Y, al doblar una curva, la vio. Toda de piedra, estaba cubierta de una parra virgen que abrigaba sus paredes. Frente a ella, una pradera de césped cuidadosamente cortado, liso y reluciente. Nada había en aquel mar esmeralda sino un viejo pozo, que como si fuese un barco, descansaba varado en un rincón del jardín. En el centro, un naranjo alegraba la vista con sus flores de azahar, el único adorno de aquel edén. Y, a lo lejos, una gran extensión de agua: un lago que parecía un río, un río que parecía un lago.

No tuvo que llamar. En el momento en que iba a tocar el timbre, se abrió la puerta. En el umbral, los rasgos sobradamente conocidos, por años olvidados, del viejo pintor. El anciano le tendió las manos y, antes de fundirse en un abrazo, todo el pasado regresó como si nunca se hubiese ido.

II
Aquel verano, los padres de Fran alquilaron una casa en un pueblo cerca de la costa. Un compañero de trabajo de su madre les recomendó el lugar y los puso en contacto con el propietario, el hijo de un antiguo lugareño que había heredado varias propiedades en la comarca.

El pueblo no ofrecía muchas oportunidades de diversión para un niño de doce años como Fran más que los baños en un lago situado en una llanura o en la playa, unos kilómetros más allá. Para llegar al lago, había que tomar un camino de grava que atravesaba un bosque en medio del cual se encontraba una pequeña casa de piedra cubierta de parra virgen. En aquella casa vivía un pintor con su hija: una joven de la que se decía que estaba loca. En el pueblo se contaban en voz baja cientos de historias sobre ella. Corría el rumor de que su madre había muerto agotada de vigilarla noche y día para evitar que se arrojase al acantilado que había junto al mar. Pocas personas la habían visto y las que lo hicieron quedaron encandilados con su belleza, aunque también contaban el pavor que les causaba su mirada extraviada en algún punto desconocido y lejano.

Aquellas historias fascinaban a un niño de viva imaginación como Fran. Las oía a las mujeres que se congregaban en la plaza después de hacer la compra en el mercado. Es cierto que cuando él pasaba cerca, ellas guardaban súbitamente silencio, como si lo siniestro del caso no pudiera ser oído por un niño, pero aquel secretismo no servía sino para avivar más y más su curiosidad.

Alguna vez logró escaparse a la hora de la siesta mientras sus padres reposaban la comida. Remoloneaba alrededor de la casa del bosque y se asomaba al jardín intentando meter la cabeza entre los barrotes de la verja con la esperanza de dar con la joven loca. En más de una ocasión le pareció sorprenderla vigilando entre los visillos de la ventana que daba al porche: una muchacha vestida de celeste con una larga cabellera de color avellana. O tal vez era su imaginación la que le hacía creer que estaba allí después de haber estado oyendo las historias que sobre ella corrían en el pueblo.

La primera vez que la vio lo cogió desprevenido. Volvía con sus padres después de pasar la mañana en el lago. Iba entretenido con las leyendas que le contaba su madre acerca de aquella zona del país, así que estuvo a punto de pasar por delante de la casa del bosque sin darse cuenta de su presencia. Fue una bandada de gorriones que de repente emprendieron el vuelo la que llamó su atención. Giró la cabeza hacia el jardín de la casa y allí estaba ella sentada bajo el naranjo. Fran se fue quedando más y más rezagado. Cuando sus padres se adelantaron unos metros, él volvió sobre sus pasos y ocultándose tras un arbusto, se asomó al jardín para espiar a la joven.

La muchacha estaba sentada en un banco de piedra rodeada de florecillas silvestres que iba engarzando en una guirnalda. Parecía más alta y esbelta de lo que Fran había imaginado. Sus cabellos color avellana se escapaban de una coleta a medio deshacer cayendo sobre sus ojos una y otra vez. A sus pies, un gato blanco dormitaba acurrucado en un ovillo y frente a ella, un hombre de cabellos plateados plasmaba la escena en un lienzo. Fran la contemplaba desde su escondite olvidado del tiempo hasta que la voz de su madre llamándolo lo devolvió a la realidad.

Aquella visión aumentó su fascinación por la joven. ¿Estaría loca de verdad o su locura era producto de la imaginación de la gente? A él no le parecía que padeciera enajenación alguna. ¡Se la veía tan serena! Era la mujer más bella que había visto nunca.

Supo por un pastor de cabras que solía pasear por los alrededores al atardecer. Se las arregló para adentrarse en el bosque cada día a la caída del sol a espaldas de sus padres, que le habían prohibido atravesarlo si no iba acompañado por ellos. Esperaba la llegada de la joven oculto detrás de la cerca de una antigua granja abandonada y luego la seguía a distancia para no asustarla. La joven siempre hacía el mismo recorrido, caminando los tres kilómetros que los separaba de la playa. Allí se sentaba en la orilla del mar contemplando cómo las olas iban a romper hechas espumas jugueteando con sus pies desnudos. Luego, cuando el sol se escondía en el horizonte, se levantaba como quien despierta de un sueño y emprendía el camino de regreso seguida a pocos pasos de Fran.


Windflowers. Waterhouse


Una tarde la vio subir hasta el acantilado. Un mal presentimiento hizo que se aproximase a ella más que en otras ocasiones. La joven caminaba aprisa hacia el borde. Fran recordando entonces las historias que corrían sobre la muchacha que hablaban de cómo su madre no cesaba en su vigilancia por miedo a que atentase contra su vida, temió que cometiese tal locura, allí, en lo alto del acantilado. Los latidos de su corazón le golpeaban el pecho con más y más fuerza. Se había levantado un terrible viento que acrecentó el temor del niño. Quiso gritar pero ningún sonido salió de su garganta. Dejó su escondite y corrió hacia la joven mas no pudo hacer nada. Un instante antes de llegar a su lado, la muchacha se precipitó al vacío.

Por unos momentos que le parecieron una eternidad, Fran no supo qué hacer, paralizado por lo que acababa de suceder. Miraba desde lo alto del acantilado hacia las rocas buscando sin encontrarlo el rastro de la joven. El terror entrecortaba su respiración. Volvió la vista a su alrededor esperando hallar un camino para bajar a los pies del acantilado pero el miedo a caerse le hizo desistir. Finalmente, decidió ir a pedir ayuda. Emprendió una carrera tan frenética hacia la casa del bosque que le pareció no haber tardado más que unos minutos en llegar. Llamó con los puños a la puerta entre furioso y asustado mientras gritaba palabras incoherentes. Le abrió la puerta el hombre del cabello plateado que, con sólo verlo, pareció adivinar lo sucedido. Salieron corriendo hacia el acantilado. Por el camino, Fran no hacía más que repetir una y otra vez:

—No pude evitarlo, no pude evitarlo.

Llegaron en el momento en que el sol se escondía en el mar. En la cima del acantilado no quedaba otro rastro de la joven que sus sandalias doradas sobre la pradera. El pintor, como antes había hecho Fran, buscó un camino para bajar a las rocas y, al no encontrarlo, se llevó las manos a la boca a modo de altavoz y llamó a su hija en un grito que semejaba un rugido. Pero no obtuvo más respuesta que la que le devolvió el eco. La desesperación del hombre iba en aumento conforme pasaba el tiempo. Zarandeó a Fran para que le dijera dónde había caído la joven, más el niño estaba tan asustado que sólo sabía repetir:

—No pude evitarlo, no pude evitarlo.

Ya era noche cerrada cuando el pintor decidió regresar a su casa para dar aviso a la Guardia Civil. Sólo entonces Fran cayó en la cuenta de que sus padres podían estar preocupados por su ausencia. Pidió permiso al hombre para telefonearlos y, tras darles unas explicaciones apenas inteligibles, los convenció para que le dejasen permanecer con el pintor hasta que apareciera la joven. Media hora más tarde, la casa estaba llena de gente que no hacía caso de él. Se había dado la voz de alarma y todo el pueblo se había echado a la calle para ir a rescatar a la muchacha. Los padres de Fran también se unieron al grupo de búsqueda, pero él no los vio. Con el corazón saltando en su pecho, sólo prestaba atención a la pareja de guardias civiles que intentaban dirigir la partida.



Ophelia. Millais


Pasaban las dos de la madrugada cuando un hombre la encontró. Mecida por las olas que iban a romper en la orilla, estaba recostada entre las rocas. La expresión de su rostro era tan apacible que se hubiese creído que sólo dormía. Mas Fran, que no la vio sino unos segundos, sabía que de ese sueño no había de despertar más. Intentó acercarse a ella, pero una mano, la de su madre, se aferró a su brazo y lo retuvo alejado de la joven hasta que se la llevaron a la casa del bosque. Sus padres no quisieron esperar mucho más y lo arrastraron al coche de regreso al pueblo.

Desde primeras horas de la mañana, Fran anduvo por la casa como un sonámbulo. Sus padres no le dejaban solo y le animaban a que los ayudase a preparar el equipaje para la inminente vuelta a la ciudad. No le nombraron ni una sola vez lo sucedido. Tal vez con la ilusa esperanza de que lo dejase cuanto antes atrás; pero a Fran no le abandonaba el recuerdo de la joven.

Cuando llegó la tarde, Fran no soportaba más su desasosiego. Insistía una y otra vez en su deseo de ir a ver al pintor por última vez. Lloró con tanto desconsuelo que  sus padres acabaron permitiéndoselo por miedo de que se ahogase en la congoja.

Encontró la puerta del porche entreabierta. Llamó con los nudillos pero nadie le contestó. En el vestíbulo lo recibieron los cuadros que cubrían las paredes: “El lago de los prodigios”, “El cementerio de los enamorados”, “La morada de los libros”... En todos ellos aparecía la joven, protagonista de una leyenda medieval. Frente a la puerta de la entrada había otra abierta. Traspasó el umbral de la habitación y en medio de la misma la vio durmiendo su último sueño en una cama que parecía pensada para una niña. Fran acercó una silla al lecho y se sentó a su lado como si quisiera velar para que nadie perturbase su descanso. No supo cuánto tiempo estuvo solo con ella. De pronto, una mano se posó en su hombro y, al volverse, sus ojos se encontraron con los del pintor.

Al día siguiente, partió con su familia. Cuando llegaron a la ciudad, Fran contrajo unas extrañas fiebres. Durante semanas, se perdió en un mundo de delirios sin reconocer a los que rondaban a su alrededor. Cuando despertó de su extraño sueño, se había borrado de su memoria el recuerdo de la joven, que permaneció en el olvido hasta que veinte años después lo empezó a visitar cada noche.




lunes, 30 de noviembre de 2015

Rozando el cielo




Treinta kilómetros antes de la entrada a la ciudad por la Puerta del Ángel, ya se divisaba El Edificio Menfis, una esbelta pirámide de acero y cristal de doscientos setenta metros de altura. En el vértice, una aguja de quince metros parecía querer rozar el cielo con su afilada punta. La mitad de sus sesenta plantas las ocupaba un hotel de cinco estrellas, un tercio eran oficinas y el resto, apartamentos de lujo, salvo el último piso, el único capricho que me permití al diseñar el edificio y donde dispuse un jardín mantenido con un sofisticado sistema invernadero en el que convivían plantas y aves tropicales de los más exuberantes colores. Pasear entre las hileras de allamandas de color vainilla, anturios fucsia y begonias pintadas de bermellón mientras se contemplaba una pareja de guacamayos, tan lejos del suelo, tan cerca del cielo, era como encontrarse en medio de un sueño.

El Edificio Menfis fue mi primer rascacielos. Su esbozo lo tracé en una noche en la que tuve que empuñar el lapicero para calmar mi cabeza, ebria de ideas, después de leer la convocatoria de un concurso del ayuntamiento de la ciudad. Cierro los ojos y me veo a mí mismo con tan solo treinta años sin más experiencia como arquitecto que la reforma de unas cuantas casas de amigos de mis padres, pero con el convencimiento de ser un Lloyd Wright por descubrir. Aquella noche no dormí ni tan siquiera una hora de la excitación mientras iban surgiendo sobre el papel crujías, paredes, dinteles, cornisas y pilares. En mi imaginación se dibujaban las historias que sobre el antiguo Egipto nos contaba mi padre y que yo iba transformando en un rascacielos. Y cuando asomaron los primeros rayos del sol en el horizonte, ya había terminado el primer esbozo del edificio. Las semanas siguientes pasaron sin enterarme ocupado en perfeccionar mi obra. Eliminando una columna aquí, proyectando un arco allá, me maravillaba viendo cómo se iba haciendo realidad lo concebido en mi imaginación.

Me costó dar por finalizado el edificio. Cada vez que me acercaba al tablero de dibujo, veía un elemento que cambiar, pero el tiempo apremiaba y un día antes de finalizar el plazo de presentación de los proyectos, tuve que registrar el mío en las oficinas de la Concejalía de Urbanismo. Me gustaría poder decir que, tras la entrega, seguí mi vida olvidado del fallo del concurso que no acababa de llegar, pero faltaría a la verdad si lo hiciera. Durante cuarenta y tres días, que los conté uno a uno, estuve más atento al timbre de la puerta a la espera de una carta certificada que a María, mi novia. Andaba con la mente distraída: unas veces con la seguridad de ser el elegido para cambiar la silueta de la ciudad; otras con el ánimo decaído agrandando los defectos de mi proyecto que asaltaban mi memoria.

Para engañar al tiempo, iba paseando por la alameda hasta la tienda de antigüedades en la que trabajaba María y aguardaba su salida a las cinco de la tarde para invitarla a merendar un té con dulce de almendras en una confitería que se había puesto de moda entre los jóvenes de la ciudad. Hasta más allá de anochecida, la abrumaba mostrándole el futuro que teníamos ante nosotros después de que seleccionasen mi proyecto, en tanto ella me escuchaba entre ilusionada e incrédula sin atreverse apenas a interrumpirme. Viajes, una casa diseñada para ella junto al Valle de los Nogales, los hijos más inteligentes y hermosos... Nada iba a ser imposible para el arquitecto más afamado de la ciudad y, quién sabía, si del país.

Quedé en segundo lugar en una contienda en la que disputaron conmigo otros quince arquitectos. Aquella posición me pareció a mí, aprendiz todavía de la escuadra y el cartabón, la más dulce de las victorias. Era la constatación de que lo había hecho bien, suficiente para mí, que no era sino un desconocido. He de decir que cuando supe los nombres de mis contrincantes, me recorrió un escalofrío de orgullo y de cierto temor también al pensar que había rebasado a tan prestigiosos arquitectos.

Nada hacía sospechar que se fuese a levantar mi edificio, pero la renuncia del vencedor permitió que a los ocho meses del fallo se pusiera la primera piedra de mi esbelta pirámide.

El Edificio Menfis se levantó en apenas veintitrés meses. En ese tiempo pasé en miles de ocasiones de la euforia al abatimiento y del abatimiento a la euforia con sólo leer una crítica, oír una alabanza. Veía maravillado cómo se iban levantando las paredes inclinadas hasta besarse en el vértice de la pirámide. Mientras el edificio tomaba forma, nacía mi fama de arquitecto de ideas innovadoras. Empezaron a lloverme ofertas más y más suculentas, más y más tentadoras. No daba a basto en mi ir y venir de mi estudio a las obras que ponían en pie mis proyectos. La prensa especializada hablaba de un estilo propio que enlazaba los clásicos arquitectos de mediados del siglo XX con la vanguardia que aún no acababa de nacer.

El día que se inauguró el Edificio Menfis lo mejor de la ciudad se dio cita en una fiesta de la que muchos años después todavía se hablaba. Las mujeres se dejaban ver por el vestíbulo Art Decó de mi torre con sus mejores galas. Los destellos de lámparas de cristal competían con el resplandor de las perlas y brillantes que lucían sus escotes. Llegué cuando la fiesta ya estaba en su máximo apogeo llevando del brazo a María que, ya mi esposa, esperaba a nuestro primer hijo. Pasé la velada escapando del asedio de los periodistas que disputaban entre sí por obtener de mí unas palabras sobre los temas más inverosímiles. Los invitados a la fiesta se acercaban a estrechar mi mano y a felicitarme. Personas que no había visto nunca, me solicitaban para hacerse fotos conmigo y me palmeaban en la espalda como si fuéramos amigos íntimos de toda la vida. Mientras, María me guiñaba un ojo, orgullosa y divertida por verme en tan insólita situación como si fuera un actor de cine y no un arquitecto aún principiante.

Aquella fue la primera de miles de noches en las que la ciudad me entronizó en la cumbre de la fama. Al principio escuchaba con asombro e incredulidad los halagos a mi obra. Me parecía estar viviendo en mitad de un sueño del que despertaría en cualquier momento. Era como si todo lo que se decía se refiriese a otra persona. Me costaba reconocerme en el arquitecto brillante del que todos decían había revolucionado el arte de construir edificios. Pero, con el paso del tiempo, llegué a creerme el genio que describía la prensa más aduladora.

María celebraba mis éxitos con alborozo. Cada edificio que acariciaba las nubes merecía un bizcocho especial que mi esposa preparaba en la cocina con la, decía, ayuda de los niños. Cuando llegaba a casa a media tarde encontraba a mi familia metida en faena. Alrededor de la mesa de madera fregada, correteaban los más pequeños cubiertos de harina y azúcar, mi hijo Juan batía los huevos y María preparaba el horno mientras animaba a nuestros hijos a seguirla en sus canciones. Después, alrededor de las tazas de chocolate, sentaba sobre mis rodillas a Alicia, que aún no había dejado atrás sus modales de bebé, y les contaba cómo iban ascendiendo hasta el cielo las paredes del último edificio, que llevaba el nombre de alguno de ellos: Juan, Ricardo, Begoña, Cristina y Alicia eran los nombres de mis hijos y de los rascacielos que me encumbraron a la fama por todo el país aquellos primeros años de mi carrera.

Durante más de diez años fui el hombre más feliz del mundo. Lo tenía todo. Éxito en el trabajo, la mejor de las familias, una esposa que me amaba y una casa en el Valle de los Nogales que diseñé pensando en ella. Aunque me cueste decirlo, debo reconocer que, de tanto oír alabanzas a mi talento, me llegué a creer una eminencia llamada a cambiar el concepto de la arquitectura contemporánea. Tenía mi propio estudio en el que trabajaban para mí tres arquitectos y otros tantos delineantes que no parecían tener otra función en la vida que reverenciar mi persona. Jamás se atrevían a cuestionar mis ideas ni a exponer otras que no fuesen pálidos reflejos de las que plasmaba en el papel. Y yo mismo, creyéndome infalible, cortaba cualquier intento de mis colaboradores por salirse de las normas por mí impuestas.

María, en su afán por evitar que perdiese el sentido de la realidad, era la única que se atrevía a contradecirme y a poner en cuestión mis diseños. Ella, que carecía de conocimientos técnicos, tenía un don especial para ver los puntos débiles de mis proyectos y, sin temor a herirme o a provocar mi cólera, me señalaba los detalles que a ella no le gustaban. Y he de decir que, aunque me dolieran muchas de sus críticas, siempre acababa viendo su acierto. No es de extrañar, pues, que fuese ella la primera persona a la que mostrase mis esbozos. Temía más su opinión que la del arquitecto de mayor prestigio. Su aprobación era para mí el mayor de los premios y sus censuras el mayor de los suplicios. O, al menos, en los primeros años; luego, me fui encerrando más y más en mí mismo y me hice impermeable a sus palabras.

A los doce años de la inauguración del Edificio Menfis empezaron a menudear las críticas negativas. El artículo en un periódico de tirada nacional abrió el debate sobre el valor arquitectónico de mi obra. Lo firmaba un oscuro profesor de una escuela de arquitectura de una ciudad cuyo nombre pocas personas conocían. Según se explicaba en el artículo, mis edificios no se diferenciaban entre sí más que en los elementos ornamentales y carecían todos ellos de originalidad alguna siendo simples collages de las ideas de otros. Con claros argumentos, iba desgranando los defectos de mis más célebres rascacielos. El artículo levantó un gran revuelo entre el público, que se dividió entre los que me defendían enfurecidos por las críticas y los que se unieron al profesor.

Pero para entonces era tal mi vanidad, que tras una rápida lectura, mandé el artículo al cesto de los papeles. El autor me pareció un pedante ignorante lleno de conocimientos teóricos que carecía del saber que da la experiencia. Así era yo: un hombre que me creía por encima de los demás y despreciaba a todo aquel que discrepaba con mi manera de concebir la arquitectura. Pero el artículo no fue la única voz que se alzó contra mis rascacielos. Después vinieron otros más que pusieron en duda el valor de mis diseños. En un primer momento, apenas eran un puñado de arquitectos que se atrevían a criticar a la estrella más fulgurante porque no eran nadie y no tenían nada que perder. No eran sino unos cuantos ociosos que se situaban al margen de los círculos oficiales que no temían exponer opiniones contrarias al sentir común. Y por ello no merecían sino mi desdén. O, al menos, así los veía yo.

Pero, cuando arreciaron las críticas del profesor, mi indiferencia dio paso al miedo: un profundo miedo a la mediocridad. Empecé a leer cada artículo con detenimiento y a encontrar en ellos destellos de verdad. Revisaba una y otra vez mis esbozos hasta rasgar el papel en busca de la perfección. El estilo de mis edificios, que hasta entonces se había caracterizado por líneas puras huyendo de abigarramientos, se llenó de elementos extraños con los que quería sorprender a ese profesor que desde una ciudad desconocida, señalaba con su dedo acusador la banalidad de mi obra. Miradores en forma de estrella que giraban en el último piso, torres más y más elevadas, plantas articuladas que parecían poder desmontarse... No daba tregua a mi imaginación, que ideaba diseños cada vez más originales, decía yo, cada vez más extravagantes, decían mis detractores.

Fui perdiendo seguridad en mí mismo a medida que crecía mi obsesión por lograr la perfección, obsesión que no era sino el deseo de complacer a mi adversario. Pero, cuanto más me esforzaba, más críticas recibía del oscuro profesor. Lo invité a visitar mi estudio con la intención de mostrarle mis proyectos y explicarle mi manera de entender la arquitectura, con el deseo oculto de ganarme su reconocimiento y quién sabe si su admiración. Pero el profesor declinó mi invitación con una excusa tan fútil que parecía inventada para no ser creída. Aquel rechazó acabó por amargarme. Que un arquitecto desconocido que se había hecho famoso a expensas de hablar de mí despreciase mi mano tendida era más de lo que podía soportar.

Con el paso del tiempo el resentimiento se fue haciendo dueño de mí. Mis diseños eran cada vez más extraños, tan delirantes que ahora me cuesta reconocerlos como míos. Quise resucitar el espíritu de la vieja Escuela de Chicago, con sus edificios de fachadas de mampostería y ventanas corridas, pero aquel cambio tan radical no fue bien recibido y mis proyectos hasta entonces acogidos sin ninguna objeción, empezaron a ser rechazados. Mi carácter, que, aunque engreído, nunca había dejado de ser apacible, se tornó colérico. Cualquier nimiedad podía encender mi ira: el retraso en el trabajo de mis colaboradores, una pelea entre mis hijos, el timbre del teléfono a la hora de comer... Ni siquiera María con su paciencia y comprensión era capaz de apaciguarme.

Aún siento vergüenza al recordar las caras de mis hijos, de tristeza, primero, de miedo, después, cuando les gritaba sin ahorrarme palabras soeces porque con sus juegos ruidosos interrumpían mi concentración ante el tablero de dibujo. Alicia, la más pequeña, sabiéndose mi preferida, me quería aplacar con sus besos y me contaba historias que improvisaba sobre sus muñecas con el deseo de arrancarme una sonrisa cada vez menos frecuente. Cuando me acostaba, le volvía la espalda a mi esposa y me hacía el dormido para no tener que oír sus ácidos reproches. Y en mi estudio tampoco encontraba un ambiente mejor: caras que reflejaban un temor y un desprecio crecientes hacia mí por no hablar de las deserciones a medida que fui perdiendo el favor de la ciudad y los encargos se hicieron más esporádicos. En pocos meses perdí el respeto de los que aún me contrataban quienes, en el mejor de los casos, demoraban los pagos y en el peor de ellos, ni siquiera se hacían cargo de las facturas más pequeñas.

Con más deudas que ingresos, tuve que dejar el estudio tras despedir a los dos únicos delineantes que habían permanecido fieles. Tampoco pude mantener la casa que con tanto amor diseñé para María y que ella fue transformando hasta convertirla en el paraíso de la infancia de nuestros hijos. Su rápida venta apenas sirvió para contentar a unos cuantos acreedores y para llevar más tristeza a mi familia, que hubo de contentarse con un piso de tres pequeños dormitorios en un barrio muy alejado y en la que vivíamos amontonados.

Y, a pesar de la evidente decadencia, a pesar del deterioro que vivía mi familia no me di cuenta de que mi mundo se estaba desmoronando hasta que María me abandonó.

Una noche, al regresar de una entrevista con un cliente, encontré la casa vacía. Las luces extrañamente apagadas, el silencio de la ausencia de mis hijos más ruidoso que sus gritos adolescentes y la desaparición de los juguetes de Alicia me helaron el corazón antes incluso de saber lo ocurrido. La mesa del comedor dispuesta para un solo comensal parecía estar aguardando la llegada de mi fantasma. Mirase por donde mirase no veía sino los huecos que habían dejado los objetos que en una noche habían desaparecido; agujeros mudos que hablaban de la ruina en la que había ido a parar mi vida. Y sobre el plato, una larga carta de despedida.

María no se fue porque nos hubiera sobrevenido una vida de pobreza después de años de opulencia. No se fue porque tuviéramos que abandonar la casa donde fuimos felices para trasladarnos a un barrio que nos era extraño. Lo hizo porque hacía mucho tiempo que la había abandonado olvidando el amor que nos teníamos y dejándola sola con sus hijos mientras, de vez en cuando, hacía acto de presencia colérico y obsesionado con construir el edificio más impactante del mundo. Convertido en un hombre que tenía atemorizados a sus hijos y a ella también.

Los cinco años siguientes malviví construyendo casas para arribistas de fortuna recién estrenada a los que les sonaba mi nombre por haberlo visto escrito en la prensa pero que no sabían nada más de mí. A mis hijos apenas los veía. A medida que cumplían años, se iban alejando y sólo el día de Navidad y de los Reyes Magos conseguía reunirlos a todos unas cuantas horas. La única que me siguió regalando su amor con el paso de los años fue Alicia, mi niña pequeña. Su alegría era mi alegría cuando los viernes por la tarde la recogía en la puerta del colegio, antesala de un fin de semana que parecía llegar a su fin antes de haber comenzado. Dos días de tregua tras cinco jornadas grises. Ni siquiera cuando rebasó la infancia se negó a ver conmigo su película favorita, prepararme tortitas con nata o contarme sus penas y alegrías.

Hace tiempo que no diseño sino casas sencillas para gente sencilla; que mi nombre no está más que en la boca de mi hija. En los últimos meses, el pasado vuelve a mí y me llena de añoranza. El dulce rostro de María me visita por las noches recordándome todo lo que he ido dejando por el camino.

Hará siete meses me desperté una mañana muy temprano antes de que la luz del amanecer se filtrase entre las cortinas de mi habitación. Abrí los ojos con la extraña sensación de tener pendiente un trabajo. Extendí la mano buscando la cálida presencia de María. Pese a los años transcurridos, al despertar siempre espero encontrarla a mi lado. Frustrado por no tener más compañía que su ausencia, me dirigí a la habitación que hace de salón y despacho en el minúsculo apartamento donde ahora vivo. En el tablero de dibujo, un lienzo de papel en blanco. Me senté frente a él y con la escuadra y el cartabón fui trazando ángulos y rectas como si estuviera poseído. Hasta el anochecer, no me sostuvieron más que las ideas que aparecían en mi imaginación y una taza tras otra del café más oscuro. Poco a poco fueron surgiendo tabiques, crujías, dinteles y cornisas hasta dar forma a un rascacielos de líneas simples: una planta hexagonal que iba elevándose piso a piso que culminaron en un mirador giratorio de cristal, concebido como un faro que, con su luz, alejase las tinieblas del caminante.

Durante semanas lo estuve retocando: eliminando un tabique aquí, añadiendo una cornisa allá. Y cuando lo hube terminado, presenté mi proyecto a un concurso del ayuntamiento.

Desde entonces, como si fuese un aprendiz de arquitecto, aguardo con miedo, pero con un tímido optimismo también, el fallo que se resiste en llegar. Cada mañana, espío la venida del cartero con la esperanza de que me haga entrega de buenas nuevas. Mi hija me llama todos los días y me pregunta impaciente por la resolución del concurso. Durante semanas, que se van prolongando en una eternidad, aguardo el momento en el que, estoy seguro, levantaré el que será mi último rascacielos, el que me redimirá de mi estúpida vanidad, el que tal me devolverá a la senda de la que durante tantos años me desvié, el que me haga ser el que siempre fui: El Edificio María.








lunes, 23 de noviembre de 2015

Rosas Rojas para Odetette






I Monsieur Lombard

En los años que duró la guerra contra los alemanes fui testigo de espantosas crueldades por parte del ejército nazi que helarían la sangre del hombre más insensible. También nuestros hombres se dejaron llevar a menudo por los instintos más bajos olvidando que debajo del pecho del enemigo latía un corazón humano. Yo mismo tomé parte en acciones que, si no hubiese estado protegido por mi uniforme de jefe de escuadrón del ejército francés, me hubieran conducido al cadalso. Durante esta terrible contienda y más adelante como miembro de la Resistencia, vi cuerpos desmembrados, mujeres mancilladas, niños que actuaban como alimañas... Pero nada me causó tanta impresión como las represalias contra una mujer colaboracionista de la que fui testigo en un pueblo de Bretaña después de la Liberación.

Ocurrió en la primavera de mil novecientos cuarenta y seis. No recuerdo muy bien cuando: en la memoria se me confunden las fechas. Pero sí puedo casi asegurar que fue un día más cercano a junio que a marzo.

Hacía poco tiempo que habíamos disuelto nuestro grupo de milicianos y aún no me sentía con fuerzas para enfundarme la toga de abogado, tras tantos años de lucha. No tenía familia ni ningún lazo que me uniera a ninguna ciudad. Mi esposa había fallecido de consunción antes de que estallara la locura de la guerra; tal vez Dios quiso evitarle el dolor que trajo al mundo la desmesurada ambición de Hitler. En los años que disfrutamos del amor y la compañía del uno y el otro, sólo una desgracia vino a oscurecer nuestra felicidad: no tuvimos hijos, pese a haberlos deseado desde que contrajimos matrimonio veinte años antes de su partida. Así que, cuando los aliados nos ayudaron a liberarnos de la bota germánica, preferí retrasar mi regreso a Nimes, la ciudad en la que fuimos tan dichosos. Casi ocho meses después de su liberación, dejé París agobiado por el bullicio que se respiraba en nuestra capital. Quería descansar de tanto ruido que me había perseguido en los años anteriores y comprobar que el hombre que fui aún seguía vivo en mi interior. Compré un pasaje de tren sin apenas reparar por dónde me llevaban los raíles de la larga vía y me dispuse a emprender un viaje del que no conocía ni su destino ni su duración.

Me apeé muchas horas después en la estación de un pueblo bretón. Era noche cerrada y mis huesos se resentían después de tanto tiempo de forzada inmovilidad. Las calles estaban desiertas sin apenas más iluminación que la que me brindaban la luna y las estrellas del firmamento. Durante un rato, anduve vagando por empedradas calzadas sin más compañía que la de algún gato que se cruzaba en mi camino. Mi vista buscaba algún lugar donde protegerme del frío de la noche, pero según avanzaban los minutos, me iba convenciendo de que la única almohada que recogería mis sueños sería una piedra del sendero y la única manta que me arroparía sería el cielo raso. A punto estaba de desesperar cuando encontré a un lugareño al que pude preguntar por un lugar donde hospedarme. Me indicó una casa donde daban comida y habitación por unos pocos francos, no muy lejos de la calle en la que me encontraba. Se ofreció a acompañarme, para que la que sería mi casera en los siguientes meses no desconfiase de las intempestivas horas a las que llamaba a su puerta.

Madame Gullon era la viuda de un suboficial muerto en Verdún durante la Gran Guerra. Me ofreció una habitación en la que no había más que una cama desvencijada y un armario de tres cuerpos de caoba oscura, pero con el lujo de una ropa limpísima. ¡Ah! También me regaló con la cena más sabrosa que he disfrutado en mi vida. Se trataba de una mujer de unos sesenta años envejecida por los avatares de la vida que transitaba por este mundo sin más compañía que la de un periquito que ponía música con su canto al monótono transcurrir del tiempo. Tal vez la falta de un oyente hizo que la viuda del suboficial acogiera mi estancia con tanta alegría. En pocos días supe a través de su amena conversación de las aventuras y desventuras de los vecinos del pueblo. No había nacimiento, boda o funeral del que no me diese cuenta con su pronunciado acento bretón y su conversación sazonada de palabras lugareñas y chispeantes. No crean que para mí era un fastidio escuchar su charla; por el contrario aliviaba la soledad que me embargaba entonces y amenizaba mis comidas.

En aquel pueblo era poco lo que podía hacer. Si el tiempo era propicio, cogía un bastón, que más me servía de compañero que para facilitarme mi caminar, y salía a recorrer sus calles o me adentraba en su campiña y subía por una colina hasta llegar hasta una ermita de traza normanda desde donde se divisaba todo el valle. Sólo si nos visitaba la lluvia, me quedaba en casa de Madame Gullon escuchando las noticias de la radio. Pero, como digo, aprovechaba cualquier débil rayo de sol para estirar mis piernas y explorar los parajes de la región. Alguna vez encontraba en mis andanzas a una joven que transitaba desde su bicicleta los mismos caminos que yo y, que según se acercaba el verano, alegraba mis ojos con vistosos vestidos floreados. Aún me parece verla. Tendría entre veinticinco y treinta años. El cabello castaño con reflejos dorados le caía como una cascada de miel añeja sobre sus jóvenes hombros y una melancólica sonrisa apenas asomaba a los labios. Las idas y venidas por aquellos senderos se convirtieron en costumbre y, a las pocas semanas, la presencia de la joven era el acontecimiento del día más esperado por mí. En cuanto la divisaba pedaleando en sentido contrario a mi caminar, la saludaba tocando el ala del sombrero con la empuñadura del bastón. Una sonrisa iluminaba su bello rostro y, al pasar a mi lado, un delicioso “Bonjour” me endulzaba la mañana. Durante nuestros paseos, no llegamos a intercambiar más que tales breves cortesías, pero yo ya me sentía como si fuese un viejo conocido suyo y el día que no disfrutaba de tan fugaz encuentro, un vago sentimiento de inquietud inundaba mi pecho.

Supe por Madame Gullon que su nombre era Odette. No diré su apellido porque su padre fue un oficial de alta graduación muy conocido en toda Francia. Hasta el final de la guerra, se le dio por muerto después de estar prisionero en el campo de concentración de Struthof-Natzweiler, mas tras la liberación, fue hallado en Dachau por los americanos medio enloquecido y sin saber muy bien quién era. Pero dejemos a su padre. Como decía, la joven se llamaba Odette y había sido la maestra del pueblo hasta unos meses antes del desembarco aliado en Normandía. Al inició de la contienda, se había quedado sola con su madre cuando su padre y su hermano partieron al frente. Para matar las largas horas de hastío y, por qué no decirlo también, para ayudar a su madre en la casa, se había ofrecido, junto con una amiga, a reabrir la pequeña escuela que se había quedado sin maestros por la guerra. Allí enseñaban las primeras letras y los rudimentos de las cuatro reglas de los números a niños y niñas harapientos, que más acudían a la escuela por el vaso de leche que les esperaba que por afán de saber. Fue una maestra querida hasta que los alemanes ocuparon el pueblo...

Madame Gullon no quiso contarme más. Nada de lo ocurrido después de la llegada del ejército germánico escapó de sus labios. Mas su mirada lo dijo todo y yo tampoco quise preguntar por no empañar la imagen de la joven Odette.

Llevaba casi dos meses en la casa de Madame Gullon cuando comenzaron las depuraciones de los colaboracionistas. En los más de cuatro años que habían permanecido los alemanes en el norte de Francia, quien más y quien menos había tenido alguna relación con los nazis. Con la misma rapidez que el pueblo se había tornado en amigo complaciente de los invasores, se volvió después un justiciero hambriento de venganza. He de decir que no me siento capaz de juzgar a mis compatriotas ni en uno ni en otro caso. El miedo a ser señalados, a convertirse en parias, o a perder el pan de la boca de sus hijos hambrientos puede convertir en verdugos a bondadosos ciudadanos que, en tiempos de bonanza, jamás hubieran hecho daño a un gorrión. Me consta que en toda nuestra Francia hubo muchos hombres y mujeres que se acostaron entonando el grito de “¡Heil Hitler!” y se levantaron con el de “¡Viva De Gaulle!” en sus labios. Tal vez les agobiase el peso de la conciencia. No lo sé. Lo cierto es que tales ciudadanos fueron, pondría la mano en el fuego por ello, los que con mayor celo persiguieron a sus hermanos los colaboracionistas. No crean que olvido a aquellos que perdieron familia, bienes y dignidad bajo la bota germánica. También los hubo y muchos. Y, en los meses que siguieron se extendieron como la pólvora por nuestro amado país las delaciones, los saqueos de las casas de los que caía la sospecha, el ultraje de sus mujeres y otras innumerables atrocidades de las que supe por las historias que me contaba mi hermana en sus cartas.

En el pueblo donde me encontraba la persecución de los colaboracionistas comenzó, como digo, semanas después de mi llegada. Mi casera me informaba cada mañana durante el desayuno de detenciones de familias enteras. Al principio contaba con horror cómo las tropas gaullistas entraban en las casas de vecinos respetables después de que una denuncia anónima los señalara como amigos de los alemanes. Se los llevaban detenidos y días después aparecían en una cuneta con un disparo en la sien. Con el paso del tiempo, la postura de Madame Gullón se fue volviendo más comprensiva hacia los delatores. Hablaba de las atrocidades de los nazis como si éstas sólo hubiesen sido posible con la ayuda de franceses traidores; como si muchos de tales colaboracionistas no se hubiesen visto abocados a relacionarse con los alemanes para evitar males mayores. Perdone mis palabras. No justifico ni mucho menos a los traidores; sólo denuncio los excesos. ¿Acaso no habíamos combatido a los nazis, dejando por el camino tantas vidas, para acabar con la barbarie?

Una mañana poco antes de salir a dar mi paseo diario, el fuerte murmullo de un tumulto vino a turbar mi tranquilidad. Debía de ser domingo o algún día festivo porque recuerdo que, momentos antes, había visto desde la ventana de mi dormitorio a unos niños jugando con su aro y a unas muchachas paseando mientras lucían sus mejores galas. Movidos por la curiosidad, Madame Gullon y yo nos asomamos al balcón de la salita. Vimos un grupo ingente de lugareños que avanzaban con paso rápido hacia la plaza mientras dirigían gritos de ¡¡a ella, a ella!! a alguien que iba delante de la multitud. Incapaz de permanecer sin hacer nada, cogí el sombrero y, sin que los ruegos de Madame Gullon pudiera impedirlo, salí por el gran portalón para unirme a la muchedumbre. Pude ver cómo salía más y más gente de las casas vecinas; hombres, sobre todo, aunque también había mujeres y algún que otro niño. Éramos muchísimos. Nunca pensé que viviéramos tantos en el pueblo Los gritos se hicieron más elevados cuando llegamos a la plaza. Con mucho esfuerzo, logré acercarme al centro donde habían improvisado una especie de estrado que me recordó el cadalso de los tiempos de la guillotina.

Y entonces la ví. A Odette. La traían entre dos hombres, con los vestidos desgarrados y el pelo enmarañado. Cuando la multitud se percató de su presencia, elevó el tono de los gritos; los insultos se hicieron más y más ultrajantes. Le lanzaban piedras y objetos, algunos de los cuales lograron alcanzar su bello rostro. Uno de los acompañantes, extrajo de un portafolios un pliego de papel y, en un simulacro de juicio, leyó la lista de cargos que tenían contra la joven. Aunque la ristra de acusaciones era muy larga, todo se reducía a haber mantenido relaciones con un alto mando alemán y, como consecuencia, haber dado a luz un bastardo. Cuando terminó de leer el pliego de cargos, el otro hombre que venía con ella emitió su veredicto sin esperar a escuchar la palabra que Odette nunca pronunció. La condenó al escarnio público. Cortaron su abundante melena y rasuraron su cabeza a la vista de todos. El pueblo enardecido lanzaba insultos y se mofaban de ella con calificativos cada vez más groseros. Mientras tanto, yo asistía paralizado a tan cruento espectáculo. Incapaz de hacer nada, me aparté de aquella enfurecida multitud, buscando un rincón solitario donde desahogar mi corazón cuajado de lágrimas. Dirán que un hombre como yo, acostumbrado a presenciar las mayores brutalidades en el frente y en la Resistencia, no debería haberse impresionado por un suceso a todas luces menos cruel. Pero en él no vi sino la inocencia escarnecida e indefensa ante la sinrazón del odio descontrolado.

Vagué por las calles del pueblo sin fijarme adónde me llevaban mis pasos. No sé cuánto tiempo estuve en aquel deambular sin rumbo en el que la rabia y el dolor pugnaban por hacerse con mi alma. Un sentimiento de odio se iba apoderando de mí. Odio contra aquella muchedumbre ciega y sorda a la compasión; odio contra mí mismo por no haber sido capaz de parar aquella barbarie. Los gritos de la muchedumbre se oían cada vez más lejanos. Acabé en la ermita que había en lo alto de la colina y, arrodillado ante el Cristo yacente que albergaba una urna, no sé si pedí para todos nosotros clemencia o venganza; misericordia o fuego eterno.

Hasta el día siguiente no le conté nada a Madame Gullon. No me sentía con fuerzas. Debo decir que la pobre mujer se deshizo en lágrimas silenciosas cuando oyó mi relato. Por ella supe después que Odette había buscado refugio en casa de una amiga donde yacía semiinconsciente. Una semana después, mi casera se animó a hacerle una visita. Con la excusa de protegerla de posibles agresiones por mantener trato con una colaboracionista, me ofrecí a acompañarla.

En aquella visita apenas la pude ver. Me causó una gran impresión contemplar su actitud humillada: los ojos bajos y la cabeza oculta bajo un pañuelo para no dejar a la vista su vergüenza. Estuvo un momento ayudando a la dueña de la casa a servir el chocolate con bizcochos con el que nos agasajaron y después se retiró a su habitación. La amiga de Odette no quería hablar mucho de ella pero sí que nos contó que llevaba varios días sin pronunciar más palabras que algunos monosílabos y ocupándose de su hijo. Aunque el médico no había encontrado ningún daño apreciable en su cuerpo, las heridas de su alma eran muy profundas y tardarían aún mucho tiempo en cicatrizar. Permanecimos en aquella casa algo más de una hora y salimos con la promesa de volver al día siguiente. A partir de entonces las visitas vespertinas se repitieron no diré que todas las tardes pero sí casi todas. Con el transcurso de los días, Odette iba acostumbrándose más y más a nuestra compañía. Se sentaba en silencio en un rincón de la habitación con una labor de punto entre las manos, escuchando atentamente nuestra sencilla conversación. De vez en cuando levantaba la vista de las agujas y nos dirigía una melancólica sonrisa. Alguna vez se oía el llanto de un niño de pocos meses, me parecía a mí. Cuando esto ocurría, se levantaba de su silla y entraba en la habitación que había junto a la salita, donde permanecía hasta que se apaciguaba el bebé.

No volví a verla durante mis paseos de la mañana: Odette dejó de coger la bicicleta y salir a la calle. Pero, el día antes de mi partida, la encontré en las inmediaciones de la ermita. Me acerqué a ella y, después de caminar media hora junto a ella, conseguí que me contase su historia, mientras fumaba un cigarrillo tras otro.

II Odette

Hasta la firma del armisticio, en el pueblo nadie parecía haberse enterado de que había habido una guerra. Es cierto que los hombres habían marchado al frente y algunas familias sufrimos la pérdida de nuestros seres queridos; pero la vida en la pequeña población siguió con su parsimonia de siempre. A veces nos sorprendía el fragor de la batalla que se oía a lo lejos, al otro lado del valle. Pero nos parecía el sonido de otro mundo: un mundo que no tenía nada que ver con nuestras dichas y desdichas cotidianas. Nada cambió para los habitantes de este pueblo hasta que el ejército germano se convirtió en un vecino más.

Cuando los alemanes llegaron al pueblo por primera vez hacía pocos días de mi vigésimo cuarto cumpleaños. Lo recuerdo bien porque llevaba un vestido color caramelo que había confeccionado mi amiga Madeleine para regalármelo. Llegaron en sus jeep, sus KDF Wagen, sus camiones imponentes, sus motocicletas, y se quedaron una o dos semanas. Después tomaron la carretera que lleva a Sant-Mitchel-en-Greve dejando tras de sí una nube de polvo. Unos días más tarde llegó otro destacamento militar que tampoco permaneció mucho tiempo en el pueblo; luego vino otro y después otro. Finalmente, un destacamento hizo del viejo castillo del marqués Duvais su cuartel permanente. Nos acostumbramos a las idas y venidas por nuestras calles de aquellos hombres altos y fuertes que apenas se relacionaban con nosotros. La mayoría eran soldados rudos que atemorizaban con sus voces atronadoras y sus palabras en una lengua que a mí me sonaba tan dura.

La gente del pueblo mostrábamos sentimientos encontrados hacia los ocupantes. El odio hacia quienes habían arrebatado las vidas de tantos seres queridos se manifestaba en una hostilidad sorda que no siempre el miedo al castigo lograba esconder. Pero, con el tiempo, la costumbre de encontrar nuestras calles repletas de aquellos militares hizo que los contempláramos como parte de la vecindad. Ni siquiera parecía molestarnos el toque de queda, que nos confinaba en casa al caer la tarde. Algunas veces Madeleine y yo espiábamos a los más jóvenes desde algún rincón oculto mientras comentábamos, entre risas apenas ahogadas, cuál nos parecía más guapo, cuál más feo. Pero, como le digo, Monsieur Lombard, con el paso de los días, nos fuimos haciendo más y más indiferentes a la presencia de aquellos militares que ocuparon nuestro pueblo.

Por aquel entonces mi madre y yo aún estábamos tratando de acostumbrarnos a vivir solas. A mi hermano Antoine lo habían matado al principio de la guerra en algún lugar del Sarre y a mi padre lo habían cogido prisionero y no sabíamos dónde se encontraba, si estaba vivo o muerto. En casa yo intentaba aliviar el desconsuelo de mi madre y mi madre trataba de apaciguar el mío, pero lo único que conseguíamos era acrecentar nuestro dolor. Así que, en cuanto podía, me escabullía y cogía la bicicleta para ir en busca de Madeleine. Tal vez le parezca que me mostraba insensible al sufrimiento de mi querida madre; nada más lejos. Pero sí es verdad que era joven y en mis venas, junto a la sangre, corrían las ganas de vivir.

Precisamente fue idea de mi amiga que nos ofreciéramos para reabrir la escuela que cerraron cuando Monsieur Albert, el maestro, se unió al ejército. Al principio no me convencía mucho el plan. Una cosa era salir un rato a dar un paseo y otra muy distinta dejar sola a mi madre casi todo el día. Pero fue precisamente ella, mi madre, la que acabó persuadiéndome con la excusa de que nos vendría bien un poco de dinero. Así que yo me hice cargo de los alumnos más pequeños, de seis y siete años, mientras Madeleine se ocupaba de los que eran mayores. Debo decir que no era mucho lo que enseñábamos. La mayoría de las veces pasábamos el día jugando con los niños y peinando las coletas de las niñas. Cuando el sol nos regalaba con su presencia, salíamos de excursión a recoger las flores del campo, las únicas joyas que en tiempos de penurias adornan nuestros cabellos. En los alrededores del pueblo la madre Naturaleza nos brindaba una paleta de colores sin igual: Los pasteles de la hortensia, el violeta de la flor del brezo, el amarillo de la de la retama o de la aulaga...

A las nueve de la mañana abríamos la escuela y a las cuatro de la tarde la cerrábamos. Entonces Madeleine y yo corríamos a mi casa donde mi madre nos esperaba con una taza de chocolate, que sabía a cualquier cosa menos a chocolate, y unos bizcochos rancios que, hambrientas tras pasar el día sólo con un mendrugo de pan negro, nos parecían delicias celestiales. En la salita se podían oír todo el día las alegres canciones con las que “Radio París” intentaba hacernos la vida más agradable a los franceses en aquellos tiempos de incertidumbre tras la firma del armisticio. A Madeleine le encantaba Maurice Chevalier. Siempre tenía en los labios la tonadilla de alguna de sus canciones: “On se rappelle toujours sa premier maîtresse / J´ai gardé d´la mienne un souvenir pleine d´ivresse...” Pero yo prefería a Mistinguett: Mon homme, Pour etre hereux, Tout ca c'est pour vous, Ca est Paris... Cuando la radio nos obsequiaba con su voz, mis pies se lanzaban solos a bailar las alegres melodías. Podría cantar una tras otra cada una de sus canciones sin confundir ni una sola palabra: “Quand on m´voit/ On trouve j´ai ce petit j´ne sais quoi...”. Se nos podía pasar la tarde sin sentirla escuchando y bailando las canciones de “Radio París”. Y mi madre, que nos contemplaba desde el sillón que había junto a la ventana con la labor entre las manos mientras susurraba bondadosamente “¡qué muchachas!, también disfrutaba en aquellas tardes en las que el sufrimiento no traspasaba la puerta de aquella pequeña habitación.

A Helmut lo conocí a mediados de abril. Bueno, aún tardaría en ser Helmut pues a quien conocí aquel día fue al Comandante Branhauer. La manera en que tropecé con él parecería sacada de una de esas novelillas sentimentales y nuestra historia podía haber sido igual de almibarada que las que en ellas se cuentan de no ser porque el dolor que vino después fue real y sin posibilidades de que un final feliz pueda borrar tanto sufrimiento.

Era una tarde de domingo. El cielo lucía sus mejores galas. El azul intenso no era empañado más que por unas pocas nubes algodonosas. Después de comer mi madre dio unas cabezaditas acomodada en su sillón con Mizzi, el gato, enroscado como un ovillo sobre su regazo y el rosario resbalándole de las manos. Como no quería turbar su descanso, salí a dar un paseo con la bicicleta. Al dejar atrás el pueblo, la brisa perfumada del aroma de la retama me fue marcando el camino. Una sensación de gozosa libertad inundó mi corazón. Pedaleando alegremente, fui ascendiendo por la colina hasta llegar a la Ermita de Cristo Yacente. Luego bajé por la ladera que lleva al otro lado hasta el valle. Bajaba por la cuesta con la alegría de la juventud, disfrutando de un paisaje vestido de primavera mientras tarareaba una canción. Tomé una curva a velocidad excesiva, se desequilibró la bicicleta e, incapaz de recobrar la postura, me caí sobre el tobillo mientras un KDF Wagen negro y reluciente venía hacia mí en sentido contrario. Sin que me diese tiempo a asustarme ante el peligro de ser atropellada, el vehículo se detuvo al otro lado de la calzada y, después de abrirse la portezuela, se bajó un oficial alemán que se dirigió hacia donde yo me encontraba. Me habló en un francés mucho más correcto que el de muchos de nuestros compatriotas y con palabras tranquilizadoras se interesó por lo que había ocurrido. Tras comprobar que no me había lastimado más que el tobillo, regresó al coche para volver enseguida con un maletín. Con mucha delicadeza, casi con mimo, me vendó el pie y, al terminar, me ayudó a subir al vehículo y se dirigió al conductor en alemán para que guardase la bicicleta en el maletero y nos condujera a mi casa, a la dirección que yo le había dado.

Al día siguiente apareció en nuestra casa al atardecer. Me trajo el ramo de rosas rojas más bello que he visto en mi vida. Quería, dijo, saber por él mismo cómo me encontraba. Mi madre y yo intentamos agradecerle su ayuda del día anterior, pero él rechazó toda palabra de reconocimiento. Pese a no permanecer en casa más de diez minutos, a mí me bastó para observarlo con detenimiento. El Comandante Branhauer tendría unos treinta y cinco años. Era tan alto que había de inclinar un poco la cabeza para poder traspasar las puertas de nuestro humilde hogar. Y guapo, muy guapo; con los ojos de un azul oscuro, como zafiros pulidos, y la mirada más dulce que se pueda uno imaginar. Bastaron esos diez minutos para que me abandonase el sosiego y no lo volví a recuperar hasta el día siguiente, cuando repitió la visita.

Mientras la torcedura del tobillo me impidió salir de casa, no hubo día en la que no se acercase a nuestra casa al atardecer para interesarse por mí. Al principio, apenas cruzaba el umbral y nos dirigía unas corteses palabras; mas, a la semana, ya se sentaba en la salita y se enfrascaba en una amena conversación con mi madre. Cuando mi pie recuperó casi su estado normal, vino una tarde a recogerme en su flamante automóvil conducido por su ordenanza que nos llevó a un llano al otro lado de la ladera para que pudiese dar un pequeño paseo. Debió ser el nerviosismo, no lo sé. Lo cierto es que, cuando me di cuenta de que estaba sola con él, mi lengua se desató y, como si tuviera vida propia, no dejó de hablar hasta que emprendimos el camino de regreso a casa. Yo le contaba los recuerdos de mi infancia, mis esperanzas, mis ilusiones; cómo alguna vez dejaría el pueblo para irme a París donde pondría una tienda de ropa. Mi padre nos había llevado a la capital a mi hermano y a mí cuando éramos niños y aquel viaje había dejado en mi alma una huella muy profunda. El nombre de París me sugería palabras como luz, sueños o felicidad. Sólo el estallido de la guerra impidió, no, retrasó mi partida a la capital.

El comandante Branhauer me escuchaba con mucha atención, como si las tonterías que le contaba no fueran cosas sin importancia; como si de mis labios no salieran sino estrategias militares de vital importancia para el futuro de su país. Aquel día, él habló poco, pero en las tardes que se sucedieron, pude saber más sobre el comandante alemán que me estaba robando el corazón. Como si fuese fundamental para él, lo primero que me dejó claro es que no era ni nunca había sido miembro del partido nazi. Su familia, procedente de la Alta Sajonia, era de una larga tradición militar. Su padre y sus tíos habían combatido con honores en la Gran Guerra y tanto su hermano mayor como él habían ingresado en el ejército tras terminar los años de colegio. Apenas me dijo más de sí mismo sino que tenía dos hermanas mayores. No las veía con frecuencia; sólo en celebraciones familiares pues vivían con sus respectivos maridos e hijos en ciudades muy alejadas de la casa paterna. Me hablaba con ternura de su familia, con entusiasmo de sus amigos; más nunca hizo mención a la guerra, que seguía asolando pueblos al otro lado de la frontera de Francia, ni se refirió a Hitler o a la política de su país.

Muchas mañanas de domingo, el ordenanza me traía una carta suya en la que me invitaba a pasar el día en los pueblos de los alrededores. Al principio me invadía el temor a que mi madre no me permitiera salir sola con él para no atentar contra el decoro. Me demoraba entonces casi hasta el último momento y no le decía nada hasta unos minutos antes de partir. Pero, para mi sorpresa, no sólo no ponía ninguna objeción, sino que me alentaba a estrechar más y más mis lazos con el que ya era para mí Helmut, con la esperanza de que me hiciese algún día su esposa. ¡Qué mayor orgullo para ella que su hija se casara con el que tenía todo el poder de la región! No sabía mi querida madre que yo no necesitaba que me animasen mucho para aceptar la dulce compañía del comandante alemán. Cada día que pasaba me sentía más hechizada con sus modales corteses cuando me abría la portezuela del coche o cuando me tocaba levemente el codo para ayudarme a cruzar la calle de alguna pequeña ciudad; y me asombraba con su delicadeza cuando, al irme a recoger a mi casa, me regalaba un ramo de rosas rojas que había cogido del jardín del castillo donde se alojaba su destacamento. Y sé, porque una mujer siempre lo sabe, que él sentía lo mismo por mí. Más de una vez sorprendía en él una mirada de soslayo que más parecía la de un sediento viajero que, después de atravesar el desierto durante días y días, encuentra un oasis al final del camino. Con el paso del tiempo se fue instalando entre nosotros la tensión de la pasión insatisfecha, hasta que una tarde nuestros labios se buscaron y se fundieron en un beso.

Un día me sorprendió con una invitación a pasar el fin de semana en París. En esta ocasión sabía que mi madre no iba a transigir tan fácilmente. En el pueblo ya se murmuraba de nosotros y, aunque hubo más de un vecino que acudió a mí en busca de favores del poderoso comandante, sabía que, si cometía algún desliz, no tendrían piedad conmigo. Sé de sobra que había muchas jóvenes deseosas de ocupar mi lugar y que las madres de muchas de ellas estaban dispuestas a sacrificar la honra de sus hijas por deleitarse con un trozo del pastel de los que detentaban el poder. Es curioso, ahora lo pienso, lo pronto que habíamos olvidado que aquellos alemanes eran los mismos que mataban a nuestros padres, hermanos, maridos o novios antes del armisticio; cómo no queríamos ver que todavía quedaban muchos prisioneros, desaparecidos, y hombres y mujeres que, en la clandestinidad, seguían luchando contra el invasor.

Pero, como le estaba diciendo, a mediados de septiembre Helmut me sorprendió con la invitación a un viaje a París, la ciudad de mis sueños. Angustiada por tener que decírselo a mi madre, pasaba las noches en vela dándole una y mil vueltas. Hasta que mi querida Madeleine se ofreció a acompañarnos y a contar a mi madre que su prima, que vivía en la capital, nos había invitado a pasar los dos días en su casa. ¡Qué ingenuas éramos entonces! No nos dábamos cuenta de que en aquellos tiempos de tantas incertidumbres y aflicciones las jóvenes como nosotras no viajaban solas para ir a visitar a sus alegres primas de la gran ciudad. Pero si mi madre o la suya dudaron en algún momento de nuestra historia, ni lo dijeron ni dieron muestra alguna de ello.

De mi París soñado sólo traje un amargo recuerdo que borró todos los momentos de dicha que viví con Helmut. Huyeron de mi memoria los besos a la luz de la luna, el recorrido por el Sena mecidos por el vaivén de sus aguas, los libros de segunda mano que compró Helmut a unos bouquinistas o las rosas rojas del mercado de las flores en la plaza Louis Lepine. De aquellas horas de libertad sólo me quedó la vergüenza y la humillación que sentí cuando me llevó a cenar a Maxim's. Era éste el restaurante favorito de los oficiales alemanes desde que en junio de mil novecientos cuarenta cenara el mariscal Goring. Antes de entrar por su magnífica puerta, ya me sentí fascinada por el vigilante de la puerta tan elegantemente engalanado. Luego, las vidrieras del techo, las paredes con aquellas pinturas de mujeres exquisitas, los espejos de formas maravillosas, las lámparas de coloridos cristales... Toda aquella decoración tan diferente a lo que había visto hasta entonces y que, me contó Helmut, no era otra cosa que la armonía del art nouveau. Y cuando mayor emoción sentía por estar en tan bello lugar, vi cómo un oficial alemán sentado a una mesa me recorría de arriba abajo con una mirada que desbordaba lujuria. Sólo entonces pude contemplar la imagen que otros veían en mí: la imagen que el velo del amor me había ocultado. En uno de sus maravillosos espejos vi a una joven a la que la ropa que le había prestado la prima de su mejor amiga para lucir elegante le hacía parecer una mujer que se vendía por unos francos, por un fin de semana en París, por una cena en Maxim's. A ese precio había vendido a la muchacha ingenua e inocente que había sido sólo unos meses antes. Tuve que hacer un gran esfuerzo para que las lágrimas no asomasen a mis ojos; para que mi atento acompañante no se percatase de mi estado. Y, desde aquel instante, mi sueño de princesa enamorada se quebró en mil pedazos.

Desde junio del cuarenta y cuatro, el avance de los aliados por nuestras tierras francesas fue tan rápido como la retirada de los alemanes. Después de cuatro años volvíamos a oír el ruido de las bombas, de los obuses, de las metralletas... Renació la esperanza de recuperar nuestra Francia y en mi corazón brotó el miedo a perder a Helmut. Un día se despidió de mí prometiéndome regresar cuando todo acabase. En medio de mis lágrimas no pude decirle que esperaba un hijo suyo.

Otro día empezaron a volver los desaparecidos: el alcalde, el maestro, mi tío. Mi padre.

Mi padre nunca me perdonó. Su mirada de hielo resbalaba sobre mí hiriéndome con su odio, con su desprecio. A mi hijo nunca le hizo daño, pero jamás puso sus ojos sobre él ni le dirigió una palabra ya no digo afectuosa, ni siquiera un gruñido que le hiciera saber que su abuelo se hacía cargo de su presencia. Cuando comenzaron las depuraciones, fue él el que con más empeño denunció a los colaboracionistas. Bastaba una leve sospecha para que pusiera todo su fervor en acción. Nadie escapó a su venganza justiciera. Nadie. Ni siquiera yo. Su hija. No crea que le culpo. ¿Cómo iba a comprender lo que hubo entre Helmut y yo? Después de todo lo que había sufrido él primero en el frente, luego en Struthof-Natzweiler, después en Dachau, ¿cómo no iba a ver en mí a una traidora y en mi hijo el fruto de la traición? Pero comprendiéndolo, no deja de dolerme.

A veces pienso que debería coger a mi hijo y marcharme a París. Empezar una nueva vida; darle la oportunidad de dejar atrás el estigma de ser hijo bastardo de un alemán. Pero luego recuerdo la promesa de Helmut y pienso que debo esperarlo para que, cuando regrese, nos encuentre.


***

Al día siguiente, tomé el tren de las cinco de la mañana que me llevó de regreso a París. Atrás se quedó un trozo de mi corazón que no lo he recuperado nunca más. A Odette no volví a verla antes de mi partida, ni he vuelto a saber de ella en todos estos años que han pasado desde que me despedí de ella junto a la ermita. Pero quiero creer que consiguió dejar tras de sí todo el odio que la rodearon; que alcanzó la dicha merecida junto a su hijo